Editorial El Nacional
Las noticias que nos llegan
de la UCV y de la ULA son escandalosas. También incumben al
resto de las universidades públicas, pero ahora solo manejamos los datos
que han suministrado los dirigentes gremiales de las mencionadas
instituciones. Reflejan una de las mayores calamidades que experimenta la
sociedad venezolana, una crisis de difícil reparación, si no se actúa con urgencia
ante lo que traduce una mengua de consecuencias trascendentales para la
formación intelectual de las generaciones de relevo.
Según el presidente de la
Asociación de Profesores Universitarios, entre 30% y 50% de los
catedráticos que ocupan cargos académicos en las referidas casas de estudio se
está marchando de Venezuela. No les alcanza el sueldo para la atención de sus
necesidades más elementales. Solo pocos se pueden vestir decentemente para
trabajar en el aula. Los decanos le han aportado datos que multiplican la
angustia: hay entre 30 y 50 renuncias por facultad cada año en el área de la
docencia, sin que se encuentren los reemplazos adecuados.
La estrechez económica les
impide la adquisición de la bibliografía que necesitan para estar al día. El
cheque quincenal ni siquiera les alcanza para los gastos de transporte. La
pobreza de sus emolumentos los ha convertido en un proletariado vergonzante,
cuyo crecimiento no se compadece con el tiempo que dedicaron a su formación, a
su especialización y a la obligación que tienen de redactar trabajos de ascenso
e investigaciones sobre su área de competencia. Aportan su saber y su
diligencia en las aulas y en los gabinetes de investigación para recibir una
limosna como recompensa, el desprecio de sus diplomas y sus neuronas.
Tampoco se sienten a gusto en
su ambiente de trabajo, castigado por la insuficiencia del presupuesto que el
Ministerio de Educación Universitaria envía para el cuidado de las
infraestructuras. Aulas sin luz eléctrica, pasillos en total oscuridad cuando cae
la noche, servicios sanitarios abandonados, forman el paisaje de unas casas de
estudio que antes fueron orgullo de la sociedad. Ahora son anuncios de ruina, o
la ruina propiamente dicha, mientras la dictadura se hace de la vista gorda
ante el derrumbe. Si se agregan los problemas de inseguridad, cada vez más
evidentes y reiterados, lo menos que pueden hacer los catedráticos
universitarios es coger maletas y pergaminos en busca de destinos dignos.
El saber es peligroso. La
ciencia puede ser un arma susceptible de preocupación. Los libros de ciencias
sociales y de ciencias duras que mandan a leer en el alma máter causan pánico
en las alturas del poder. Los profesores que hacen su trabajo con seriedad
pueden ser comparados con unos conspiradores. Cuando la juventud crece en la
parcela de la autonomía del pensamiento y en la labranza de las polémicas
animadas por sus tutores, la dictadura topa con un antagonista formidable. El
dictador no quiere maestros que no sean los que ofrecen clases en las aulas
“bolivarianas”, cuyo trabajo consiste en la formación de borregos. Por eso hace
todo lo posible para que los profesores de las universidades autónomas
desaparezcan del mapa.
23-09-17
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico