Francisco Fernández-Carvajal 20 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Generosidad y
espíritu de servicio de María.
— Hemos de imitar a la
Virgen. Detalles de generosidad y de servicio con los demás.
— El premio a la
generosidad.
I. Por
aquellos días, María se levantó, y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de
Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel1.
La Virgen se da del todo a lo que Dios le pide. En un
momento sus planes personales –los tendría– quedan en un rincón para hacer lo
que Dios le propone. No puso excusas. Desde el primer momento, Jesús es el
ideal único y grandioso para el que vive.
Nuestra Señora manifestó una generosidad sin límites a
lo largo de toda su existencia aquí en la tierra. De los pocos pasajes del
Evangelio que se refieren a su vida, dos de ellos nos hablan directamente de su
atención a los demás: fue generosa con su tiempo para atender a su prima Santa
Isabel hasta que nació Juan2;
estuvo preocupada por el bienestar de los demás, como nos muestra su
intervención en las bodas de Caná3.
Fueron actitudes habituales en Ella. Mucho tendrían que decirnos sus paisanos
de Nazaret de los incontables detalles de María con ellos en la convivencia
diaria.
La Virgen no piensa en sí misma, sino en los demás.
Trabaja en las faenas de la casa con la mayor sencillez y con mucha alegría;
también con gran recogimiento interior, porque sabe que el Señor está en Ella.
Todo queda santificado en la casa de Isabel por la presencia de la Virgen y del
Niño que va en su seno.
En María comprobamos que la generosidad es la virtud
de las almas grandes, que saben encontrar la mejor retribución en el haber
dado: habéis recibido gratis, dad gratis4.
La persona generosa sabe dar cariño, comprensión, ayudas materiales..., y no
exige que la quieran, la comprendan, la ayuden. Da, y se olvida de que ha dado.
Ahí está toda su riqueza. Ha comprendido que es mejor dar que recibir5.
Descubre que amar «es esencialmente entregarse a los demás. Lejos de ser una
inclinación instintiva, el amor es una decisión consciente de la voluntad de ir
hacia los otros. Para poder amar de verdad conviene desprenderse de todas las
cosas y, sobre todo, de uno mismo, dar gratuitamente... Esta desposesión de uno
mismo (...) es fuente de equilibrio. Es el secreto de la felicidad»6.
El dar ensancha el corazón y lo hace más joven, con
más capacidad de amar. El egoísmo empobrece, hace el propio horizonte más
pequeño. Cuanto más damos, más nos enriquecemos.
A la Virgen le suplicamos hoy que nos enseñe a ser generosos,
en primer lugar con Dios, y luego con los demás, con quienes conviven o
trabajan junto a nosotros, con quienes nos encontramos en las diversas
circunstancias de la vida. Que sepamos darnos en el servicio a los demás, en la
vida ordinaria de cada día.
II. Si sentimos que
a pesar de nuestra lucha, aún nos puede el egoísmo, miremos hoy a la Virgen
para imitarla en su generosidad y poder sentir la alegría de darnos y de dar.
Necesitamos entender mejor que la generosidad enriquece y agranda el corazón y
la posibilidad de recibir; el egoísmo, por el contrario, es como un veneno que
destruye, con lentitud a veces y siempre con seguridad.
Junto a María percibimos que Dios nos ha hecho para la
entrega, y que cada vez que nos «reservamos» para nuestros planes y para
nuestras cosas, a espaldas de Él, morimos un poco. «El Reino de Dios no tiene
precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas (...). A Pedro y a
Andrés les costó el abandono de una barca y de unas redes; a la viuda le costó
dos moneditas de plata...»7.
Todo lo que tenían, como en nuestro caso.
Lo «nuestro» se salva precisamente cuando lo
entregamos. «Tu barca –tus talentos, tus aspiraciones, tus logros– no vale para
nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que Él
pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú solo, con
tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente hablando, marchas
derecho al naufragio. Únicamente si admites, si buscas, la presencia y el
gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los reveses de la
vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras
de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por
el corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se irán a pique con tu
egoísmo»8.
Cada uno, donde y como Dios le llame, ha de hacer como
aquella mujer de Betania que muestra su gran amor por el Señor rompiendo un
frasco de nardo puro de gran precio9.
Es la muestra exterior de su gran amor por el Señor. Esta mujer no quiere
reservarse nada, ni para sí, ni para nadie. Es un gesto de entrega sin
reservas, de amistad, de ternura profunda por Cristo. La casa se llenó
de la fragancia del perfume. De nosotros también quedarán las muestras de
amor y entrega a Cristo. Solo eso. Lo demás se irá perdiendo y pasará como agua
de río.
La generosidad con Dios se ha de manifestar en la
generosidad con los demás: lo que hicisteis con uno de estos, conmigo
lo hicisteis10.
Es propio de la generosidad saber olvidar con
prontitud los pequeños agravios que se pueden producir durante la convivencia
diaria; sonreír y hacer la vida más amable a los demás, aunque se estén
padeciendo contradicciones; juzgar con medida ancha y comprensiva a los demás;
adelantarse en los servicios menos agradables del trabajo y de la convivencia;
aceptar a los demás como son, sin estar excesivamente pendientes de sus
defectos; un pequeño elogio, con el que, en ocasiones, podemos hacer mucho
bien; dar un tono positivo a nuestra conversación y, si es el caso, a alguna
posible corrección que debamos hacer; evitar la crítica negativa,
frecuentemente inútil e injusta; abrir horizontes –humanos y sobrenaturales– a
nuestros amigos, etc. Sobre todo, hay que facilitar el camino a quienes nos
rodean para que se acerquen más a Cristo. Es lo mejor que podemos dar.
Todos los días tenemos un tesoro para distribuir. Si
no lo damos, lo perdemos; si lo repartimos, el Señor lo multiplica. Si estamos
atentos, si contemplamos su vida, Él nos descubrirá ocasiones de servir
voluntariamente donde, quizá, pocos quieran hacerlo. Como Jesús en la Última
Cena, que lavó los pies a sus discípulos11,
no nos detendremos ante los trabajos más molestos, que son con frecuencia los
más necesarios, y cargaremos con las ocupaciones menos gratas. Aprenderemos que
las ocasiones de servir se hacen realidad con sacrificio, como fruto de una
actitud interior de abnegación y de renuncia; nos daremos cuenta de que para
encontrar estas oportunidades de servicio es necesario buscarlas: pensando en
el modo de ser de quienes conviven o trabajan con nosotros, en aquello que
necesitan, en qué podemos serles útiles. El egoísta, que pasa el día lejos de
Dios, solo se da cuenta de sus propias necesidades y de sus caprichos.
La Virgen no solo fue generosa con Dios en grado sumo,
sino también con todas aquellas personas con las que se encontró en su vida
terrena. También de Ella se puede decir que pasó haciendo el bien12.
Lo mismo deberían decir de cada uno de nosotros.
III. El
Señor recompensa aquí, y luego en el Cielo, nuestras muestras, siempre pobres,
de generosidad. Pero siempre colmando la medida. «Es tan agradecido, que un
alzar los ojos con acordarnos de Él no deja sin premio»13.
En la Sagrada Escritura encontramos múltiples
testimonios de la generosidad sobrenatural de Dios en relación a la generosidad
del hombre. La viuda de Sarepta dio un puñado de harina... y un poco de
aceite14 y recibe harina y aceite inagotables. La viuda del
Templo echa dos monedas pequeñas, y Jesús comenta: ha echado en el
cepillo más que nadie15.
El siervo que procuró hacer rendir los talentos recibidos, oirá de boca del
Señor: Puesto que has sido fiel en lo poco, recibirás el gobierno de
diez ciudades16.
Un día Pedro le dijo: Ya ves que nosotros
hemos dejado todo y te hemos seguido. Y Jesús le contestó: En
verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o
hijos por amor al reino de Dios, dejará de recibir mucho más en este siglo y la
vida eterna en el venidero17.
Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de nuestras
oraciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de un día tras otro? Quien
multiplicó panes y peces por una multitud que le sigue unos días, ¡qué no hará
por los que hayan dejado todo para seguirle siempre! Si estos necesitaran un
día una gracia especial para seguir adelante, ¿cómo podrá negarse Jesús? Él es
buen pagador.
El Señor da el ciento por uno por cada cosa dejada por
su amor. Además, quien sigue a Jesús así, no solo se está enriqueciendo cien
veces en esta vida, sino que está predestinado. Al final oirá la voz de Jesús a
quien ha servido a lo largo de su vida: Ven, bendito de mi Padre, al
cielo que te tenía prometido18.
Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya habría compensado la
generosidad. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús y de María.
1 Evangelio
de la Misa, Lc 1, 39-40. —
2 Lc 1,
31. —
3 Jn 2,
1 ss. —
4 Mt 10,
8. —
5 Hech 20,
35. —
6 Juan
Pablo II, Alocución, 1-VI-1980. —
7 San
Gregorio Magno, Hom. 5 sobre los Evangelios. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 21. —
9 Jn 12,
3. —
10 Mt 25,
40. —
11 Cfr. Jn 13,
4-17. —
12 Hech 10,
38. —
13 Santa
Teresa, Camino de perfección, 23, 3. —
14 1
Re 17, 10 ss. —
15 Mc 12,
38. —
16 Lc 19,
16-17. —
17 Lc 18,
28-30. —
18 Cfr. Mt 25,
34.
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