Fernando Mires 24 de septiembre de 2017
Dentro
de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada. Ese
lema guía a los demócratas catalanes, españoles y venezolanos. Y tienen razón.
Sin una Constitución, no hay ciudadanos, solo siervos. La lucha democrática en
ambas naciones deberá ser constitucional o no ser. Queramos o no, la suerte de
los latinoamericanos sigue, por lo menos simbólicamente, vinculada a España. Y
al revés también.
1.
La
frase que da título al presente texto suena parecido a la que Fidel Castro
dirigiera a los artistas y escritores cubanos: ¡Dentro de la revolución
todo, fuera de la revolución nada! Lo parecido no quita, sin embargo,
lo distinto. Ambas frases significan más bien lo contrario. Pues la revolución
solo es válida para los revolucionarios y, alabado sea Dios, no todos los seres
humanos lo son. En cambio la Constitución es válida para todos los ciudadanos
de un país. Como el nombre lo dice, la Constitución es el acta que
constituye a los habitantes de una nación como ciudadanos. De tal modo, no
acatar el mandato de la Constitución significa situarse en contra de la nación
jurídica y políticamente constituida.
Es
cierto, hay juristas que dicen: “revolución es fuente de legitimidad”. Pero es
una verdad a medias: una revolución solo puede ser fuente de legitimidad cuando
ha dado origen a una nueva Constitución aprobada por la mayoría del pueblo
convocado a través de un acto constituyente. Antes de ese acto ninguna
revolución puede ser legítima y mecho menos legal.
La
legalidad no es lo mismo que la legitimidad, pero sin legalidad no puede haber
legitimidad, a no ser que, como estamos viendo en Cataluña
y en Venezuela, una mayoría parlamentaria ocasional –es la de Cataluña- o una
minoría parlamentaria absoluta- es la de Venezuela- declare legítimo lo que
ella decida sin consultar a la Constitución, es decir, más allá (y por lo
mismo, fuera) de la ley.
¿Qué
tiene que ver Cataluña con Venezuela? Solo una cosa: en ambas está siendo
perpetrado un flagrante desacato a la Constitución en nombre de principios que
se encontrarían supuestamente situados por sobre ella.El principio sobre- (y
anti) constitucional se llama en Cataluña independencia nacional.
En Venezuela, como en Cuba se llama, la revolución.
En
Cataluña, detrás del plebiscito llamado a decretar la independencia, no solo
hay nacionalistas. Estos conforman un antiguo, respetable y
minoritario tronco cuyas raíces son tan profundas como la misma Cataluña. El
problema es que a esos históricos notables se suman hoy miembros de una clase
política cuya aspiración común es llegar a ser clase dominante sobre una nación
escindida. Izquierdas y derechas unidas, han logrado convertir a la palabra
independencia en un “significante vacío” en nombre del cual se
articulan múltiples intereses y visiones políticas.
Definitivamente en
Cataluña se está viviendo el clímax de un momento nacional-populista. En
momentos como estos lamento la muerte de Ernesto Laclau. El pensador argentino
se habría dado un festín analizando al independentismo catalán como acabada
expresión de un fenómeno populista. Extremadamente político y, por lo mismo,
extremadamente anticonstitucional.
Alrededor
de la palabra independencia hay de todo: desde conservadores de
recia estirpe, pasando por fascistoides que imaginan pertenecer a una cultura
superior, atravesando oligarquías y cacicazgos provincianos, también partidos y
partiduchos recién aparecidos, incluyendo politiqueros de ocasión, sin olvidar
a seres sin identidad – los hay en todos los países del mundo- cuyo último
recurso es declararse miembro de una “nación imaginaria” (Benedict Anderson), y
por supuesto, no falta una izquierda heterogénea y oportunista agrupada en
amontonamientos como la CUP y Podemos, hasta llegar a esa masa simplemente
descontenta con los altos montos impositivos y con la política social del PP.
Cada grupo portando un ideal de nación catalana diferente e incluso, opuesta a
la de los otros grupos. Pero, a la vez, todos unidos en contra de la
Constitución. Si hubiera un lema para ellos, ese debería ser: Fuera de
la Constitución todo, dentro de la Constitución nada.
El
gobierno democráticamente elegido de España, el constitucional de Rajoy puede
gustar o no. Pero ese gobierno no ha violado a la Constitución. Esa
Constitución ha sido violada por los llamados independentistas quienes intentan
realizar una subversión - sí, digámoslo claro: una subversión- en contra
de la Constitución. En ese sentido podríamos hablar de subversiones
democráticas y antidemocráticas. Las primeras surgen en contra de un orden
tiránico, las segundas en contra de un orden democrático y constitucional.
2.
Chávez, a diferencias de Maduro, al proclamar su revolución, no rompió con la Constitución. Solo impuso una nueva, aprobada por mayoría nacional. Maduro, en cambio, rompió con la Constitución de 1999 en nombre de una constituyente inventada por su secta cívico-militar con el objetivo de liquidar a la Asamblea Nacional y a la Constitución, ambas aprobadas por la mayoría del pueblo venezolano. Con ello –en ese punto tienen razón formal los disidentes del chavismo- Maduro, al romper con “la Constitución de Chávez”, rompió con la revolución de Chávez.
La
constituyente de Maduro no fue sino un intento para dar forma jurídica el
tránsito que va desde un gobierno constitucional hacia una simple dictadura
militar, una más en el largo historial del continente.Pero
la constituyente de Maduro no constituye a nada. Por su origen, por su forma,
por su sentido y, sobre todo, por su ratificación mediante el acto
electoral más tramposo habido en la historia electoral de América Latina, no es
una constituyente. Así se explica por qué, obedeciendo a un instinto casi
animal, Maduro ha sido el único gobernante que ha saludado la destrucción de la
Constitución de España, en estos momentos perpetrada por el secesionismo
catalán. Vergüenza para Puigdemont,
Junqueras, Forcadell, Colau y otros, llegar a ser
defendidos por un dictador sudamericano con el que casi ningún gobernante
democrático de la tierra quiere fotografiarse.
La
subversión anti-constitucional – tal vez ocasionalmente mayoritaria en
Cataluña- está golpeando las puertas de España y Venezuela. Por
eso, si lograra imponerse gracias al momento populista que hoy vive Cataluña,
un futuro gobierno catalán sería tan anticonstitucional como lo es hoy el de
Venezuela. Ya lo advirtió el parlamento europeo: los catalanes deben elegir
entre pertenecer a una nación fragmentada, autoritaria y populista o a una
España democrática, con todos sus defectos, que son muchos y con todas
sus virtudes, que son más.
¿Llegará
el momento en el cual los demócratas catalanes deberán aprender de las
experiencias de la oposición venezolana? En un mundo global como el que
vivimos, hasta eso puede ser posible.
Los
demócratas venezolanos han librado una larguísima batalla en nombre de la
Constitución. Comenzó con la defensa de la vía electoral,
representada primero en la lucha por el revocatorio. Continuó en las épicas
recolecciones de firmas destinadas a imponer las elecciones regionales
bloqueadas por el régimen al que hoy se suma una minoría extremista opositora.
Culminó con la multitudinaria defensa de la AN, objeto de persecuciones de
parte del oficialista TSJ.
El
punto más alto de las grandes demostraciones iniciadas en abril fue alcanzado
cuando la Constitución intentó ser sustituida por una constituyente orientada a
suprimir el sufragio universal consagrado en todas las constituciones
democráticas del mundo. La consulta popular del 16 de Junio confirmaría a su
vez el sesgo constitucionalista del movimiento democrático. Y, no por
último, la defensa de la Constitución hizo posible que Julio Borges, en
su condición de Presidente de la AN, hubiera sido recibido por los gobiernos
más democráticos del mundo como un verdadero mandatario.
No
fueron las violaciones a los derechos humanos, ni los mártires, ni los presos
políticos, los hechos que provocaron el estallido de solidaridad internacional
con Venezuela. Si fuera así, habría sucedido lo mismo con Siria. La
solidaridad internacional surgió, antes que nada, gracias a la vocación
constitucional y, por lo mismo, electoral, del movimiento democrático
venezolano.
Sin la
Constitución la oposición no existiría del mismo modo como la Constitución
habría muerto sin la lucha de la oposición. Lucha que no ha sido vertical sino
cíclica. Lucha que nadie sabe cuando ni como culminará. Pero si en octubre del
2017 la oposición democrática logra marcar en las elecciones regionales la
contradicción fundamental – Constitución Nacional o constituyente dictatorial-
podrían, esas elecciones, adquirir –como anticipó Julio Borges- la forma de un
plebiscito. Esa es la razón por la cual la Constitución no debe ser
negociada por nadie. Las elecciones tampoco.
Las
elecciones regionales son constitucionales y la constituyente es
anticonstitucional. Anticonstitucional es también cualquier
intento por dar reconocimiento a la constituyente. No hay como equivocarse en
ese punto. Por esa razón, no votar en las regionales de octubre es lo
mismo que votar a favor de la constituyente de Nicolás Maduro.
Dentro
de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada. Ese
lema guía a los demócratas catalanes, españoles y venezolanos. Y tienen razón.
Sin una Constitución, no hay ciudadanos, solo siervos. La lucha democrática en
ambas naciones deberá ser constitucional o no ser. Queramos o no, la suerte de
los latinoamericanos sigue, por lo menos simbólicamente, vinculada a España. Y
al revés también.
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