Por Andrés Velasco y
Luis Felipe Céspedes
SANTIAGO – En Santiago de
Chile, en una de las salidas de una autopista urbana recién construida con
fondos privados, hay un enorme grafito que dice: «¡Marx tenía razón!» En efecto,
el desarrollo capitalista engendra sus propias contradicciones, como lo
demuestra ese rayado.
Los últimos meses han sido
la primavera –y el invierno– del descontento chileno: grandes marchas y
protestas pacíficas, pero también abundantes saqueos y violencia. Lo mismo que
en Hong Kong e Irán, Colombia y Costa Rica, Ecuador y Perú, Iraq y el Líbano,
Sudán y Zimbabue. Y, a pesar de la diversidad de estos países y de los
incidentes locales que gatillaron los disturbios, los expertos y los medios han
optado por difundir una cómoda narrativa: «el 2019 ha sido un año de agitación
a nivel mundial, detonada por la ira ante la creciente desigualdad –y es
probable que el 2020 sea peor–», afirma con confianza el sitio web de
comentarios The Conversation. El diario The Guardian añade: «No todas las protestas están
motivadas por demandas económicas, aunque los abismos cada vez más profundos
entre ricos y pobres están radicalizando especialmente a mucha gente joven».
Incluso el sobrio Financial Times está de acuerdo: «La desigualdad en el
‘estable’ Chile enciende la hoguera de los disturbios».
Sin embargo, la desigualdad
ha imperado en estos países desde hace mucho tiempo. Y las condiciones
económicas distan de ser tan graves como lo fueron hace una década, durante la
crisis financiera mundial. Entonces, ¿por qué la gente se lanza a las
calles ahora? El enigma se profundiza cuando se observa que en América
Latina la desigualdad ha ido disminuyendo de manera rápida, precisamente
durante los mismos años en que se elevó en Estados Unidos y el Reino Unido.
Según el Banco Mundial, entre 2000 y 2017 el coeficiente de Gini (un índice de
distribución del ingreso, en el que cero representa la igualdad perfecta y 100
la desigualdad absoluta) se redujo en todos los países
latinoamericanos donde actualmente hay protestas, incluyendo bajas de notables
ocho puntos o más en Bolivia y Ecuador.
Es aquí donde el énfasis
propio de Marx en el progreso y sus consiguientes contradicciones provee una
ayuda muy necesaria. Karl Marx y Friedrich Engels, recordemos, se asombraron frente al «constante
revolucionar de la producción» del capitalismo, pero señalaron que ello
conllevaba «un trastorno ininterrumpido de todas las condiciones sociales, una
incertidumbre y una agitación perpetuas».
Consideremos la educación
superior. En muchas economías emergentes – Brasil, Chile y Ecuador entre ellas,
pero también Turquía, el Líbano y Hong Kong– la matrícula universitaria se ha
disparado en las últimas décadas. Como la oferta de personal capacitado crece
más rápido que su demanda, ha disminuido la brecha entre las remuneraciones de
quienes tienen una educación universitaria y las de los demás. En consecuencia,
han caído distintos indicadores de la desigualdad de ingresos.
Mayor educación,
conocimientos más especializados, menos desigualdad, ¿qué es lo que puede no
gustar?
Poco, a menos que se
pertenezca a la generación que estuvo en la transición. Los jóvenes que fueron
a la universidad en los últimos veinticinco años –a menudo a instituciones
nuevas con matrículas de alto costo pese a no tener estándares académicos de
renombre– terminaron recibiendo remuneraciones menores de lo que habían
esperado. El resultado ha sido una generación de mujeres y hombres jóvenes
educados, endeudados y, con frecuencia, airados.
Además, como nos lo recordó hace poco el
historiador Niall Ferguson, los saltos en el acceso a la educación
superior inmediatamente después de períodos prolongados de paz y prosperidad,
con frecuencia han coincidido con protestas callejeras pacíficas. La educación
ayuda a sintonizar con la injusticia, y la prosperidad implica que protestar no
pone en peligro el sustento. Es lo que sucedió en la década de 1960 en Europa y
Estados Unidos. Hoy día está sucediendo a nivel mundial, de manera más rápida y
más intensa que nunca gracias a los aparatos móviles y a las redes sociales.
O consideremos la
acumulación de capital. Por definición, un país pobre es aquel donde el capital
productivo es escaso y la debilidad de los mercados crediticios significa que
no se puede pedir capital prestado para hacer crecer las empresas. Por lo
tanto, una política de desarrollo óptima entraña mantener las remuneraciones y
los impuestos bajos al principio del proceso de desarrollo, de modo que las
empresas puedan emplear sus ganancias para impulsar la inversión y el
crecimiento. Como lo mostraron recientemente los economistas de la Universidad
de Princeton, Oleg Itskhoki y Benjamin Moll, esto es válido incluso cuando a
las autoridades solo les importa el bienestar de los trabajadores, que se
beneficiarán con una productividad mayor y salarios más altos a medida que se
acumula capital.
Pero el 1% no puede
continuar recibiendo un tratamiento tan beneficioso para siempre. A la larga,
afirman Itskhoki y Moll, la redistribución debe prevalecer sobre la
acumulación. En ese momento, el 1% tiene que aprender a vivir con menos
ganancias y con una carga impositiva más alta –a menos, obviamente, que opte
por emplear su poder político para luchar contra dicho cambio–.
Y así ha ocurrido en muchas
economías emergentes. Desde Corea del Sur hasta Singapur, y desde México a
Chile, los países muy pobres se convirtieron en prósperos dentro de un nivel
impositivo bajo. Pero acaso en algunos de ellos la política haya demorado el giro
hacia la redistribución por demasiado tiempo. México, por ejemplo, es un país
de ingreso medio alto, sin embargo sus ingresos fiscales llegan a un
escaso 16%
de su PIB, menos de la mitad del promedio de la OCDE. En Chile, la
proporción es del 21%, pero ha estado estancada durante
casi una década. Esto se traduce no solo en seguros sociales insuficientes para
las crecientes clases medias, sino también en una falta de gasto en innovación
e infraestructura, que a su vez hace flaquear al crecimiento. La consecuencia
probable es la agitación social, que ha llegado a Chile y posiblemente llegue a
México luego de terminada la luna de miel del nuevo gobierno.
La política de libre
competencia es el tercer ejemplo del aforismo marxista que el éxito del
capitalismo engendra sus propios fracasos. Los economistas Daron Acemoglu, Philippe Aghion y Fabrizio Zilibotti explicaron el
ciclo en un importante estudio de
2006. Cuando un país es relativamente pobre, permitir ciertas rentas
monopolísticas a las empresas acelera la acumulación de capital sin perjudicar
la innovación, puesto que las empresas simplemente adoptan tecnologías
importadas desde economías más avanzadas. Sin embargo, una vez que un país
prospera y alcanza la frontera tecnológica mundial, un mayor crecimiento
requiere innovación, la cual a su vez requiere competencia.
Conclusión: las economías
emergentes exitosas deberían adoptar vigorosas políticas antimonopolios si
desean mantener su éxito. Muchas lo han hecho, incluyendo a México y Chile.
Pero, he aquí la dificultad: los nuevos y más rigurosos estándares revelarán
innumerables escándalos de colusión, que aparecerán destacados en los titulares
y encenderán la ira pública mucho antes de que la mayor competencia produzca la
innovación y los mayores ingresos que aplaquen esa ira. Es posible que el
precio del éxito en la lucha contra los monopolios sean más, en lugar de menos,
protestas callejeras.
Ahora bien, Marx y Engels no
afirmaron meramente que el desarrollo capitalista engendra sus propias
contradicciones. También llegaron a la conclusión de que dichas contradicciones
solo se pueden superar mediante «el derrocamiento forzoso de todas las
condiciones sociales existentes». Hasta ahora, la actual ola de protestas no ha
derrocado mucho (excepto al presidente de Bolivia, que intentó robarse una elección).
Ahora les toca a los gobiernos implementar –y pronto– las reformas que permitan
demostrar que, en este punto, Marx y Engels no tenían razón.
*
Traducción de Ana María
Velasco.
*
Andrés Velasco, excandidato
a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la
Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and
Political Science. Luis Felipe Céspedes, Profesor de Economía de la Universidad
Adolfo Ibáñez, es ex Ministro de Economía de Chile.
***
27-12-19
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