Mibelis Acevedo Donís 07 de abril de 2018
Casi
dos décadas de empeño del poder por normalizar las anomalías, han hecho que el
“destrudo” -esa energía del impulso destructivo que según Edoardo Weiss se
opone a la libido, al impulso creador- se esparza como hiedra venenosa, que
intente ocupar a juro todos los espacios de nuestra existencia, aún aquellos
cuyas anatomías resisten mejor la odiosa embestida. Ha sido, sigue siendo también
una lidia fragosa contra la pulsión de muerte, contra esa tendencia a abandonar
la lucha de la vida y retornar a un estado inanimado: Eros contra Thanatos,
puja inevitable, en verdad, pues paradójicamente y desde el punto de vista
psicoanalítico se trata además de la tensión entre extremos por lograr el
equilibrio. El instinto de muerte vendría así a balancear la propensión de los
organismos a hacer lo que atiende a la exclusiva satisfacción de sus apetitos,
aquello que les da placer.
Podría
pensarse entonces que la aceptación de ambos principios en política serviría
para ajustar la brújula que apunta hacia la consecución del objeto de nuestros
deseos, lo que le daría carne y finitud a la idea, visión del terreno
imperfecto, lo que confrontaría el embelesado apego con las aristas oscuras de
la realidad. Una síntesis que se concretaría en un resultado ajeno al callejón
del narcisismo y las “buenas intenciones” sin mayor esqueleto estratégico. No
procurar ese equilibrio entre una y otra pulsión, por el contrario, amén de
negar la naturaleza dual de lo humano (¿y qué actividad más humana que la
política?) podría condenarnos al infructuoso desbordamiento: y elegir no la
pasión que aviva, sino la pasión que mata.
Pero
parece obvio que es el Thanatos lo que hoy va haciendo casa en los traumados
espíritus de buena parte de los venezolanos. Frente a la idealización romántica
del contexto y el ciego voluntarismo, por un lado, los sentimientos de
autodestrucción y derrotismo se ciernen como mala sombra, para gozo de los del
régimen. Cuesta transitar en medio del bosque de ofensas, la fragmentación
opositora, el ataque entre viejos aliados, las amenazas a quienes optan por
organizarse electoralmente, la resentida demanda del mea-culpa, la
imposibilidad de perdonar, al mismo tiempo; la injuria vengativa que pisotea
reputaciones, la recriminación mutua, la parálisis de los políticos de oficio,
el desolador canje de la oferta de “acertar juntos” por la aridez del
“equivocarse juntos”. Es como si el fracaso hubiese plantado su bandera de
antemano y la perspectiva se hubiese reducido a esperar dignamente que baje la
hoja filuda de la guillotina; como si lo que está por pasar se escapase de
nuestras manos, del influjo de la acción colectiva y concertada, y hubiese que endosar
toda solución a terceros. Dios, incluido.
Los
errores recientes (muchos, de paso, rejuvenecidos y rebautizados a conveniencia
de sus autores, y desempolvados terca y crónicamente desde 2005) han hecho lo
suyo, sin duda. La desconfianza pica con rabia los corazones y compromete los
afanes de la razón ciudadana. Más allá de la duda respecto al obsceno
ventajismo oficialista, el “¿para qué participar si igual mi voto no servirá de
nada, si nadie lo defenderá?” (lo cual equivale a decir “para qué apostar a un
inicio, si la muerte es inevitable”) igual habla de la decepción por la falta
de respuestas de los partidos, del ancla que la crisis del liderazgo ha colgado
a la motivación, al impulso de vida. Junto al abatimiento y la rendición sin
antes haber intentado algún plan de defensa organizada, el virus del fatalismo
-como negación de la responsabilidad humana frente a la tiranía del fatum– y la
idea de la “invencibilidad” del adversario, aparecen para justificar la
retirada. Es el naufragio de la política y el hacer juntos vs el triunfo del
pathos, la blanda aceptación de la emoción sufriente. “El culpable no soy yo,
sino Zeus y el destino que determinan que actúe así”: de pronto nos convertimos
en trágicos personajes homéricos que esperan migajas de los dioses.
En el
palco, claro, están quienes no pueden menos que aplaudir mientras la tragedia
transcurre: tratándose del adversario, cada brío cobrado por el pesimismo es
ganancia para los autócratas, los eternos diletantes del destrudo. La
desmovilización política como corolario de esa postración es una de sus
primeras metas, y a ella se han volcado tan eficazmente que ahora la sola
palabra basta para anular la potencia del presente, la proyección reflexiva de
nuestra voluntad sobre el futuro. “Nunca entregaremos el poder”: y es como si
el oráculo hubiese hablado a través de la Sibila para desarmar cualquier
conatus.
¿Qué
le espera a una sociedad dividida, atomizada, atajada por sus fantasmas,
incapaz de mirar más allá de sus prejuicios, roturas y dolores, incapaz por
tanto de ponerse de acuerdo para sacar provecho a sus fortalezas, a su hambre
de ser? La previsión puede ser demoledora: pero advertirla quizás nos obligue a
juntarnos antes de que Thanatos nos robe todo aliento, antes de que su embrujo
nos gane la partida.
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