Francisco Fernández-Carvajal 29 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Jesucristo es siempre
nuestra seguridad en medio de las dificultades y tentaciones que podamos
padecer. Con Él se ganan todas las batallas.
— Sentido de nuestra
filiación divina. Confianza en Dios. Él nunca llega tarde para socorrernos.
— Providencia. Todas
las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios.
I. La historia de
la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María1.
Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David,
no temas2. A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No
tengáis miedo3.
Este comienzo de la entrada de Dios en el mundo marca un estilo propio de la
presencia de Jesús entre los hombres.
Más tarde, acompañado ya de sus discípulos, atravesaba
Jesús un día el pequeño mar de Galilea. Y se levantó una tempestad tan
recia en el mar, que las olas cubrían la barca4.
San Marcos precisa el momento histórico del suceso: fue por la tarde del día en
el que Jesús habló de las parábolas sobre el reino de los cielos5.
Después de esta larga predicación, se explica que el Señor, cansado, se
durmiese mientras navegaban.
La tormenta debió de ser imponente. Aquellas gentes,
aunque estaban acostumbradas al mar, se vieron, sin embargo, en peligro. Y
recurrieron angustiadas a Jesús: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Los Apóstoles respetarían al principio el sueño del
Maestro (¡muy cansado tenía que estar para no despertarse!), y ponen los medios
a su alcance para hacer frente al peligro: arriaron las velas, tomaron los
remos con fuerza, achicaron el agua que comenzaba a entrar en la barca... Pero
el mar se embravecía más y más, y el peligro de naufragio era inminente.
Entonces, inquietos, con miedo, acuden al Señor como único y definitivo
recurso. Le despertaron diciendo: ¡Maestro, que perecemos! Jesús les
respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?6.
¡Qué poca fe también la nuestra cuando dudamos porque
arrecia la tempestad! Nos dejamos impresionar demasiado por las circunstancias
que nos rodean: enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del
ambiente. El temor es un fenómeno cada vez más extendido. Se tiene miedo de
casi todo. Muchas veces es el resultado de la ignorancia, del egoísmo (la
excesiva preocupación por uno mismo, la ansiedad por males que tal vez nunca
llegarán, etc.) pero, sobre todo, es consecuencia de que en ocasiones apoyamos
la seguridad de nuestra vida en fundamentos muy frágiles. Nos podríamos olvidar
de una verdad esencial: Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. No se trata
de ser insensibles ante los acontecimientos, sino de aumentar nuestra confianza
y de poner, en cada caso, los medios humanos a nuestro alcance. No debemos
olvidar jamás que estar cerca de Jesús, aunque parezca que duerme, es estar
seguros. En momentos de turbación, de prueba, Jesús no se olvida de nosotros:
«nunca falló a sus amigos»7,
nunca.
II. Dios nunca llega
tarde para socorrer a sus hijos. Aun en los casos que parezcan más extremos,
Dios llega siempre, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento
oportuno. La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario
poner, dan al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante
los acontecimientos y circunstancias adversas.
«Si no le dejas, Él no te dejará»8.
Y nosotros –se lo decimos en nuestra oración personal– no queremos dejarle.
Junto a Él se ganan todas las batallas, aunque, con mirada corta, parezca que
se pierden. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se
hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42,
2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca,
es accidental, transitorio; en cambio nosotros, en Dios, somos lo permanente»9.
Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y
ansiedades. San Pablo alentaba a los primeros cristianos de Roma, ante un
panorama humanamente difícil, con estas palabras: Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará en contra.?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el
peligro, la espada?... Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó.
Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los
principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni
la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios10.
El cristiano es, por vocación, un hombre entregado a Dios, y a Él ha entregado
también todo cuanto pueda acontecerle.
Otra vez instruía el Señor a las gentes acerca del
amor y cuidado que Dios tiene por cada criatura. Quienes le escuchan son
personas sencillas y honradas que alaban la majestad de Dios, pero a las que
les falta esa peculiar confianza de hijos en su Padre Dios.
Es probable que en el preciso momento en que se
dirigía a su auditorio, pasara cerca una bandada de pájaros buscando cobijo en
un lugar cercano. ¿Quién se preocupa de ellos? ¿Acaso las amas de casa no
solían comprarlos por unos pocos céntimos para mejorar sus comidas ordinarias?
Estaban al alcance del más modesto bolsillo. Tenían poco valor.
El Señor los señalaría con un ademán, a la vez que
decía a su auditorio: «Ni uno solo de estos gorriones está olvidado por Dios».
Dios los conoce a todos. Ninguno de ellos cae al suelo sin el
consentimiento de vuestro Padre. Y el Señor vuelve a darnos
confianza: No temáis, vosotros valéis más que muchos pájaros11.
Nosotros no somos criaturas de un día, sino sus hijos para siempre. ¿Cómo no se
va a cuidar de nuestras cosas? No temáis. Nuestro Dios nos ha dado
la vida y nos la ha dado para siempre. Y el Señor nos dice: A vosotros,
mis amigos, os digo: No temáis12.
«Todo hombre, con tal que sea amigo de Dios –son palabras de Santo Tomás–, debe
tener confianza en ser librado por Él de cualquier angustia... Y como Dios
ayuda de modo especial a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a
Dios»13. La única condición: ser amigos de Dios, vivir como hijos
suyos.
III.
«Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de
infinito amor»14.
En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro «descanso»,
nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación
divina. Echad sobre Él vuestras preocupaciones –decía San
Pedro a los primeros cristianos–, pues Él tiene cuidado de vosotros15.
La filiación divina no puede considerarse como algo
metafórico: no es simplemente que Dios nos trate como un padre y quiera que le
tratemos como hijos; el cristiano es, por la fuerza santificadora del mismo
Dios presente en su ser, hijo de Dios. Esta realidad es tan profunda que afecta
al mismo ser del hombre, hasta el punto de que Santo Tomás afirma que por ella
el hombre es constituido en un nuevo ser16.
La filiación divina es el fundamento de la libertad,
seguridad y alegría de los hijos de Dios, y en donde el hombre encuentra la
protección que necesita, el calor paternal y la seguridad del futuro, que le
permite un sencillo abandono ante las incógnitas del mañana y le confiere el
convencimiento de que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una
última razón de bien: Todas las cosas contribuyen al bien de los que
aman a Dios17.
Los mismos errores y desviaciones del camino acaban siendo para bien, porque
«Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho...»18.
El saberse hijo de Dios hace adquirir al cristiano, en
todas las circunstancias de su vida, un modo de ser en el mundo esencialmente
amoroso, que es una de las manifestaciones principales de la virtud de la fe;
el hombre que se sabe hijo de Dios no pierde la alegría, como no pierde la
serenidad. La conciencia de la filiación divina libera al hombre de tensiones
inútiles y, cuando por su debilidad se descamina, si verdaderamente se siente
hijo de Dios, es capaz de volver a Él, seguro de ser bien recibido.
La consideración de la Providencia nos ayudará a
dirigirnos a Dios, no como a un Ser lejano, indiferente y frío, sino como a un
Padre que está pendiente de cada uno de nosotros y que ha puesto un Ángel –como
esos Ángeles que anunciaron a los pastores el Nacimiento del Señor– para que
nos guarde en todos nuestros caminos.
La serenidad que esta verdad comunica a nuestro modo
de ser y de vivir no procede de permanecer de espaldas a la realidad, sino de
verla con optimismo, porque confiamos siempre en la ayuda del Señor. «Esta es
la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios: estos, en la
adversidad, se quejan y murmuran; a nosotros las cosas adversas no nos apartan
de la virtud, sino que nos afianzan en ella»19,
porque sabemos que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados.
Estemos siempre con paz. Si de verdad buscamos a Dios,
todo será ocasión para mejorar.
Al terminar nuestra oración hagamos el propósito de
acudir a Jesús, presente en el Sagrario, siempre que las contradicciones, las
dificultades o la tribulación nos pongan en situación de perder la alegría y la
serenidad. Acudamos a María, a la que contemplamos en el belén tan
cercana a su Hijo. Ella nos enseñará en estos días llenos de paz de la Navidad,
y siempre, a comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más
adversas.
1 Lc 1,
30. —
2 Mt 1,
20. —
3 Lc 2,
10. —
4 Mt 8,
24. —
5 Mc 4,
35. —
6 Mt 8,
25-26. —
7 Santa
Teresa, Vida, 11, 4. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 730. —
9 ídem, Amigos
de Dios, 92. —
10 Rom 3,
31 ss. —
11 Cfr. Mt 8,
26-27. —
12 Lc 8,
50. —
13 Santo
Tomás, Exp. Simb. Apost., 5. —
14 San
Josemaría Escrivá, o. c., 150. —
15 1
Pedr 5, 7. —
16 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 110, a. 2 ad 3. —
17 Rom 8,
28. —
18 San
Agustín, De corresp. et gracia, 30, 35. —
19 San
Cipriano, De moralitate, 13.
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