San Josemaría 21 de diciembre de 2019
Llégate
a Belén, acércate al Niño, báilale, dile tantas cosas encendidas, apriétale
contra el corazón... No hablo de niñadas: ¡hablo de amor! Y el amor se
manifiesta con hechos: en la intimidad de tu alma, ¡bien le puedes abrazar!
(Forja, 345)
Es
preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que
estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y,
también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las
disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de
Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender
que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.
He
procurado siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de
esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía
es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle
de este modo: porque debo aprender de El. Y para aprender de El, hay que tratar
de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el
Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del
andar terreno de Jesús.
Porque
hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a
fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración,
como ahora, delante del pesebre.
Hay
que entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está
recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los
hombres. Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la
existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino.
(Es Cristo que pasa, nn. 13-14)
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