Por Paulino Betancourt
Figueroa
El 19 de septiembre un
intenso terremoto azotó a México, el mismo día, pero 32 años
después, del terremoto de 1985 que dejó unos 20.000 muertos en la capital. En México,
el número de muertos supera actualmente los 305, con daños aún incalculables a
la infraestructura. Afortunadamente estos terremotos son raros, pero los
terremotos de menor magnitud son comunes. Sólo el año pasado, se registraron
801 terremotos en Japón y más de 50.000 en el resto del mundo.
En esta oportunidad examino
las razones por las que decidimos instalarnos en zonas vulnerables a
terremotos, deslaves, volcanes, huracanes y tsunamis.
Tales acontecimientos naturales violentos, se han convertido en
“desastres” porque hemos optado por vivir en peligro. ¿Por qué nos
exponemos al peligro? Este es un tema complicado con innumerables variables;
por suerte, la conclusión aquí puede ser explicada a través de la estadística y
la psicología.
Una causa central de este
problema es nuestra falta de comprensión de la probabilidad. Los
terremotos, huracanes e inundaciones ocurren en cualquier lugar y momento,
teniendo además una baja probabilidad de suceder. Es así, que la probabilidad
de que ocurra el próximo gran terremoto “Big One” en el sur de California
-magnitud 7 o mayor- es cercana al 100% en los próximos 50 años, pero sólo
tiene dos o tres por ciento de probabilidad por año. Esas bajas probabilidades
de riesgo en el corto plazo, juegan en contra de nuestra percepción sobre el
peligro, desafiando nuestra capacidad de tomar decisiones razonables.
Por otro lado,
un riesgo puede ser sensacionalista porque está en las noticias, en
nuestra pantalla de televisión o porque tenemos recuerdos del riesgo de alguna
experiencia particularmente emocional o significativa. Tales recuerdos son
grabados profundamente y vienen a la mente de manera más poderosa, y nuestro
cerebro sabe que es mejor prestar más atención cuando tales recuerdos surgen.
En Ecuador, científicos del
Instituto Geofísico del Colegio Politécnico Nacional han estado monitoreando
el Cotopaxi, un volcán de 5.897 metros de altura que se encuentra a 50
kilómetros de la Capital, Quito. Desde 1738, ha entrado en erupción más de 50
veces. Los principales fenómenos que ocurren y pueden representar amenazas para
las comunidades cercanas son una lluvia de cenizas, lodo y escombros rocosos.
En el caso de las erupciones
que ocurrieron entre agosto y septiembre del año pasado, las autoridades dieron
la orden de evacuar, diciendo que tenían sólo 30 minutos. La gente corría por
todas partes -era el caos- mostrando que claramente nadie estaba preparado para
tal evento. Lo ocurrido en Ecuador ejemplifica que estos eventos son raros en
su mayoría y muchos de nosotros, que nunca hemos vivido un terremoto, un
huracán de categoría 5 o un incendio forestal fuera de control, no tenemos
ninguna experiencia emocional sobre estas amenazas, recuerdos que
harían que esos peligros estén más “disponibles” en nuestro cerebro.
Y en verdad, asumimos todo
tipo de cosas sobre las probabilidades que son simplemente erróneas. Nuestros
juicios sobre lo que probablemente ocurrirá en el futuro se basan en muestras
pequeñas de lo que nos ha sucedido antes. Es el caso de los apostadores que
piensan de esta manera, y pierden. Pero es precisamente la misma apuesta que
calculan las personas que viven en áreas propensas al desastre. Por
ejemplo, luego de los deslaves de Vargas ocurridos en 1999, las
probabilidades de que vuelva a suceder son ínfimas ¿verdad?
¡Incorrecto! El clima puede cambiar en cualquier momento.
También tenemos problemas con
la aritmética del riesgo ¿Qué riesgo es mayor, 1 en mil, o 1 en un millón? Un
estudio determinó que una persona de cada cinco no podía responder
correctamente a esa pregunta aparentemente simple. Por lo tanto, no entendemos
las probabilidades y nos preocupamos menos por los riesgos poco evidentes con
los que no tenemos una experiencia previa. Como resultado, nos ponemos en
peligro.
Estas limitaciones cognitivas
también dificultan que los organismos de protección civil puedan mantenernos
seguros. En general, la gente se niega a que se le diga que no puede construir
su casa donde hubo un deslave o un incendio forestal anterior, por lo que se
resisten a las ordenanzas municipales de construcción. Ni quiere pagar más por
el seguro si decide vivir en zonas de riesgo
¿Por qué la gente se queda?
hay una respuesta clara, aunque el mayor problema sigue siendo la falta de
conciencia: La gente no sabe acerca de los riesgos potenciales. Los desastres
son raros, por lo tanto la noción de peligro no existe. Algunos simplemente
ignoran el riesgo.
En última instancia, la
cuestión científica y política de la disminución del riesgo se reduce a
la percepción pública. Un desastre severo puede ocurrir una vez cada 10,
50 o 100 años, y la mayoría de la gente, incluyendo a los políticos, no está
dispuesta a invertir en la mitigación y la preparación para tales
acontecimientos ocasionales.
El costo de reducir el riesgo
también puede ser cultural y emocional. Para muchos, un área propensa a
desastres es también donde sus antepasados han estado viviendo por generaciones
y abandonar el lugar donde crecieron los dejaría desarraigados. A veces, una
vida peligrosa es preferible a una pérdida de lugar y cultura de la que no hay
recuperación.
Foto: Ecuavisa
25-09-17
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