Francisco Fernández-Carvajal 27 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— El dolor, una
realidad de nuestra vida. Santificación del dolor.
— La cruz de cada día.
— Los que sufren con
sentido de corredención serán consolados por Nuestro Señor. Nosotros debemos
compadecernos y ayudar a sobrellevar las dificultades y dolores de nuestros
hermanos.
I. Herodes,
al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en extremo, y mandó matar a
todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo,
con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos1.
No hay explicación fácil para el sufrimiento, y mucho
menos para el de los inocentes. El relato de San Mateo que leemos en la Misa de
hoy, nos muestra el sufrimiento, a primera vista inútil e injusto, de unos
niños que dan sus vidas por una Persona y por una Verdad que aún no conocen.
El sufrimiento escandaliza con frecuencia y se levanta
ante muchos como un inmenso muro que les impide ver a Dios y su amor infinito
por los hombres. ¿Por qué no evita Dios todopoderoso tanto dolor aparentemente
inútil?
El dolor es un misterio y, sin embargo, el cristiano
con fe sabe descubrir en la oscuridad del sufrimiento, propio o ajeno, la mano
amorosa y providente de su Padre Dios que sabe más y ve más lejos, y entiende
de alguna manera las palabras de San Pablo a los primeros cristianos de
Roma: para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien2, también aquellas que nos resultan dolorosamente inexplicables
o incomprensibles.
Tampoco podemos olvidar que la felicidad mejor y
nuestro bien más auténtico no son siempre los que soñamos y deseamos. Nos es
difícil contemplar los acontecimientos en su auténtica perspectiva: siempre
observamos una parte muy pequeña de la verdadera realidad; solo vemos la
realidad de aquí abajo, la inmediata. Tendemos a mirar la existencia terrena
como la definitiva, y no con poca frecuencia consideramos el tiempo aquí en la
tierra como el momento en que debieran realizarse y ser saciadas las ansias de
perfecta felicidad que nuestro corazón encierra. «Hoy, veinte siglos más tarde,
seguimos conmoviéndonos al pensar en los niños degollados y en sus padres. Para
los niños, el tránsito fue rápido; en el otro mundo conocerían enseguida por
quién habían muerto, cómo le habían salvado, y la gloria que les esperaba. Para
los padres, el dolor sería más largo, pero cuando murieran, comprenderían
también cómo Dios, que estaba en deuda con ellos, paga las deudas con creces.
Unos y otros sufrieron para salvar a Dios de la muerte...»3.
El dolor se presenta de muchas formas, y en ninguna de
ellas es espontáneamente querida por nadie. Sin embargo, Jesús proclama bienaventurados4 (dichosos, felices, afortunados) a los que lloran, es
decir, a quienes en esta vida llevan algo más de cruz: enfermedad, incapacidad,
dolor físico, pobreza, difamación, injusticia... Porque la fe cambia de signo
al dolor, que, junto a Cristo, se convierte en una «caricia de Dios», en algo
de gran valor y fecundidad.
Estos fueron rescatados de entre los hombres como
primicias ofrecidas a Dios y al Cordero. Estos acompañan al Cordero dondequiera
que va5.
II. La Cruz, el
dolor y el sufrimiento, fue el medio que utilizó el Señor para redimirnos. Pudo
servirse de otros medios, pero quiso redimirnos precisamente por la Cruz. Desde
entonces el dolor tiene un nuevo sentido, solo comprensible junto a Él.
El Señor no modificó las leyes de la creación: quiso
ser un hombre como nosotros. Pudiendo suprimir el sufrimiento, no se lo evitó a
sí mismo. Aunque alimentó milagrosamente a muchedumbres enteras, Él quiso pasar
hambre. Compartió nuestras fatigas y nuestras penas. El alma de Jesús
experimentó todas las amarguras: la indiferencia, la ingratitud, la traición, la
calumnia, el dolor moral en grado sumo al cargar con los pecados de la
humanidad, la infamante muerte de cruz. Sus adversarios estaban admirados por
lo incomprensible de su conducta: Salvó a otros –decían en
tono de burla– y a sí mismo no puede salvarse6.
Después de la Resurrección, los Apóstoles serían
enviados al mundo entero para dar a conocer los beneficios de la Cruz. Era
preciso que el Mesías padeciera esto7, explicará el mismo Señor a los discípulos de Emaús.
El Señor quiere que evitemos el dolor y que luchemos
contra la enfermedad con todos los medios a nuestro alcance; pero quiere, a la
vez, que demos un sentido redentor y de purificación personal a nuestros
sufrimientos y dolores; también a los que nos parecen injustos o
desproporcionados. Esta doctrina llenaba de alegría a San Pablo en su prisión,
y así se lo manifestaba a los primeros cristianos de Asia Menor: Ahora
me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a
las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia8.
No les santifica el dolor a aquellos que sufren en
esta vida a causa de su orgullo herido, de la envidia, de los celos, etc.
¡Cuánto sufrimiento fabricado por nosotros mismos! Esa cruz no es la de Jesús,
sino que surge precisamente por estar lejos de Él. Esa cruz es nuestra, y es
pesada y estéril. Examinemos hoy en nuestra oración si llevamos con garbo la
Cruz del Señor.
Frecuentemente esa Cruz consistirá en pequeñas
contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un
imprevisto con el que no contábamos, el carácter de una persona con la que
necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora,
instrumentos de trabajo que se estropean cuando más nos eran necesarios,
dificultades producidas por el frío o el calor, incomprensiones, una pequeña
enfermedad que nos hace estar con menos capacidad de trabajo ese día...
El dolor –pequeño o grande–, aceptado y ofrecido al
Señor, produce paz y serenidad; cuando no se acepta, el alma queda desentonada
y con una íntima rebeldía que se manifiesta enseguida al exterior en forma de
tristeza o de mal humor. Ante la Cruz pequeña de cada día hemos de tomar una
actitud decidida y cargar con ella. El dolor puede ser un medio que Dios nos
envía para purificar tantas cosas de nuestra vida pasada, o para ejercitar las
virtudes y para unirnos a los padecimientos de Cristo Redentor, que, siendo
inocente, sufrió el castigo que merecían nuestros pecados.
Los mártires inocentes proclaman tu gloria en este
día, Señor, pero no de palabra, sino con su muerte; concédenos por su
intercesión testimoniar con nuestra vida la fe que profesamos de palabra9.
III. Los
niños inocentes murieron por Cristo, siguiendo así al Cordero sin mancha, a
quien alaban diciendo: «Gloria a Ti, Señor»10.
Los que padecen con Cristo tendrán como premio el
consuelo de Dios en esta vida y, después, el gran gozo de la vida eterna. Muy
bien, siervo bueno y fiel..., ven a participar de la alegría de tu Señor11 nos dirá Jesús al final de nuestra vida, si hemos sabido
vivir las alegrías y las penas junto a Él.
A los bienaventurados, Dios enjugará las
lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni llantos,
ni fatigas, porque todo habrá pasado ya12. La esperanza del Cielo es una fuente inagotable de paciencia
y de energía para el momento del sufrimiento fuerte. De igual modo el saber por
la fe que nuestros dolores y penas son de enorme utilidad a otros hermanos
nuestros, nos ayudará a sobrellevar con garbo esos sufrimientos y fatigas.
En relación a lo que Dios nos tiene preparado, nos
debe parecer ligero el peso de nuestras aflicciones13. Además, quienes ofrecen su dolor son corredentores con
Cristo, y Dios Padre derrama siempre sobre ellos un gran consuelo, que les
llena de paz en medio de sus sufrimientos. Porque, así como abundan en
nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación
por medio de Cristo14. San Pablo se siente consolado por la misericordia divina, y
esto le permite consolar y sostener a los demás. Nuestro Padre Dios está
siempre muy cerca de sus hijos, los hombres, pero especialmente cuando sufren.
La fraternidad entre los hombres nos mueve a ejercer
unos con otros este ministerio de consolación y ayuda: Consolaos
mutuamente15, pedía San Pablo. Porque hay mil cosas que tienden a
separarnos, pero el dolor une.
Pero nos sucede en ocasiones que ante una situación
dolorosa no sabemos cómo acertar. Quizá si nos recogemos un instante en oración
y nos preguntamos qué haría el Señor en esas mismas circunstancias tengamos
abundante luz. A veces bastará hacer un rato de compañía a esa persona que
sufre, conversar con ella en tono positivo, animarla a que ofrezca su dolor por
intenciones concretas, ayudarle a rezar alguna oración, escucharla, etcétera.
Cuando en estos días tantas personas se olvidan del
sentido cristiano de estas fiestas, nosotros pondremos la luz y la sal de las
pequeñas mortificaciones, bien seguros de que así damos una alegría al Señor y
contribuimos a acercar a Belén a otras almas.
La contemplación frecuente de María junto a la Cruz de
su Hijo nos enseñará a ofrecer nuestros dolores y sufrimientos, y a tener una
gran compasión de los que sufren. Pidamos hoy que nos enseñe a santificar el
dolor, uniéndolo al de su Hijo Jesús. Pidamos a estos Santos Inocentes que nos
ayuden a amar la mortificación y el sacrificio voluntario, a ofrecer el dolor y
a compadecernos de quienes sufren.
1 Mt 2,
16. —
2 Rom 8,
28. —
3 F.
J. Sheed, Conocer a Jesucristo, Epalsa, Madrid 1981, 3ª
ed., p. 73. —
4 Mt 5,
5. —
5 Antífona
de la comunión. Apoc. 14, 4. —
6 Mt 27,
42. —
7 Cfr. Lc 24,
26. —
8 Col 1,
24. —
9 Oración
colecta de la Misa. —
10 Antífona
de entrada. —
11 Cfr. Mt 25,
3. —
12 Apoc 21,
3-4. —
13 Cfr. 2
Cor 4, 17. —
14 2
Cor 1, 5. —
15 Cfr. 1
Tes 4, 8.
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