ENRIQUE MÁRQUEZ 25 de septiembre de 2017
La racionalidad económica indica que
nadie debe intentar gastar más de lo que recibe como ingresos. Quien quebranta
este mandato, aterriza siempre en el mismo escenario: quiebra, endeudamiento y
miseria. En Venezuela tenemos un refrán que lo resume: cada quien se arropa
hasta donde le da la cobija. Un
razonamiento que tiene validez para cualquier economía familiar, para la
gerencia empresarial y la administración de un estado o un país.
Esta sencilla lección del sentido
común no ha sido aplicada. Se tropieza obstinadamente con la misma piedra, se
reciclan los mismos errores y se profundiza la debacle económica. Venezuela ha
sido manejada, una y otra vez, con el criterio de un mal padre de familia, muy
derrochador cuando tiene mucho y muy irresponsable cuando merman los ingresos.
Durante el gobierno de Hugo Chávez el
petróleo se cotizó a precios jamás alcanzados y Venezuela vivió la bonanza de
ingresos más prolongada de toda su historia. Sin embargo, el progreso económico
y el bienestar social no lograron despegar. Al contrario, por mal modelo y
peor administración, Venezuela
despilfarró sus ingresos en un crecimiento sin precedentes del gasto público,
multiplicando las empresas del estado y hasta regalando nuestra riqueza para
ganar respaldos políticos en el continente y el mundo.
Injustificadamente se incrementó la
deuda de la República a niveles no conocidos. Se pidió prestado a cuenta de la
bonanza y se malgasto lo prestado. No se conocen obras de infraestructura que
hayan asegurado la prestación del servicio de agua potable y electricidad, que
hayan mejorado la vialidad del país o que hubieren multiplicado los hospitales
y las escuelas. El gobierno de Chávez se dedicó a correr tras una ideología
equivocada, buscando la igualdad de los venezolanos a través de la destrucción
del aparato productivo, la persecución
de sus empresarios y el cercenamiento de las libertades. Tras esa carrera
desenfrenada, cuando acabó el tiempo de las vacas gordas, todos nos descubrimos
más pobres y menos iguales.
A Nicolás Maduro le ha tocado administrar
otra época, la de los bajos ingresos petroleros, y se empeñó en hacerlo peor
que su predecesor. En lugar de apretarle el cinturón al gobierno, se lo angostó
a la gente. Perpetró uno de los mayores crímenes que un gobierno puede cometer
en contra de su pueblo: imponer la pobreza a la fuerza. En vez de jerarquizar
el gasto decidió financiar el agujero fiscal, estimulando una economía
inflacionaria y con la complicidad del BCV abrió las compuertas de la emisión
de dinero inorgánico.
El gobierno financia sus gastos, cada
vez más altos, con dinero que imprime sin respaldo real, y que inyecta a una
destruida economía con muy baja oferta de bienes y servicios, generando el
resultado que todos los economistas del mundo llaman a evitar: un descomunal y
continuo incremento de todos los precios que hace imposible que la mayoría
pueda adquirir medicinas y alimentos esenciales para vivir. Aumento de precios
aún más dramático porque junto con la destrucción de la producción el gobierno
le asesta, con la escasez, otro mazazo a la economía familiar de los
venezolanos.
La inflación es un “crimen
premeditado” cometido por el gobierno porque se niega a recortar sus gastos y
corregir el camino equivocado. Le importa más acuñar su modelo que dejar de
imponerle más pobreza y miseria a toda la sociedad. Nicolás Maduro ha tomado
decisiones económicas a conciencia de sus resultados catastróficos y ha
utilizado la fuerza para intentar doblegar la justa protesta de las mayorías. A
Dios gracias no ha podido ni podrá doblegar la voluntad de un pueblo que está
decidido a conquistar los cambios que hay que hacer en Venezuela.
La inflación es un impuesto que se
debe pagar a la fuerza para financiar al gobierno. El pueblo debe pagar los
productos y los servicios cada vez más caros, a medida que la espiral
inflacionaria, convierte la moneda y el salario en sal y agua. Nuestra canasta
alimentaria, según el CENDAS, ya supera los dos millones de bolívares
fuertes, número que muestra la imposible
labor de alimentar a una familia con los niveles salariales que mantiene el
gobierno. Es así como es a los pobres a quienes más se les saca el dinero del
bolsillo para transferirlo a las cuentas particulares de la clase gobernante.
El Nuevo País que queremos con
urgencia requiere que esta situación sea revertida a través de la
implementación de políticas públicas responsables y coherentes, para detener el
crimen inflacionario y evitar que la pobreza siga expandiéndose. Sin llegar al
análisis exhaustivo, proponemos como vitales la adopción de las siguientes:
– Sincerar el gasto público y
establecer un nivel máximo de gastos al gobierno atado a lo que pueda recabar
en impuestos, eliminando egresos dispendiosos para focalizarse en las
necesidades prioritarias de la gente y la reconstrucción de calidad de vida
para todos.
– Reformar la Ley Orgánica del BCV
para devolver su autonomía de funcionamiento y la misión constitucional de
defender la moneda. Proponemos que el BCV coloque un tope a la variación
interanual de la cantidad de moneda en circulación, dejando de imprimir dinero
inorgánico.
– Permitir un tipo de cambio en
torno a sus valores de equilibrio y desmontar el control de cambios. Esta
política debe ser adoptada analizando la dinámica del llamado mercado paralelo
y generando sustentabilidad a la moneda.
– Suspender los controles de
precios que no sólo han sido inútiles en la lucha contra la inflación, sino que
generan la caída en la oferta de productos y servicios.
– Aplicar con sentido de solidaridad y
de integración social responsable un plan de subsidio directo a las familias
más pobres dentro de una visión progresista que permita a toda la sociedad
acompañar a un nuevo gobierno en el camino de recuperación de la economía
nacional y el restablecimiento de una democracia socialmente avanzada.
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