Por Carolina Gómez-Ávila
Ese sentimiento que nace de
estar a merced de fuerzas incontrolables que nos embisten sin parar. Ese, de
indefensión a futuro. Ese que se refuerza con la traición de quienes creímos
que debieron defendernos. Ese que junta el dolor y la impotencia, los vuelve
resentimiento y revienta en ira destructora. Ese, desesperado porque todo acabe
aunque acabe con todos. Ese que limpia sus babas con llanto y su sudor con
frustración, indignación y abandono. Ese por el cual resbalamos del submundo al
inframundo. Ese que no hay legislación que pueda contener.
Ese sentimiento comenzó hace
décadas. Al principio era una sensación simple como beber algo que se espera
dulce y resulta amargo. Luego fue como entrar a un baño sucio y maloliente;
después, como mirar heridas abiertas. Se llama asco. Un estudio determinó que
movemos los mismos músculos del rostro en esas circunstancias y cuando
consideramos que hemos sido tratados injustamente, asomando que la repugnancia
moral tiene su origen en el asco físico.
Es sentimiento se sembró
cuando la corrupción nos escandalizaba más que un crimen de lesa humanidad. En
esa ola surfeó el discurso según el cual necesitábamos buenos gerentes y
privatizar la cosa pública porque los políticos -como administradores- eran
todos ladrones o incompetentes. Al inicio de la descentralización, en esa
espuma se alzaron cantidad de outsiders: actrices, misses,
deportistas. Los medios fabricaban a toda velocidad figuras nuevas como quien
manufactura productos de consumo para un mercado político saturado y agotado de
discursos con “más de lo mismo”, que no satisfacían las expectativas de una
sociedad que se consideraba a sí misma compuesta por ciudadanos más preparados,
más críticos y más exigentes, criados en la doctrina de los derechos del
consumidor.
Clientes, éramos clientes
porque aprendimos a ser excelentes consumidores. Nos fidelizaron y aplicaron
las técnicas del ciclo de vida del cliente, cuyo lema es que el cliente sólo
debe perderse cuando se muera. Tom Dewar -un especialista en liderazgo
ciudadano, comunidades y resolución de conflictos que ha estudiado los peligros
de que una sociedad esté subordinada a tecnócratas- dice que clientes son
personas dependientes controladas por sus líderes y por quienes las ayudan; que
se comprenden a sí mismos a partir de lo que no tienen, de lo que les falta, y
para suplirlo esperan que otros actúen en su nombre.
Seguramente por eso, tras el
reclamo de eficiencia en el funcionamiento de los servicios públicos, la
privatización mostró su cara benévola. Finalmente no se ligaban los teléfonos,
mejoraba el servicio de agua potable en algunos municipios y estados bien
asesorados y la energía eléctrica empezó a ser estable y cara, pero cualquiera
podía comprar acciones en la Electricidad de Caracas. Las mieles de la
privatización de las empresas de servicios básicos se convirtieron en hieles
para la nación cuando los tecnócratas entraron al gabinete ministerial. El
natural choque de intereses dio un golpe mortal a la Venezuela saudita y la
brecha económica entre ricos y pobres sólo fue bien gerenciada por quienes
encontraron en ella una oportunidad de hacerse del poder y eternizarse en él.
Un proyecto populista,
personalista y hegemónico nos arrebató el camino que habíamos andado de manera
imperfecta y quejumbrosa, pero lejos, muy lejos de este horror. Y eso sucedió
porque la respuesta política a una sociedad de clientes es el populismo, que no
necesito explicar desde este tanque de inmersión. Pero vale la pena insistir en
que no sólo se practica desde el poder sino también desde la aspiración al
poder y, actualmente, nos acecha. Mientras más radical e inmediatista es la
oferta, más populista es y mejor se venderá a quienes creyéndose ciudadanos,
sólo son clientes.
Dewar los diferencia. Dice que
los ciudadanos comprenden sus problemas en sus propios términos, que están
conscientes de su relación entre unos y otros, lo que les impulsa a organizarse
porque, sobre todo, creen en su capacidad de actuar. No conviene ser
indiferentes porque Dewar advierte que “los buenos clientes hacen malos
ciudadanos. Los buenos ciudadanos, en cambio, forman comunidades fuertes”.
Parece que tenemos un déficit
de ciudadanos y no sólo en el sentido al que apuntó Dewar. Quizás el cambio de
la representatividad por la participación protagónica haya influido, porque se
difuminaron las garantías individuales y se intensificaron las colectivas que
nos exigen mayor corresponsabilidad (algunos preferirán llamarla solidaridad)
para solucionar nuestros problemas.
Creo que este incomprendido
cambio de rol ha sido germen de ese sentimiento cuyas consecuencias intento
mostrar. Nuestras vidas se transformaron para siempre pero no dejamos de ser clientes.
Ahora que estamos politizados a la fuerza deberíamos reaccionar como ciudadanos
porque nos han prometido protagonizar los cambios, pero no tenemos la formación
y apenas nos queda tiempo, espacio y energía para sobrevivir. Cualquiera podría
pensar que sería un alivio si la política volviera a ser prescindible y hay
gente muy interesada en ello, a la que le convendría enormemente. Se trata de
la gente que ya tiene poder para hacer valer sus intereses y opiniones y no
necesita que la política exista. Esto lo explica con elogiable sencillez el
filósofo español Daniel Innerarity cuando asegura que hay que defender la
política en nombre de la gente, los intereses y los valores que no podrían
abrirse paso a menos que la política funcione, y bien.
Innerarity tiene claro que la
clase política es mejorable y que sus miembros circulan poco y deberían
sustituirse con más frecuencia, pero asegura que los políticos no son una élite
perversa “que se niega a hacer lo que nosotros sabemos y les decimos que hay
que hacer pero no nos hacen caso, en una suerte de elitismo invertido (el
elitismo de las masas), como si nosotros realmente supiéramos qué es lo que hay
que hacer en político”. De esta manera alimentamos ese sentimiento hacia los
únicos que nos pueden ayudar.
Porque ese sentimiento que nos
impulsa a increpar a los políticos no resultará en nada si no enfrentamos antes
nuestras deficiencias ciudadanas. De nada sirve que les exijamos si somos
complacientes con nuestro clientelismo y si dejamos de participar en los
asuntos colectivos. Todo sería contraproducente y nos acusaría porque, a fin de
cuentas, ese sentimiento sólo es una proyección del que experimentamos hacia
nosotros mismos cada vez que vemos lo que entre todos hicimos con nuestra
sociedad.
30-09-17
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