Por Hugo Prieto
En esta ocasión la propuesta
no encaja, o adquiere una complejidad inusitada. Contraponer las opiniones —y
en alguna medida la obra poética de Luis Moreno Villamediana— frente a un país
llamado Venezuela, finalmente, no ha fraguado como un metal precioso.
Todo lo contrario. Y aquí bien podría caber la expresión de que todo lo que
brilla no es oro.
Moreno Villamediana ha
tenido el valor de arriesgarse en una búsqueda, en una experimentación, que lo
ha llevado a insubordinarse contra sus propias creencias, contra su propia
ingenuidad, contra todo lo que suponía era el objeto de la poesía en sus años
de juventud. Lo ha hecho como una reflexión en continuo ejercicio en sus obras
más recientes: La frase y Otono (sic). También lo ha hecho
incorporando textos de otros autores, “según la conveniencia del libro que
estoy escribiendo”.
Esta es una voz compleja,
que además añade otras voces y otras complejidades. Es una subjetividad donde
permea lo local, lo nacional y lo nacional foráneo. Es por tanto un antídoto
contra la intolerancia, no en su vertiente política sino cultural. Ahí es donde
corre el telón y el escenario se amplía para asimilar un discurso que
necesariamente se antepone a la falsificación y la manipulación. Lo que queda
al desnudo es la simplificación que ha hecho de la subjetividad colectiva de
los venezolanos el proyecto chavista. Es esta pobreza, en todos los sentidos,
con la que enfrentamos la esperanza o la desesperanza. Es este caos en el que
vivimos. Esta confusión.
La década de 1990 marcó a
toda tu generación. Fue una etapa convulsa, una marejada, los antecedentes de
lo que estamos viviendo, pero que además necesitaban una resolución. ¿Cómo
influyó esa década en su vida, en la forma en que asumió la poesía y su trabajo
docente?
Ciertamente, la década del
90 se inició con el fin de la carrera universitaria. Ya eso implica un cambio,
incluso psicológico. Culminó un periodo de preparación, adiestramiento y
formación, de compartir ciertos intereses intelectuales. Implicó, además, la
necesidad de ingresar al mercado de trabajo con todas las vaguedades e
incertidumbre que eso trae consigo, la pregunta ¿Ahora qué puede ocurrir, no?
Fue un desvío, no necesariamente desfavorable. En términos de lo que la
Historia contiene, la década del 90 comienza arrastrando todos los
acontecimientos del Caracazo. Recuerdo que en clase de semántica llegamos a la
conclusión de que las medidas económicas que se tomaron no iban a traer mayores
conflictos, entre otras cosas, porque el pueblo venezolano siempre se había
mostrado resignado, ante ciertos decretos que no eran precisamente favorables
para ellos. Lo más revelador es que dos horas después, en la puerta de la
Universidad que lleva a la Facultad de Humanidades, ya había gente quemando
cauchos. Al llegar a mi casa, vi las imágenes que transmitía la televisión.
Sí, fue uno de los episodios
más oscuros de la democracia venezolana, pero también un hito que marca un
antes y un después.
Se da esa confluencia de
cosas, una cierta ingenuidad política de finales de los 80, de idealismo
político, ciertamente de izquierda, en mi caso y el choque con un
acontecimiento novedoso para todos nosotros. Años después, leyendo los diarios
de Victoria de Stefano, ella recuerda que el Caracazo fue para los jóvenes una
situación completamente inédita. No conocíamos lo que era un toque de queda,
por ejemplo, o la presencia arrasadora de las fuerzas armadas en las calles,
cometiendo crímenes impunemente. Eso, sin duda, define posiciones de tipo
político e intelectual. Una suerte de desvirgamiento. Aparte de eso, fueron
años en los que comencé a escribir, digamos, con mayor obsesión, con mayor
continuidad.
¿También implicó un cambio
en su trabajo personal?
Hay una continuidad a partir
de entonces, que no se ligaba a la idea de la escritura como expresión o como
confesión, incluso, sino que hay un cierto sentido de profesionalización, que
en mi caso tiene que ver con la preparación de ciertos hábitos y su repetición
constante. Eso fue lo que justamente pasó conmigo en esa época.
El tema de la subjetividad
está muy presente en su trabajo. ¿Qué le trajo esa exploración? ¿Qué podrías
decir de ella?
En mi caso, desde joven
incluso, he visto la subjetividad como una suerte de añadido, una especie de
máscara, que es puramente contingente, más que como un fondo de autenticidad
que uno debe explorar, digamos, para mostrarlo públicamente. A partir de los 27
años, de la lectura de Rayuela, y más específicamente de la edición hecha por
los Biblioteca Ayacucho, y del prólogo que hablaba de los vínculos de esa novela
con el budismo zen, comencé a estudiar esa corriente, pero advertí muy pronto
que la disciplina que esa práctica exigía no era lo mío. Lo que sí se instauró
en mí fue una relación un poco más irónica, distante, y alejada de toda
ceremonia con esa subjetividad. Creo que explorar esa subjetividad supone,
entre otras cosas, declararla como una suerte de construcción, como una suerte
de aparato o un artificio; y aquí artificio no se refiere a algo desdeñable,
sino como algo que no existe como una especie de núcleo invariable e inmutable.
Creo que eso es importante para mí, la subjetividad como una especie de traje
que se puede intercambiar, conservando algunos gestos elegantes.
¿Fue algo ex profeso?
¿Producto de algo que lo perturbaba? ¿Lo incomodó esa exploración?
En realidad, no. En términos
metafísicos soy bastante aburrido, porque no he tenido esas angustias, esos
abismos con relación a mi propia existencia. Pero sí se estableció en mí, a
partir de esas lecturas del budismo zen, cierta calma en relación con el tema
de la subjetividad; paradójicamente me distancié. Desde entonces a la fecha,
las circunstancias históricas no han hecho mella en esa distancia, un poco
burlona, que mantengo conmigo mismo. Los abismos provienen de otra fuente y no
de lo que se supone que yo soy o debería ser.
¿Puede haber una
subjetividad colectiva?
La hay, ciertamente, de la
misma forma como hay una memoria colectiva. Entre todos componemos maneras de
ser de naturaleza histórica, hay que subrayar eso. No es una subjetividad
metafísica, sino que está vinculada a circunstancias atemporales y definen, de
alguna manera vaga, si cabe el término, los contornos de un país. Yo no creo
que haya una ontología de lo nacional como lo plantearon algunos autores
españoles a partir de la generación del 98 que, debido a las catástrofes
históricas y a las pérdidas de las últimas colonias del Imperio pensaban que
había que redescubrir ¿Qué es lo que somos los españoles? Yo creo que
nosotros debemos de olvidarnos de establecer o esclarecer qué es lo que somos
los venezolanos, porque los venezolanos tenemos una subjetividad bastante
elástica, cosa que había que agradecer y se muestra, entre otras cosas, en el
tratamiento de las migraciones, en la noción de ritos y ceremonias que
provienen de otros lugares, en la propia gastronomía. A cualquier venezolano le
parecería una comida nacional no sólo las arepas y las empanadas, sino también
las pizzas y los shawarmas. Creo que tenemos esa tolerancia, que
muchas veces se critica como una alienación o traición a principios nacionales,
pero no, es una disposición a ser subjetivo, si no de una manera global al
menos de una forma abierta.
¿No cree que esa elasticidad
perdió tonalidad en medio de esta crispación política que estamos viviendo?
Yo creo que sí, de hecho, el
chavismo en la propuesta de la constituyente del año 99, ya estableció límites
a la participación y a la tolerancia, al no admitir la posibilidad de que los
venezolanos por naturalización tomaran parte en ese conjunto de decisiones,
¿no? Esa búsqueda de lo originario como si fuese una pepita de oro, incapaz de
metamorfosearse trajo mucho daño y estableció un tipo de relaciones entre el
poder y el Estado chavista y el resto de la población. Y señalar al extranjero,
una y una y otra vez, como el responsable, el culpable, de nuestros males, como
si fuera un virus traído de más allá de las fronteras, marcó y limitó ese tipo
de apertura que parecía tan natural históricamente en Venezuela. Yo creo que el
tema de lo originario es algo que tendrá que revisarse como una falsificación,
como una manipulación, que quisieron usar a su favor.
En uno de tus
poemas (Un suanche tiene derecho a voz y voto) le hablas al <>
para que a su vez el <> diga: “Señores déjenme en paz, de muerte natural
quiero irme al infierno”. ¿Qué le diría al <> ahora?
Habría que decirle aparece
de una buena vez y hazte accesible para toda la población. En ese poema hablaba
de la posibilidad de que el objeto no cumpliera con el fin que suponemos para
él. El hecho de que el pan sea un alimento conlleva a pensar que debe ser
mordido y debe ser digerido. Quizás existía la posibilidad de que quedara como
una suerte de cultura que podía expirar, que podía decaer y buscar su propio
infierno. El infierno definido en tanto sea la ocasión de ser organizado
individualmente, aunque la norma lo considere perverso en este caso. Creo que
uno tiene la libertad de tomar ciertas decisiones que pueden incluso atentar
contra uno, pero que no deberían atentar contra los demás. El pan, entonces,
tendría que tener ese derecho.
Visto en perspectiva, y lo
que estamos viviendo, se viene a confirmar lo que usted estaba avizorando en
ese poema.
Quizás uno sin quererlo y
sin celebrarlo puede adivinar o prever algunas cosas. No estoy seguro, pero
creo que el pan, en tanto que alimento fundamental y cotidiano, se ha
convertido en una rareza. El poder del chavismo nos hace enfrentar la
cotidianidad con un cierto sentido de extrañeza y una extraña sensación de
júbilo cuando conseguimos un alimento que debería estar allí, por siempre. Una
suerte de desvío vinculado, justamente, con todo el horror que se ha
instaurado.
En su poesía, me aventuro a
decir, hay un juego de palabras y de contraposiciones, de ser y no ser, de
estar y no estar, es un pálpito en su libro. ¿Somos seres tan elusivos, tan
contradictorios, tan inacabados?
Lo somos, lo somos. Es algo
que está vinculado con la confusión de nuestra propia lengua. Quienes hemos
dado clases de castellano a estudiantes norteamericanos, sólo por poner un
ejemplo, nos damos cuenta de cómo patinan, justamente, al decidir qué verbo
debe utilizarse en una oración, si es ser o estar, y entonces ellos dicen: yo
soy 20 años, por ejemplo, para decir la edad que tienen. A partir de ahí uno
hace reflexiones de cómo el lenguaje tiene relación con la subjetividad, es una
constante posibilidad de patinaje, de deslizamiento o de confusiones. Yo creo
que eso está bien. Nadie que se vea a sí mismo como una identidad elusiva,
incluso ilusoria en algunos instantes, puede llegar a ser autoritario. El
autoritarismo parece provenir de una cadena de seguridades y certidumbres que
lo hacen pensar en un futuro definido de antemano que se puede cumplir a partir
de ciertas políticas y decretos. Yo creo que el autoritarismo debería
remediarse con el bombardeo de esa falsa subjetividad.
También hay una arista que
lleva al humor, digamos, por la exposición de contrasentidos, de
contraposiciones que se revelan como carentes de lógica o desencajadas. ¿Qué
reflexión haría sobre la presencia del humor en su trabajo?
El humor es una consecuencia
de lo que hemos estado conversando: Esa visión sobre la subjetividad. Esa
distancia irónica que uno establece con el ser de sí mismo. Ese no tomarse en
serio en ningún momento, ¿no? Entonces, la apertura a una cierta visión que
incluye las desconexiones, lo confuso, hace necesario el uso del lenguaje para
mostrar justamente eso. El lenguaje de la poesía, de la literatura, debe darse
menos como un instrumento comunicativo que como una posibilidad de exploración
de sus propias capacidades subjetivas, humorísticas, no como un nexo férreo
entre un núcleo incambiable y su expresión discursiva. Creo que el humor parte
de todo eso: Una actitud extranjera ante el lenguaje y ante lo real influido
por el lenguaje.
En su cuento, ¿Está de
acuerdo con la aseveración que hiciera el jurado y que reza textualmente: “es
un relato que describe una tragedia desde el delirio y la ensoñación”?
Sí, porque el cuento
comienza con una gran inundación, que algunos leyeron como una suerte de
vínculo con la tragedia de Vargas, pero para mí, en términos anecdóticos, está
relacionado con (el huracán) Katrina. En ese momento yo vivía en Baton Rouge,
que queda a hora y media de Nueva Orleans. Eso estableció una base factual tan
relevante, porque me interesaba sobre todo explorar las posibilidades lúdicas
de esa tragedia natural: El hecho de que los dos personajes (la señora y su
nieto) hayan permanecido en esa comunidad, a pesar de todas las advertencias de
riesgos y conviertan entonces aquel espacio en un territorio de investigación y
juegos. Lo que comienza como un evento trágico termina convirtiéndose en un
laboratorio de invenciones y de fantasías.
Me resultó curiosa la
mención que hiciera del personaje Jar Jar Binks de la serie Stars War, ¿Qué lo
motivó?
Sobre todo a partir de una
imagen visual, no recuerdo bien ese capítulo de la Guerra de las Galaxias,
desde la primera que vi a los 11 años hasta los últimos, me ha parecido un
ejemplo de un bodrio en continuo ejercicio, pero me quedó esa imagen del personaje
sumergiéndose en búsqueda de una ciudad marina que está bajo el agua. Más allá
de otras implicaciones que tuviera Jar Jar Bink y que no descarto, justamente
porque no recuerdo bien el papel que jugaba, lo que me interesaba era esa
imagen: La de él como buzo en procura de esa comunidad que sobrevive bajo el
agua.
Hablando de tragedias, ¿Cómo
describiría la que estamos viviendo?
Una tragedia narrable. La
gente suele decir que los eventos que te sacuden, en el peor de los sentidos,
están más allá de las palabras. Creo que no, creo que tenemos la obligación de
volver a un elemento discursivo y no olvidar la posibilidad de registrarlo. Yo
creo que uno espera del Estado una cierta invisibilidad. Uno no quiere que se
vea la mano del Estado, así como no quiere que se vea la mano del mercado, uno
espera más bien que el Estado funcione con una cierta eficiencia, pero no, por
desgracia aquí siempre se ve la garra operando en toda las áreas, en el manejo
de la electricidad, en la distribución de alimentos, en la distribución de
medicinas. Ante eso, nuestra mayor obligación, es tratar de sobrevivir, por
supuesto habrá momentos depresivos en esta guerra, porque es una guerra la que
ellos tienen contra nosotros. Pero, hay que tratar a la vez de narrar ese
horror, registrarlo en tanto que crónica, en tanto que literatura en cualquiera
de sus manifestaciones, para que se sepa qué es lo que ocurrió. Hay una cierta
relación realista entre nuestras obligaciones y la posibilidad de esa
escritura. También se debe contar el realismo, aunque no siempre sea
histórico, pero en momentos como éste, no es una categoría desdeñable.
¿Diría que su libro más
reciente, está enmarcado en esa necesidad?
De una forma un poco
oblicua, probablemente. A pesar de que el libro lo tenía planteado siquiera
como título unos años antes del desbordamiento de la crisis venezolana y del
establecimiento de la emigración continua, de la diáspora. Hay un cierto asunto
vinculado con los acontecimientos actuales, que es esa dinámica de
movilización, ¿no? El hecho de que haya entonces esa salida masiva del
territorio venezolano y de que el éxodo se haya convertido en un asunto de
emergencia humanitaria, no está en el libro, pero ese traspasar fronterizo sí
está trabajado. Debo decir que mis estadías en el extranjero han sido, por
supuesto, bastante afortunadas, obedecieron a una beca de postgrado y luego a
una beca para escribir justamente ese libro, allí mi situación era distinta a
la de quien cruza la frontera por Cúcuta con una maleta llevándose toda su
vida. Yo sabía que podía regresar, que podía tener cierto confort, la
posibilidad de tener una relación sentimental e intelectual con el país al que
iba y no tenía esa emergencia. Entonces, oblicuamente o metafóricamente pueden
verse estos asuntos en el libro.
Su trabajo surge, quizás,
como una reflexión más profunda, más cimentada. ¿Lo ve como una continuidad o
como un cambio?
Una continuidad con el libro
anterior que se llama La frase, que es de 2012, en el sentido de que para
mí el libro es un objeto de reflexión. En la década del 90, de la que hablamos
al principio, yo escribía poemas sueltos que al irse transformando se
convertían en un volumen de poesía. Yo solía darles una cierta estructura, por
ejemplo, a partir de los asuntos tratados en cada texto, fuesen poemas
amorosos, vinculados a lo irónico que también conversamos, con la visión de lo
natural o de lo objetivo. En cambio, a partir de La frase, me interesa
mucho más el libro como una exposición no controlada de asuntos. En La frase,
por ejemplo, es a partir de una línea narrativa, que es el viaje por carretera
del personaje principal, se van incorporando temas en esa trayectoria como si
fuese una renovación moderna de una épica sin victorias ni derrotas. Otono
también. Es un libro en el que me interesaba trabajar las nociones de
extranjero y de la extranjeridad, así como esas identidades nómadas, de las que
han hablado algunos teóricos. En ese sentido, creo que sí, hay un desarrollo,
que es el que me interesa en este instante.
¿Es una rebelión contra
usted mismo?
Es una rebelión contra mi
juventud, contra la ingenuidad que implicaba ese estadio inicial de escritura,
que pensaba que la poesía tiene que ser expresiva de una serie de
acontecimientos personales. Quizás no todos pasan por eso. Pero probablemente
sí la mayoría. Entonces, sin imponer mi propia idea de lo que debe ser la
poesía, quiero trabajar, justamente, esas nuevas inclinaciones.
También toma distancia del
humor, ¿no?
Probablemente, espero que no
sea un libro solemne, aunque hay cierto juego de palabras y referencias a unos
autores, que usan el lenguaje como fuente de juego verbal. También hay un
trabajo con ciertos textos ajenos que no son ni celebratorios ni solemnes, sino
que se inscriben, ni siquiera dentro de su propia tradición exegética, sino
según la conveniencia del libro que yo voy escribiendo.
¿Diría que es un libro más
intimista? ¿Digamos, en el sentido de una búsqueda más intensa de sus pulsiones
o de los asuntos que le interesan o le preocupan?
Sí, haciendo la salvedad de
que mi intimidad también tiene asiento en suelo extranjero. Es un origen
disperso, que va más allá de la fijación de un clan, de una familia, de una
patria, de un conjunto de afectos. Es la intimidad a partir de la investigación
de otros paisajes, de otras ruinas, quizás también, de otras posibilidades de
ciudadanía. Intimidad es un poco esa dispersión que incluye lo nacional, lo
local y lo nacional foráneo. Eso es lo que me interesa. Sí, hay la presencia de
un yo, pero sigue siendo ese yo irónico, que ve desde una ventana italiana cómo
se pasea una moto y la bandera de la república de Génova. Y ese paisaje que no
me pertenece, pero igual tampoco me pertenece por completo el que estoy viendo
ahora, de las montañas merideñas.
¿Qué diría del país en este
momento?
El país es una suerte de
territorio caótico en procura de una solución. Y esa solución no vendrá de un
decreto gubernamental, sino de una conspiración, en un sentido etimológico, de
todos los ciudadanos, de la participación colectiva. En mi caso, prefiero no
utilizar el término optimismo, pero sí la esperanza como la aceptación de una
salida posible. Yo creo que dentro de este caos es como la derivación histórica
de caos anteriores, amplificado, eso sí, porque el actual gobierno, el
movimiento chavista, es la exacerbación de tragedias que se venían acumulando.
En definitiva, por decirlo de una forma categórica, nos está exponiendo ante
una salida, no sé cuál es la salida. En ese sentido pudiera categorizárseme
como un intelectual irresponsable, porque vive dentro de la confusión. Pero,
creo que la crisis es necesario criticarla, para ser un poco redundante, de
manera que logremos esa conspiración (en el sentido de participación colectiva)
necesaria, en procura de una solución beneficiosa para las mayorías.
Usted se ubicó en los años
90 desde la izquierda. ¿Qué es la izquierda? ¿A qué nos remite la izquierda en
este momento?
En ese sentido soy bastante
simplista. Yo creo que la izquierda pasa por la aceptación del papel benéfico
de parte del Estado. En el sentido de promover una salud pública, una educación
pública. Tiene que ver con la canalización de los bienes generales. Uno siempre
escucha como reacción al chavismo la defensa de la desaparición del Estado, en
tanto como responsable de todos los males. Yo creo que es más bien la
utilización facinerosa del Estado, lo que nos ha llevado a nuestra gran
tragedia. Pero hay funciones benévolas del Estado. Hay benignidad que uno
debería esperar del Estado. En mi caso particular, yo asocio esa esperanza a la
izquierda, sin ser demasiado delimitativo. Creo que tiene que haber convivencia
entre posibilidades ideológicas, pero la izquierda asume que la presencia del
Estado es necesaria y que hay roles que cumplir a partir de ese estamento.
En el dilema de votar o no
votar, ¿Qué se ha planteado usted?
Debo decir que estoy en la
mayor confusión, jamás había estado en una situación como esta, entre otras
cosas, porque siempre he participado en los movimientos cívicos y he ido a
votar. Ha habido como una especie de contrato de confianza en relación con el
liderazgo mayoritario de la oposición, representada en la MUD. Pero creo que
eso se ha fracturado y para muchas personas ha ocurrido de igual manera, porque
ese liderazgo parece incapaz de proponer estrategias viables ante lo que va a
ocurrir en las elecciones de mayo. Yo creo, como lo han dicho otros, que esa
negativa de ir a votar debería convertirse en un proyecto comunitario. No
solamente esperar las previsibles noticias que llegarán esa noche desde el CNE,
sino hacer algo. Pero me declaro fracasado en el intento de proponer alguna
solución o una postura que sea aceptable.
¿Qué opinión tiene sobre lo
ocurrido en Valencia? ¿Qué reacción tuvo frente a esa noticia?
Lo que pasó en Valencia nos
aclara aún más el panorama de que somos unos inválidos. El gobierno utilizó la
visibilización de la pobreza y de la marginalidad como un elemento discursivo
que podía manejar a su antojo. Creo que ese acontecimiento deja en evidencia
una extremada irresponsabilidad y crueldad. El hecho de que uno tiene
cotidianamente la impresión de que las políticas se hacen como formas de
castigo y no como formas de absolución. No importa quienes hayan estado en ese
lugar, los presos, igualmente estamos hablando de ciudadanos, que
potencialmente podrían participar de esa conspiración de la que ya conversamos,
que quedaron completamente expuestos como víctimas. Creo que al gobierno lo que
le interesa entonces es visibilizar a la ciudadanía, simplemente como materia
orgánica, sin derechos, sin posibilidades de reunión, sin posibilidades de
elección de ninguna naturaleza.
01-04-18
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