Jonathan Maldonado 16 de diciembre de 2019
@ponchogocho
De
acuerdo con datos de la alcaldía de Bolívar, cerca de 50.000 nuevos habitantes
hacen vida en esta jurisdicción. La mayoría ha arribado de diversas regiones de
la nación del oro negro en busca de mejor calidad de vida.
Alrededor
de 279 vendedores informales están desplegados en la avenida Venezuela, según
información manejada por la alcaldía de Bolívar.
La
mayoría de los vendedores son de otras regiones del país, Valencia es la que
más resalta.
Por
la avenida Venezuela, en San Antonio del Táchira, no solo transitan a diario
miles de ciudadanos para cruzar a Colombia. Pegados a las islas, que dividen a
la convulsa arteria vial, están decenas de vendedores informales que ofrecen
variedad de productos, desde tempranas horas de la mañana, y hasta entrada la
noche.
Esta
vía se ha convertido en el “salvavidas” para quienes han huido de sus regiones
como consecuencia de la crisis. Algunos, por no poseer los documentos en regla
para salir del país, se unen a la informalidad de la frontera; otros, alertados
por la ola de xenofobia o por no contar con los recursos necesarios, ven en la
zona una especie de “alivio”.
Los
acentos develan, en cierta forma, el gentilicio de los que allí laboran. Todos
son venezolanos pero de diferentes latitudes. También están quienes son
autóctonos de la jurisdicción fronteriza. Esta mezcla de modismos está signada
por la crisis país. Todos anhelan ganar pesos para ayudar a los parientes que
dejaron en sus zonas de origen.
La
época decembrina ha motivado a muchos informales a ofrecer ropa y calzado. A
largo de la avenida, estos puestos son los que más prevalecen, además de las
ventas de comida y refrescos. Otros, por falta de recursos, solo ofrecen
golosinas para el deleite del paladar de los cientos de venezolanos que
atraviesan la vía.
La
palabra “bolívares” no se escucha al momento de dar precios. El monto lo tienen
en pesos, algo que ya se ha tornado habitual en la ciudad de San Antonio del
Táchira. Sin embargo, cuando un cliente asoma la posibilidad de pagar en
bolívares -pocos lo hacen-, el vendedor suele aceptar.
A
las 6:00 a.m., hora en la que se abre el paso por el puente internacional Simón
Bolívar, muchos ya tienen sus tarantines instalados. Madrugan con el fin de
aprovechar al máximo el mar humano que cruza por la arteria y que, en
reiteradas ocasiones, voltea su mirada hacia donde están ellos.
Las
reglas del juego
Gran
parte de los vendedores informales, desplegados por la concurrida avenida,
cuentan con un permiso de la alcaldía para trabajar en la zona hasta el 10
enero del 2020. “La idea es que trabajen en orden, que mantengan limpio el
espacio”, resaltó la máxima autoridad local, Willian Gómez.
“Lo
importante es que no se conviertan en un problema, sino en una oportunidad. Por
eso los ubicamos en una orilla de las islas, para que no obstruyeran las aceras
y las fachadas de los establecimientos que allí operan”, aclaró Gómez, quien no
descarta que el permiso sea extendido, si se apegan a las normas acordadas.
“Hay
días buenos y otros no tan buenos”
Mabel
Pérez llega todos los días a las 6:00 a.m. a la avenida Venezuela, donde
instala su puesto de golosinas y refrescos. Allí pasa 15 horas. A las 9:00
p.m., cuando el puente cierra, recoge sus elementos de trabajo y se dirige a la
habitación que paga en pesos. “Del año que llevo en la frontera, seis meses he
laborado en esta arteria”, dijo.
Pérez,
de Acarigua, estado Portuguesa, fue recibida en la zona por su hermana, quien
le brindó el espaldarazo los primeros meses. “Ahora ella está en Perú, con su
esposo”, puntualizó, para luego agregar que su pariente tiene pensado
regresarse del todo. “No le ha ido tan mal, pero una vez retornen, no vuelven a
migrar”, indicó.
Sus
tres hijas, de 16, 13 y 10 años, son el motivo por el que decidió no irse más
lejos. Otro punto, aseguró, es la xenofobia que se ha desatado en varios países
de la región. “Pienso seguir acá, pues aunque no viajo a cada momento, sí estoy
más cerca de mis familiares, sobre todo de mis niñas”, destacó.
La
dama es consciente de la gran competencia que persiste en la avenida. “Hay días
buenos y otros no tan buenos”, reconoció quien semanalmente, con lo que gana en
su puesto, logra enviarle dinero a los suyos. “Mensualmente también les envío
algunas cosas, más que todo alimentos”, señaló.
Aunque
prefiere recibir pesos, si el cliente quiere pagar en bolívares, Pérez los
recibe. “Estamos en Venezuela y no podemos negarnos”, añadió. “Los chocolates
valen 1.000 pesos, las galletas 500 y los caramelos 100. Los refrescos oscilan
entre 1.000 y 3.000 pesos, todo depende del tamaño y la marca”, dijo.
“Dios
mediante, el 22 de diciembre, me estoy yendo a pasar la Navidad allá, en
Acarigua, y en enero regreso”, aseveró quien en su tierra llevaba varios años
laborando en un centro comercial. “Era bien porque tenía todos los beneficios,
pero a medida que la cosa se fue poniendo fuerte, el dinero no alcanzaba. Tuve
que migrar”, sentenció.
“Vine
por la temporada”
Saraith
Marcano, de 34 años, llegó a la frontera, proveniente de Cumaná, estado Sucre,
en el mes de noviembre. Lo hizo para ayudar a su hermano por la Navidad. “Vine
por la temporada”, reiteró quien el año pasado realizó la misma travesía. Su
pariente ya tiene más de tres años trabajando en la zona. Se inició en la venta
de accesorios para celulares y, con el tiempo, se fue diversificando.
Su
puesto, ubicado en la popular avenida, exhibe gorras, jeans para damas y
caballeros y blusas. Los precios, según Marcano, son asequibles e incluso más
económicos que los de Cúcuta. “Un pantalón, de la misma calidad, lo tenemos en
30.000 pesos, mientras en Colombia sale en 37.000”.
En
su tierra, cuando la crisis no estaba tan acentuada, Marcano y su familia se
dedicaban a la producción de ropa. “Tenemos una fábrica que está paralizada
actualmente”, subrayó, para luego dejar claro que este oficio no le es ajeno.
“Antes la confeccionábamos y la vendíamos a comerciantes y buhoneros, ahora
solo la ofrecemos”, explicó.
Sus
proveedores son tanto venezolanos como colombianos. Su hermano es quien se
encarga de ir buscando nueva mercancía, mientras ella atiende el negocio a
cielo abierto. A cada extremo, tiene otros puestos con quienes han creado
camaradería y así tener un espacio en el que reina la armonía.
“Tengo
tres hijos”, reveló mientras daba cuenta de que, hasta la fecha, las ventas han
tendido a la baja. “Después del 15 es que mejoran (en el momento de la entrevista
era 10 de diciembre)”, pronosticó. “Mis hijos están conscientes de que no vamos
a pasar la Navidad juntos. Ellos estarán con la abuela, porque mi esposo
también viaja a ayudarnos”, dijo.
Tanto
Saraith, como su hermano, invierten 12 horas laborando en la avenida. Ya a las
9:00 a.m. tienen armado su puesto, y a las 9:00 p.m. lo están levantando. “Así
vamos todos los días. Lo que más está saliendo son las blusas de dama”, agregó.
“No
quiero volver a Valencia”
Quizá
lo más complicado para Osvaldo Porte, de 43 años, sea desandar a diario la
avenida Venezuela, como “carruchero”. Con el sol abrasador de la frontera, el
tumulto de gente a toda hora y el peso de la mercancía de los clientes, se va
acumulando un cansancio que su rostro y mirada reflejan a simple vista.
Su
“carrucha” no la suelta. Pareciera ser su mano derecha. Inclusive, cuando está
en el puesto de golosinas, que atiende en algunos momentos y en el que obtiene
ciertas ganancias, la mantiene cerca, lista para que entre en acción. “La labor
de `carruchero` me da más, pues solo debo invertir en el mantenimiento, y es
poco”, manifestó.
En
cambio, al momento de atender el tarantín, que es de una amiga, las ganancias
disminuyen, ya que en la avenida hay muchas personas dedicadas a lo mismo.
Porte es oriundo de Valencia, estado Carabobo. “Allá no quiero volver, pues los
bolívares que uno gana no alcanzan ni para comprarse un par de chancletas”,
aseguró.
Pese
al trajinar de la frontera, gana en pesos y le permite pagar por un cubículo,
donde pasa la noche, y para comer. Para mandarle a sus allegados se le ha hecho
cuesta arriba. “Es difícil porque tampoco es que se gane mucho”, reconoció
quien en Carabobo se desempeñaba en seguridad industrial. “Este Gobierno acabó
con todo y la empresa se vio en la obligación de despedirme”.
La
única manera de que Osvaldo Porte retorne a Valencia es “cuando cambie de
Gobierno. Las cosas mejorarían y uno volvería a trabajar en lo que sabe”,
apuntó quien, por los momentos, ve en la frontera su hogar, el punto donde
logra ganancias en una moneda que no se devalúa.
“Empecé
vendiendo café”
Cuando
Deysi Vargas, de 37 años, llegó a la frontera, el puente internacional Simón
Bolívar tenía poco de haberse cerrado para paso peatonal, por orden del
gobierno de Nicolás Maduro. “No tenía más dinero para seguir”, dijo, detalle
que la empujó a ver en las trochas una opción de trabajo.
En
las entradas de esos “caminos verdes” se inició en la venta de café. Solo duró
un mes caminando para ofrecer el “negrito” o el “con leche”, pues transcurridos
30 días, consiguió una cava y un puesto fijo, donde arrancó su venta de
refrescos y otros productos.
Luego
del 8 de junio, cuando el Gobierno ordenó la apertura de los pasos
binacionales, vio en la avenida Venezuela la opción perfecta para continuar con
su trabajo. “Fue difícil hacer el lugar. Duré más de dos meses luchando, ya que
la GNB nos corría a cada instante”, evocó.
Desde
hace aproximadamente 15 días, gracias a su pareja, empezó a vender botas para
dama, caballero, y niños. “No me puedo quejar, me ha ido bien”, aseveró quien
tiene en mente convertirse en una gran empresaria. “Luego que pase la temporada,
quiero viajar a Valencia y Caracas para ofrecer el calzado. Allá se vendería en
dólares”, soltó.
Deysi
Vargas espera que la alcaldía le permita seguir trabajando tras el vencimiento
del permiso, el 10 de enero de 2020. “Por lo que nos dejaron ver, si mantenemos
el sitio limpio y en orden, nos extenderán el permiso”, deseó la dama.
“Aquí
es más estable, da para comer”
Carolina
León tiene siete meses en San Antonio. Aunque vive en La Parada, labora en la
avenida Venezuela, donde atiende un puesto de venta de franelas que le encargó
una coterránea, de Valencia. “Aquí es más estable, da para comer”, remarcó.
Sus
primeros pasos los dio en los intrincados mundos de las trochas. “Pasaba
mercancía y ayudaba a gente a cruzar”, confesó con la mirada algo perdida en un
pasado reciente, que deja palpar los peligros de la migración interna.
Las
franelas, especificó León, son traídas de Bogotá, Colombia. Sin embargo, la
dueña del negocio es quien se encarga de estampar los diversos modelos en
cuanto a marcas e imágenes. “Nos ha ido bien. Han gustado y se venden. Como
todo, hay días buenos y días malos”, señaló.
La
joven, quien huyó de Valencia con su hijo de 15 años, sueña con ver nuevamente
a su vástago estudiando. “Por los momentos, no le he conseguido cupo”, indicó
quien a las 8:00 p.m. debe cerrar su puesto para alcanzar cruzar el puente. El
adolescente, mientras entra al liceo, ayuda a su madre como “carruchero”.
EL
DATO
Alrededor
de 279 vendedores informales están desplegados en la avenida Venezuela, según
información que maneja la alcaldía de Bolívar
DE
INTERÉS
La
mayoría de los vendedores son de otras regiones del país. Valencia es la zona
que más resalta
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