Por Tomás Páez
La diáspora está integrada por
más de 2 millones de venezolanos, cifra que representa aproximadamente 8% de la
población. Esta novedosa realidad que crece vertiginosamente y está tallando
una nueva geografía de Venezuela, es consecuencia directa de la terrible
inseguridad, impunidad y de la devastación económica que ha producido el modelo
socialista del siglo XXI. Los atributos congénitos e indiscutibles de ese
modelo son: pobreza, escasez y racionamiento.
Esa cantidad de ciudadanos
desparramados por el mundo equivale a la de quienes habitan en el estado
Carabobo, entidad que cuenta con 9 o 10 diputados en la Asamblea Nacional. Al
desagregarlos por regiones encontramos que el número se asemeja al de los
ciudadanos que viven en los estados Yaracuy o Nueva Esparta, cada uno con 5
diputados en el Parlamento nacional. Pese a la formidable magnitud de la
diáspora y su extraordinario desempeño político, esta no puede participar en
las elecciones legislativas, en las regionales o las locales (Venezuela es uno
de los pocos países que excluye esta posibilidad): solo puede hacerlo en una
elección presidencial.
La diáspora no es inmune a la
ruindad de la dictadura, cuyo desprecio por los ciudadanos carece de límites y
desconoce fronteras. Su negativa a aceptar la ayuda humanitaria que han
ofrecido los demócratas y organizaciones en todo el mundo revela el desprecio
por quienes fallecen o sufren de desnutrición, como consecuencia de la escasez
de medicinas y alimentos. Los prefieren muertos antes que reconocer su
monumental fracaso. Igualmente, desprecia a los estudiantes, jubilados y
pensionados que viven en las “nuevas fronteras de Venezuela”, a quienes les
niegan el derecho de adquirir las divisas para poder sobrevivir.
El régimen está tercamente
empeñado en destruir el valor del bolívar y su capacidad para pagar bienes y
servicios. El ingreso de la inmensa mayoría de los venezolanos solo alcanza
para cubrir una pequeña porción del costo de la canasta básica, y convertido a
divisas, al precio de las únicas que puede adquirir el ciudadano, el salario se
sitúa entre 10 y 30 dólares, entre los más bajos de Latinoamérica. Con ese
ingreso los jubilados y pensionados no tienen posibilidad de sobrevivir. Hasta
en esto calcan a la dictadura cubana.
Tampoco los estudiantes pueden
culminar sus estudios por razones similares, imposibilidad de comprar las
divisas, y el régimen llega al extremo de incumplir acuerdos bilaterales en el
tema de las pensiones, etc. También sufren la situación aquellos a quienes la
dictadura convierte en indocumentados. Una cita para acceder a un pasaporte
puede demorarse más de un año y sin garantías de que después de concertada le
sea entregado el documento. Quienes viajaron al exterior cuando eran niños y
adolescentes o los que han nacido fuera de Venezuela no pueden acceder a la
cédula de identidad, por lo que también se convierten en indocumentados de su
país de origen. Con este gesto hacen recordar la canción “el que se fue no hace
falta”.
Los venezolanos de la
diáspora, como cualquier ciudadano del mundo, deben producir los recursos para
hacer su vida: pago de vivienda, alimentación, transporte, colegio, etc. Son
conscientes de que deben acoplarse a una nueva realidad social e institucional,
que los obliga a poner en tensión todas sus capacidades y habilidades y toda su
disposición a aprender y trabajar duro. Muchos se han convertido en “cirujanos
del currículum” para encontrar un puesto de trabajo.
En este esfuerzo se inventan y
reinventan, adquieren nuevas habilidades y competencias, incursionan en áreas
de trabajo novedosas. Son “resilientes”, pues su actitud es “la de ir hacia
adelante después de haber padecido un golpe (Cyrunlik, 2003). No existe el
miedo al trabajo porque entienden que este dignifica y de ese modo van
construyendo el terreno para su desarrollo personal. En palabras de un amigo
que había sido inmigrante en Venezuela, “no podía regresar a su país de origen
porque no se podía dar el lujo de fracasar”. Entre esa historia y la de la
actual migración venezolana hay una enorme distancia, la nuestra ha sido
forzada y forzosa.
Además de trabajar, adelantan
iniciativas en el plano político y social. La mayoría de quienes integran la
diáspora comprenden y valoran la importancia de las libertades y de la
democracia para el desarrollo, y por ello la defienden todos los días. Después
de la amarga pesadilla de lo que ocurre en Venezuela son más conscientes de que
los espacios no se pueden ceder pues cualquier concesión, por mínima que sea,
la aprovechan los enemigos de la libertad. La otra parte, la minoría, está
formada por los testaferros y los “empresarios mercenarios y sanguijuela” que
pretenden disfrutar de los recursos que esquilmaron a todos los venezolanos.
Ese hurto, cifrado en
centenares de miles de millones de dólares, ha tenido un importante papel en la
crisis humanitaria que sufren los venezolanos. Se suman a estos, aunque en
ocasiones son socios, quienes lideran los carteles de la droga, varios de ellos
plenamente identificados o presos en las cárceles estadounidenses. En este
terreno la diáspora está haciendo un esfuerzo de documentación de los casos y
le ha pedido a los gobiernos de los países de acogida que eviten convertirse en
“lavanderías de dinero mal habido”, con el fin de que la justicia pueda actuar
y sancionarlos debidamente.
La diáspora participa
desnudando la devastadora crisis humanitaria que ha denunciado desde el año
pasado el secretario general de las Naciones Unidas. Advierten ante el mundo y
ante los organismos internacionales los crímenes de lesa humanidad que ha
cometido la dictadura; demandan la libertad de los rehenes políticos, a quienes
el gobierno usa como medios de negociación, hacen público los ataques a la
libertad de expresión, etc.
Denuncian y presentan la
situación de Venezuela. Hablar del país hoy obliga a hacer referencia a las
relaciones próximas del gobierno con Irán y los grupos integristas y a las
denuncias hechas de representantes del gobierno por sus vinculaciones con el
narcotráfico. En esas explicaciones se alude a las estrechas y fluidas
relaciones que mantiene con partidos y grupos políticos en México, Francia,
Colombia, España, Estados Unidos, entre otros, que remedan los discursos y
“eslóganes” del régimen venezolano. En la denuncia del carácter totalitario de
estos proyectos políticos, la diáspora participa acompañando a los partidos y
organizaciones demócratas en todo el mundo.
La nueva realidad geográfica y
política que la diáspora está tallando, obliga a reflexionar sobre la política
internacional de los partidos políticos democráticos venezolanos, del
Parlamento y de la estrategia unitaria para salir de la pesadilla actual y para
la reconstrucción del país.
Un aspecto de la política está
referido al tema electoral. La magnitud de la diáspora (8% de la población)
puede resultar decisivo en cualquier contienda electoral. Lo demostró el
resultado de la reciente consulta popular. Allí el número de votos en el
exterior representó aproximadamente 10% del total de los sufragios. Además,
muchos ejercen también su derecho al voto en el país de acogida y de esta
manera pueden influir en los resultados electorales.
Otro aspecto es el relacionado
con los problemas y realidades particulares de la diáspora, algunos de los
cuales hemos mencionado, a los que los partidos políticos y el Parlamento deben
prestar atención: la necesidad de facilitar la inscripción del mayor número de
venezolanos en el registro electoral, los temas de las solicitudes de asilo y
de aquellas que han sido denegadas, la situación de los venezolanos en
situación de calle, la de un régimen que convierte a sus ciudadanos en
indocumentados, por solo apuntar los temas más descollantes.
La diáspora contiene un inmenso
potencial para el proceso de recuperación de la democracia y la reconstrucción
del país. Para ello es necesario comenzar a pensar y diseñar políticas públicas
que favorezcan y posibiliten su participación. Afortunadamente, contamos con
los más importantes: su interés y compromiso en ser partícipes de esa
transición a la modernidad y la decencia.
Las razones esbozadas sirven
para justificar la necesidad de reflexionar acerca de la urgente obligación de
asegurar una mejor coordinación, un mayor reconocimiento y articulación de la
diáspora en el despliegue de una estrategia internacional. Es conveniente que
la política que se ponga en marcha cuente con el respaldo y la capacidad
multiplicadora de centenares de miles de embajadores en todo el mundo. Sumar voluntades
hace más efectiva la política y evita ruidos innecesarios que la afectan
negativamente. Asimismo, es importante incluir, por las razones expuestas, la
realidad de la situación de la diáspora en la estrategia internacional e
incorporar su potencial en el proceso de reconstrucción de Venezuela.
22-09-17
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