MOISÉS NAÍM 24 de septiembre de 2017
¿Qué
tienen en común un agricultor de Iowa, un diseñador gráfico de Chile, un
jubilado de Reino Unido y un trabajador en una cadena de montaje de China? Dos
cosas: son miembros de la clase media de su país y están furiosos con sus
gobernantes. Sus desilusiones están transformando la política y provocando
acontecimientos sorprendentes, como la elección de Donald Trump, el Brexit, la
defenestración de presidentes y una oleada mundial de protestas callejeras.
En
muchos países del mundo desarrollado, la clase media está rebelándose contra el
estancamiento o incluso el empeoramiento de su nivel de vida. La globalización,
la inmigración, la automatización, las desigualdades, los nacionalismos y el
racismo abren oportunidades para aventureros de la política que venden malas
ideas como si fueran buenas.
Por supuesto
que también hubo ricos y pobres que votaron por Trump en Estados Unidos y por
el Brexit en Reino Unido, y que muchas personas de clase media votaron en
contra en ambos casos. Sin embargo, no cabe duda de que, en los países ricos, y
especialmente en EE UU, quienes tienen rentas medias forman el segmento que más
perjuicios económicos está sufriendo.
Pero
estas convulsiones no solo suceden en los países ricos. La clase media de
Brasil, Turquía, China o Chile comparte las angustias que acosan a sus pares de
Norteamérica y Europa occidental. La paradoja es que en las últimas tres
décadas, cientos de millones de personas en Asia, Latinoamérica y África han
salido de la pobreza y hoy forman parte de la clase media más numerosa de la
historia. Pero esas personas tampoco están satisfechas y están protestando en
las urnas y en las calles.
Investigadores
y diversas instituciones como el Banco Mundial definen la clase media como una
franja con unos límites de ingresos muy amplios por arriba y por abajo, que
pueden ir de 11 a 110 dólares diarios. Y las convulsiones en este segmento de
población no son nuevas. En 2011 escribí que “la principal causa de los
conflictos que se avecinan no será el choque entre civilizaciones, sino la
indignación generada por las expectativas frustradas de una clase media que
está en declive en los países ricos, y en ascenso en los pobres”. “Es
inevitable”, escribí, “que algunos políticos de los países desarrollados
achaquen el declive económico de su clase media al despegue de otros países”. Y
advertía de que la prosperidad no siempre significa más estabilidad política.
La
dimensión y la velocidad de la expansión de las clases medias en el planeta han
sido verdaderamente espectaculares. El economista Homi Kharas, experto en la
clase media mundial, calcula en un reciente estudio que hoy pertenecen a ella
3.200 millones de personas, es decir, el 42% de la población total. Cada año se
incorporan 160 millones más. Al ritmo actual de crecimiento, de aquí a unos
años, la mayor parte de la humanidad vivirá, por primera vez en la historia, en
hogares de clase media o superior.
Esa
expansión ha tenido distinto alcance en diferentes países. Mientras que en EE
UU, Europa, Japón y otras economías avanzadas la clase media crece a un mero
0,5% anual, en China e India ese mercado aumenta a un ritmo anual del 6%. Si
bien ha alcanzado una dimensión sin precedentes en países como Nigeria,
Senegal, Perú y Chile, la expansión de la clase media es un fenómeno
especialmente llamativo en Asia. Según Kharas, los 1.000 millones de personas
que se van a incorporar a la clase media en los próximos años vivirán, en su
inmensa mayoría (¡un 88%!), en Asia.
Las
consecuencias económicas son tremendas. En los países en vías de desarrollo, el
consumo está creciendo entre un 6% y un 10% anual, y ya constituye un tercio de
la economía mundial.
Las
consecuencias políticas pueden ser igual de importantes. En Europa y en Estados
Unidos son ya visibles en elecciones y referendos —Francia, Holanda, Reino
Unido, Hungría, Polonia—, con la proliferación de candidatos y programas que
antes eran impensables. Como escribió hace poco Bill Emmott, antiguo director
de The Economist: “Vivimos en una era llena de turbulencias políticas. Sendos
partidos con apenas un año de antigüedad se han hecho con el poder en Francia y
en la enorme área metropolitana de Tokio. Un partido con menos de cinco años
encabeza los sondeos en Italia. La Casa Blanca está ocupada por un neófito
político, algo que causa un tremendo malestar entre los republicanos y los
demócratas de toda la vida”.
Las
turbulencias políticas también se hacen notar en países de rentas bajas y
medias que están creciendo muy rápidamente. Cada vez que la clase media
aumenta, sus expectativas y demandas lo hacen también. Unos actores sociales
que están más conectados, que tienen más poder adquisitivo, tienen más
educación e información, y son más conscientes de sus derechos, ejercen unas
presiones inmensas sobre sus Gobiernos, que a menudo no tienen los recursos ni
la capacidad institucional necesarios para responder a esas demandas.
Dichos
países están empezando a mostrar fisuras similares a las de EE UU y Europa. En
Chile —cuyos éxitos económicos lo han convertido hace tiempo en modelo para
otras naciones y cuenta con una de las sociedades más estables de
Latinoamérica— ha habido protestas violentas, abstención masiva en las urnas e
incluso un asalto al Congreso porque los ciudadanos quieren expresar su
decepción con un Gobierno que sienten que les ha fallado.
En
China, los investigadores han observado que entre 2002 y 2011 se produjo una
drástica caída de la confianza de la clase media en las instituciones legales,
el Gobierno y la policía, a pesar de que fue un periodo de fuerte crecimiento y
mejora de los programas sociales. El Gobierno chino está preocupado, sin duda.
De hecho, muchos piensan que el vertiginoso crecimiento del país es un pilar
fundamental de la estrategia de Pekín para aplacar a la clase media: ya que el
Gobierno no te va a ofrecer una democracia constitucional, libertad de
expresión y derechos humanos universales, al menos hará que tengas un mejor
salario, o incluso que puedas enriquecerte. El riesgo es que una contracción
económica prolongada podría desatar la agitación política que las autoridades
tanto temen.
Los
motivos del descontento en el mundo en desarrollo —a pesar de la mejora de los
niveles de vida— son numerosos, pero sin duda el acceso a la información es un
factor crucial. Las personas educadas e informadas son más difíciles de
controlar. Es más, cuando miles de millones puede ver en su teléfono móvil cómo
viven los demás, hay muchas más probabilidades de que se sientan insatisfechos
con su situación. Seguramente piensan: “Trabajo tanto como ellos, así que
también me lo merezco”. Ese “lo” pueden ser salarios más altos, sanidad más
asequible, mejor educación para sus hijos, igualdad, mejores servicios públicos
o libertad de expresión. Ahora bien, la “conectividad” barata y generalizada y
la revolución de la información no son los dos únicos factores. También cuentan
la urbanización, las migraciones, el aumento de las desigualdades, e incluso el
nuevo entorno cultural y las expectativas sobre la corrupción, la autoridad y
las jerarquías.
¿Qué
va a pasar? El rechazo al “más de lo mismo” y los reacomodos políticos están
siendo inevitables: Donald Trump y el Brexit no son más que dos
manifestaciones, espoleadas en parte por la revuelta de las clases medias en
los países ricos. La furia de la clase media en los países pobres y de rentas
medias también está en ebullición. Sus consecuencias son imprevisibles.
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