Francisco Fernández-Carvajal 22 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— La Navidad nos llama
a vivir la pobreza predicada y vivida por el Señor. El ejemplo de Jesús.
— En qué consiste la
pobreza evangélica.
— Detalles de pobreza y
modos de vivirla.
I. El
desprendimiento efectivo de lo que somos y poseemos es necesario para seguir a
Jesús, para abrir nuestra alma al Señor, que pasa y llama. Por el contrario, el
apegamiento a los bienes de la tierra cierra las puertas a Cristo, y nos cierra
las puertas al amor y al entendimiento de lo más esencial en nuestra
vida: si alguno no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi
discípulo1.
El nacimiento de Jesús, y toda su vida, es una
invitación para que nosotros examinemos en estos días la actitud de nuestro
corazón hacia los bienes de la tierra. El Señor, Unigénito del Padre, Redentor
del mundo, no nace en un palacio, sino en una cueva; no en una gran ciudad,
sino en una aldea perdida, en Belén. Ni siquiera tuvo una cuna, sino un
pesebre. La precipitada huida a Egipto fue para la Sagrada Familia la
experiencia del exilio en tierra extraña, con pocos más medios de subsistencia
que los brazos de José acostumbrados al trabajo. Durante su vida pública Jesús
pasará hambre2, no dispondrá de dos pequeñas monedas de escaso valor para
pagar el tributo del templo3.
Él mismo dirá que el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza4.
La muerte en la Cruz es la muestra del supremo desprendimiento.
El Señor quiso conocer el rigor de la pobreza extrema
–falta de lo necesario– especialmente en las horas más señaladas de su vida.
La pobreza que ha de vivir el cristiano ha de ser una
pobreza real, ligada al trabajo, a la limpieza, al cuidado de la casa, de los
instrumentos de trabajo, a la ayuda a los demás, a la sobriedad de vida. Por
eso se ha dicho que «el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y
esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que
con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que
sufren necesidades– sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el
que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar»5.
Si llegan los bienes, siempre será posible vivir como
«esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre» y hacer con ellos el
bien, porque «la pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a
base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a
compartir con otros»6.
La pobreza que nos pide a todos el Señor no es
suciedad, ni miseria, ni dejadez, ni pereza. Estas cosas no son virtud. Para
aprender a vivir el desprendimiento de los bienes, en medio de esta ola de
materialismo que parece envolver a la humanidad, hemos de mirar a nuestro
Modelo, Jesucristo, que se hizo pobre por amor nuestro, para que
vosotros fueseis ricos por su pobreza7.
II. Los pobres a
quienes el Señor promete el reino de los Cielos8 no
son cualquier persona que padece necesidad, sino aquellos que, teniendo bienes
materiales o no, están desprendidos y no se encuentran aprisionados por ellos.
Pobreza de espíritu que ha de vivirse en cualquier circunstancia de la
vida. Yo sé vivir –decía San Pablo– en la abundancia,
pero sé también sufrir hambre y escasez9.
El hombre puede orientar su vida a Dios, a quien se
alcanza usando todas las cosas materiales como medios, o bien puede tener como
fin el dinero y la riqueza en sus muchas manifestaciones: deseo de lujo, de
comodidad desmedida, ambición, codicia... Estos dos fines son
irreconciliables: no se puede servir a dos señores10.
El amor a la riqueza desaloja, con firmeza, el amor al Señor: no es posible que
Dios pueda habitar en un corazón que ya está lleno de otro amor. La palabra de
Dios queda ahogada en el corazón del rico, como la simiente que cae
entre cardos11.
Por eso no nos sorprende oír al Señor enseñar que es más fácil que un
camello entre por el ojo de una aguja que el que entre un rico en el reino de
los cielos12.
¡Y qué fácil es, si no se está vigilante, que se meta en el corazón el espíritu
de riqueza!
La Iglesia nos recuerda, desde sus comienzos hasta
nuestros días, que el cristiano ha de vigilar el modo como utiliza los bienes
materiales, y amonesta a sus hijos a que estén «atentos a encauzar rectamente
sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las
riquezas, contrario al espíritu de pobreza evangélica, les impida alcanzar la
caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: los que
usan de este mundo no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo
pasan (Cfr. 1 Cor 7, 31)»13.
El que se apegue a las cosas de la tierra no solo pervierte su recto uso y
destruye el orden dispuesto por Dios, sino que su alma queda insatisfecha,
prisionera de esos bienes materiales que la incapacitan para amar de verdad a
Dios.
El estilo de vida cristiano supone un cambio radical
de actitud ante los bienes terrenos: se procuran y se usan, no como si fueran
un fin, sino como medio para servir a Dios. Al ser medios, no merecen que
pongamos en ellos el corazón: son otros los bienes auténticos.
Hemos de recordar en nuestra oración que el
desprendimiento efectivo de las cosas supone sacrificio. Un desprendimiento que
no cuesta no se vive. Y se manifestará frecuentemente en la generosidad en la
limosna, en saber prescindir de lo superfluo, en la lucha contra la tendencia
desordenada al bienestar y a la comodidad, en evitar caprichos innecesarios, en
renunciar al lujo, a los gastos por vanidad, etcétera.
Es tan importante esta virtud de la pobreza para un
cristiano que bien se puede decir que «quien no ame y viva la virtud de la
pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para
el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que
vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o
careciendo de muchos de ellos...»14.
III. El
corazón humano tiende a buscar desmedidamente los bienes de la tierra: si no
hay lucha positiva por andar desprendido de las cosas, se puede afirmar que el
hombre, más o menos conscientemente, ha puesto su fin aquí abajo. Y el
cristiano no debe olvidar nunca que camina hacia Dios.
Por eso ha de examinarse con frecuencia, preguntándose
si ama la virtud de la pobreza y si la vive; si se mantiene atento para no caer
en la comodidad o en un aburguesamiento que es incompatible con ser discípulo
de Cristo; si está desprendido de las cosas de la tierra; si las tiene, en fin,
como medios para hacer el bien y vivir cada vez más cerca de Dios. Porque «en
el decurso de la historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado
con graves defectos... Incluso en nuestros días, no pocos... caen como en una
idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de
ellos»15.
Siempre podemos y debemos ser parcos en las
necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los
caprichos, vigilando la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo
generosos en la limosna, o en la ayuda a las obras buenas. Por el
mismo motivo, debemos cuidar con esmero las cosas de nuestro hogar, así como
toda clase de bienes que, en realidad, tenemos solo como en depósito para
administrarlos bien. «La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido
de las cosas terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o
la falta de medios (...). Vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal
manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son dimensiones de la
pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo»16.
De esta y de otras formas diferentes se manifestará
nuestro deseo de no tener el corazón puesto en las riquezas; también cuando,
por razones de profesión u oficio, dispongamos para nuestro uso personal de
otros bienes. La sobriedad de que entonces demos prueba será el buen
aroma de Cristo, que siempre tiene que acompañar la vida de un cristiano.
Dirigiéndose a hombres y mujeres que se esfuerzan por
alcanzar la santidad en medio del mundo –comerciantes, catedráticos,
campesinos, oficinistas, padres y madres de familia– decía San Josemaría
Escrivá: «Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos
aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza
real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una
profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface
con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor
de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser
uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes
se alegra, con los que colabora, amando al mundo, utilizando todas las cosas
creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el
ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de
las comunidades.
»Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es –en
buena parte– cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada
momento, para encontrar en cada caso lo que Dios no pide»17.
Si luchamos eficazmente por vivir desprendidos de lo
que tenemos y usamos, el Señor encontrará nuestro corazón limpio y abierto de
par en par cuando venga de nuevo a nosotros en la Nochebuena. No ocurrirá con
nuestra alma, lo que sucedió con aquella posada: estaba llena y no tenían sitio
para el Señor.
1 Lc 14,
33. —
2 Cfr. Mt 4,
2. —
3 Cfr. Mt 17,
23-26. —
4 Mt 8,
20. —
5 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 111. —
6 S.
C. para la Doctrina de la fe, Instr. Sobre la libertad
cristiana y la liberación, 22-III-1986, 66. —
7 2
Cor 8, 9. —
8 Mt 5,
3. —
9 Flp 4,
12. —
10 Mt 6,
24. —
11 Mt 13,
7. —
12 Mt 19,
24. —
13 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 42. —
14 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 110. —
15 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 7. —
16 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 111. —
17 Ibídem,
110.
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