Mibelis Acevedo D. 27 de September 27, 2017
@Mibelis
Leónidas,
Espartaco, Rodrigo Díaz de Vivar, Juana de Arco, Simón Bolívar; individuos de
la más variada tesitura y origen, anudados por similar talante: la voluntad
para, picados por un coraje inusual, desafiar la adversidad, actuar en nombre
de la defensa de un colectivo, torcer la suerte a su favor. En su sentido más
épico han sido mentados “héroes”, esa persona que realiza una hazaña admirable,
para la que se requiere mucho valor; son síntesis de los valores más elevados
de una cultura, seres prestos a superarse a sí mismos y sacrificarse por una
utopía. No extraña que ante tal amasijo de excepcionales -casi numinosos-
rasgos, y gracias al mañoso hechizo que a veces urde la memoria colectiva, la
imagen de ese héroe, aunque humano, defectuoso y doliente, aterrice en el
presente dotada de un homérico lustre. Así, sudor y carne mutan en ficción
mitológica, en nuevo Prometeo destinado a robar el fuego sagrado que los
mortales no pudimos procurar por nuestros ajustados medios.
“El
héroe es siempre una propuesta, una encarnación de ideales”, dice Joaquín
Aguirre. En mayor o menor medida, toda civilización necesita forjar sus
titanes, sus propios referentes de grandeza: mitos paridos por el pensamiento
mágico sobre los cuales se asienta la aspiración de descubrir algo “más allá”
de la simple experiencia humana. De allí el gusto por esfumar sus asperezas,
por mirarlos a través de un lente purificador que los devuelve impolutos: la
paradoja es que al someterlos a tal ablución, los apartamos de la circunstancia
específica que los genera, los despojamos de su historicidad, los volvemos
objetos del todo inalcanzables. Borramos nuestro reflejo en ellos, y con eso la
posibilidad de creer que nuestra roñosa realidad también puede convidarnos a lo
notable. Es la nostalgia por ese pasado, avivando la idea de que hay hombres y
gestas “irrepetibles”, lo que a menudo roba trascendencia al hic et nunc.
Tras
el paso de un caudillo que sólo deja un legado mostrenco, el de Venezuela, por
cierto, no ha dejado de ser un pueblo adicto a la esperanza, ávido de salvadores.
En medio del vértigo que nos tocó vivir, no cejamos en el afán de construir
héroes, de idealizarlos, subirlos al pedestal y con idéntico trajín bajarlos de
allí: y la política, es obvio, se ha prestado al tribal retozo. Irónicamente,
mientras la literatura del cómic opta por humanizar a sus legendarios
superhéroes y rescatarlos de la plana tiranía del blanco y negro, a salpicarlos
de vicios y mezquinas miserias, a mostrarlos ocasionalmente débiles, moral o
ideológicamente volubles, la crisis política nos hace implacables respecto a
nuestros propios constructos. Un día levantamos en hombros a un líder, bordamos
su frente de laureles, le endosamos un ardor mesiánico que se nos antoja único;
al otro, con la misma intensidad del fogonazo de la bengala, descubrimos la
finitud de su perfección, la llaga en sus pies, su agotamiento, sus
“claudicaciones”. Y cuando “nos fallan”, ¡Ay!: los destruimos con saña
carnicera. Así de inflexibles somos con nosotros mismos, porque en ellos nos
hemos proyectado. Ni los perdonamos ni nos perdonamos. Demandamos de esos
“héroes” la hazaña incomparable, el milagro. La realidad, lo posible, nunca es
suficiente.
Penoso,
sí, pues la política -en lugar de ser espacio para la creación de realidades
conjuntas a partir de aquello con lo que, de hecho, se cuenta- siempre parece
quedar corta. Cuando la expectativa alza vuelo hacia el Olimpo azuzada por un
premioso “¡Ya!”, y la posibilidad queda pegada al suelo -fea, enteca, aplastada
por el contraste y la altura- la frustración acaba siendo colofón regular.
Abisma que quienes alientan el círculo vicioso no lo adviertan: el retorno al
punto de partida luce a estas alturas la crónica de un resbalón anunciado.
¿No
sería más sano, entonces, forzar a la dirigencia a desterrar el apego por la
demagogia, la moralina invalidante, esa ligereza para prometer lo que,
evidentemente, no podrá cumplir? En ese sentido, a la sociedad toda corresponde
la tarea de hacer las paces con la verdad: por el lado del ciudadano,
entrenarse para apreciar al buen líder (capaz de conectar su discurso con el
ethos mayoritario y responder con concreciones) y distinguirlo del espejismo
heroico, del mero milagro mediático; del lado de la clase política, reconocer
las limitaciones sin renunciar a las metas, adecuar medios a fines, dar piso
objetivo al deseo para que su comunicación -o la falta de ella- no los
sobrepase.
En el
“impuro” terreno de la política y cuando la realidad aprieta pescuezos, no es
lo mismo ofrecer sensatez que delirio, no es igual ser Mandela que Juana de
Arco. He allí el pulso que el liderazgo debe medir antes de entregarse a los
vapores de la rumbosa epopeya, una que con gusto cambiaríamos por el modesto y
sólido cómo, cuándo, con quién, para qué; esa suerte de heroicidad práctica que
pellizca a fondo lo imposible para advertir, efectivamente, cuál de sus grietas
es lo bastante grande para colarnos, y actuar.
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