Tulio Hernández 10 de diciembre de 2019
@tulioehernandez
En el principio no era la hallaca. Los venezolanos del
siglo XIX y las primeras décadas del XX celebraban las fiestas decembrinas con
diversas cocinas regionales. Es por eso que Ángel Rosenblat, el maestro de las
buenas y las malas palabras, cuando escribe en este mismo Papel
Literario, en 1953, un ensayo sobre nuestro condumio mayor, titulado
precisamente ‘Hallaca’, comenta un texto sobre el tema, escrito por un pionero
de los estudios lingüísticos llamado Adolfo Ernst, y dice que el otro maestro
lo hizo en 1895 “cuando la hallaca no era todavía un plato nacional”.
Pero luego sí lo fue. La hallaca no sólo se hizo
acuerdo en todo el país sino que el quinteto hallaca-pernil-pan de
jamon-ensalada de gallina-dulce de lechoza se convirtio en la sintaxis
culinaria fundamental que ha hecho de Venezuela uno de los pocos países
iberoamericanos en donde todos sus habitantes —como ocurre con el pavo en
el Tahknsgiving estadounidense— se sientan a
comer, a la misma hora, exactamente el mismo menú, con pequeñas
variantes regionales o de inmigrantes extranjeros, para celebrar la Navidad y
la llegada del Año Nuevo.
Hay que decirlo claro: en el presente no se
puede entender las fiestas de fin de año si no está de por medio la presencia
de una hallaca. Si la Navidad es el gran momento de la cultura nacional
tradicional y de la afectividad familiar venezolana, las cenas del 24 y el 31
de diciembre son el gran momento de la Navidad, y en esas mesas la hallaca es
el protagonista fundamental. Ese objeto, verde por fuera y amarillo por
dentro, que alumbra todos nuestros cariños y la mutua vocación de
buenos deseos.
Porque la hallaca —lo sabemos todos— no es sólo
un preparado que se puede pedir, como cualquier otro, felizmente, en un
restaurante. Ella es fiesta y ritual. Memoria colectiva y gesto de afecto.
Ratificación de jerarquías y lógicas de división del trabajo en la vida
familiar. Herencia amorosa de bisabuelas, abuelas, madres y tías. Tarjeta de
presentación y gesto de bienvenida. Y, sobre todo, pretexto generoso para la
vida gregaria que las gentes de estas tierras —a un mismo tiempo caribeñas,
amazónicas y andinas— nos negamos a perder.
La hallaca como manual de historia.
Es por eso que la hallaca, desde el siglo XIX,
ha sido un tema recurrente entre escritores, historiadores y ientíficos
sociales. Uno de ellos, Arturo Uslar Pietri, el intelectual icónico de nuestro
siglo XX , acuñó la idea de que la hallaca expresaba, como ningún otro
preparado local, el carácter mestizo de nuestra cultura y nuestras tradiciones
alimentarias y que en ella, era esa su tesis central, se ha concentrado la
historia como en un conciso manual.
Cual maestro de escuela, procedía a explicar el
porqué. En la cubierta, decía, está la hoja de plátano: el plátano africano y
americano en el que lo indio y lo negro abrían “el cortejo de sabores”. Luego
viene la masa de maíz: la más americana de toda nuestras plantas, que conecta
nuestro plato navideño con las tortillas y los tamales de México, Centro y Sur
América y —me permito agregar— con toda una gama de preparados —pasteles
de choclo del Perú, humitas bolivianas, bollitos venezolanos— que pueblan la
geografía gastronómica del mundo hispanoamericano.
Siguen, adentro, en el relleno, la carne de gallina,
las aceitunas y las pasas, en donde se halla España con toda su herencia
ibérica, romana, griega y cartaginesa. En el azafrán que colorea la masa y en
las almendra que adornan el guiso —obviamente se refiere a la versión
caraqueña— el autor de Las lanzas coloradas, encuentra los
siete siglos de invasión musulmana. Y en el clavo de olor, frase deslumbrante,
“la punzante y concentrada brevedad” de un producto incorporado gracias a “la
larga búsqueda de la Europa medieval hacia el Oriente fabuloso de riquezas y
refinamiento”.
El debate lingüístico.
El otro tema en el que los intelectuales venezolanos
de diversas épocas han centrado su atención es en el origen mismo del
término hallaca y en la manera correcta de escribirlo. Como
los peruanos, que todavía debaten acaloradamente si se debe escribir cebiche
(con b) o ceviche (con v), los
venezolanos han debatido largamente entre hallaca o hayaca.
Rafael Cartay, uno de los más queridos y admirados de
nuestros historiadores del hecho culinario, lo resume muy bien en su
libro El pan nuestro de cada día. Recuerda, primero, la tesis
de Ernst, quien sostenía que la palabra viene del verbo guaraní ‘ayúa’ o
‘ayuar’ que significa revolver o mezclar, y luego se habria convertido en
‘ayuaca’, mas tarde en ‘ayaca’, como se supone se decía en el siglo XVIII
para designar ‘una cosa mezclada’.
Cartay alude luego a la argumentación de Ronsenblat,
quien sugiere en cambio que el término proviene de ‘hayaca’, que era una especie
de envoltorio, paquete o bojote. Pero es obvio que la explicación
que más le satisface es la de José Rafael Lovera, otro de nuestros grandes
historiadores del hecho alimentario, quien refiere tres registros históricos de
la voz hayaca —en una declaraccion de Juan de Villegas, el fundador de
Barquismiemto, en el juicio que se le siguió a Ambrosio Alfinger, en 1538; en
la Recopilación Historial de fray Pedro de Aguada, en 1575; y en los haberes de
los encomenderos de 1678 que habla de “tres hayacas de sal”— y en los
tres casos la palabra se usa como sinónimo de envoltorio o paquete.
Y es el mismo Lovera, quien luego explica que la voz
‘hayaca’ proviene de alguna de las lenguas aborígenes del occidente venezolano,
que derivó luego en ‘hayaca de maiz’ para designar inicialmente los
bollos envuelto en las hojas de la misma planta y más tarde —se supone que en
el siglo XVIII— se convierte en ‘hallaca’ para designar un pastel con carne que
proviene del tamal.
Es la acepción que reconoció la Real Academa de la Lengua
española, cuando en la decimotercera edición de su Diccionario la definió como
“Pastel de harina de maíz, relleno con pescado o carne en pedazos pequeños,
tocino, pasas, aceitunas, alcaparras y otros ingredientes que, envueltos en
hojas de plátano, se hace en Venezuela como manjar y regalo de Navidad”.
Sólo que la Academia lo escribió como ‘hayaca’ y los
lingüistas y otros estudiosos venezolanos de la época quedaron profundamente
insatisfechos tanto con la ortografía elegida como con la definición del
término. Muchos se declararon en rebeldía, se negaron a escribir el
vocablo con ‘y’, generalizaron el uso de la versión con ‘ll’, y algunos
—como Febres Cordero, Picón febres y Silva Uzcátegui— escribieron en distintas
publicaciones burlándose de los académicos españoles por sostener que la
hallaca está hecha de “harina de maíz” cuando todos sabían que estaba hecha de
“masa de maíz”. Luis Caballero Mejías aún no había inventado la harina
precocida y las Empresas Polar no había comenzado a comercialiarla.
La explicación de los orígenes
El otro debate interminable es ¿de dónde viene la
hayaca? Personalmente me gusta la historia aquella que atribuye el origen de
nuestro manjar a la recolección que los esclavos hacían de los restos de los
grandes banquetes de los señores mantuanos una vez que estos se retiraban de la
mesa.
Según la versión, esas ‘sobras’, en su mayoría
productos importados de España —pasas, aceitunas, almendras, alcaparras— junto
a carnes de alta calidad —tocino, gallina, res— eran luego usadas como relleno
dentro de las tortillas de maíz que por entonces constituían la base
principal de la dieta popular. De esa mezcla se supone que surgió la hallaca
que, una vez descubierta por los mantuanos, fue incorporada a sus banquetes y
sometida a un proceso de refinamiento que no se ha detenido hasta hoy.
Sin embargo, investigadores rigurosos como el ya
mencionado José Rafel Lovera, han aportado elementos suficientes para rebatir
esta tesis y asocian el origen de la hallaca a los tamales que se consumían con
distintas denominaciones en diversos lugares de la América hispana. La hallaca,
nuestro ‘pastel con carne’, habría comenzado a existir a mediado del siglo
XVIII y sería el resultado del enriquecimiento del tamal con el que los
venezolanos habían entrado en contacto gracias al intenso comercio de cacao que
por entonces Venezuela sostenía con México.
De lo que no quedan dudas
Ya sea escrita con ll o con y, como lo sigue haciendo
el DRAE; se les llame “manual de historia”, como le gustaba hacerlo a Uslar,
“multisápidas”, como las adjetivaba Rómulo Betamcourt, “la obra maestra de la
cocina criolla”, según Ronsenblat; “el pan arcaico que sirvió de molde
para recibir los mil sabores de la mesa europea”, como grandilocuentemente lo
describió Mario Briceño-Iragorry; ya sea caraqueña, oriental, andina, guayanesa
o llanera; con garbanzos, huevo, pescado, caraotas o vegetarianas; cocinadas en
leña, en cocina a gas o con electricidad; hechas en el grupo familiar o
compradas; comidas en el país o —como sucede ahora con más frecuencia en estos
tiempos de triste diáspora por el socialismo del siglo XXI— en el
extranjero; independientemente de que la la masa sea de maíz o de plátano, como
se hace en algunos lugares del Zulia, en lo que los venezolanos no tenemos duda
ni debate alguno es que, efectivamente, la hallaca es un manjar que todos
celebramos como una de nuestras mejores creaciones colectivas y sin cuya
presencia no logramos entender ni la Navidad ni el Año Nuevo.
Por eso una hallaca es muchas cosas a la vez. Un
indicador económico: todos los diciembres los medios de comunicación le dedican
grandes espacios a detectar cuánto costará hacerlas ese año. Un termómetro
político: “El próximo diciembre nos comemos las hallacas en democracia”,
cuentan que exclamaban emocionados lo venezolanos no militaristas el 23 de
enero de 1958. Un cruel anuncio de pérdida inminente: “Ese no se come las
hallacas este año”. Un despiadado criterio estético: “Con ese vestido pareces
una hallaca mal envuelta”. Un objeto de juegos verbales infantiles: “¡Feliz año
y que la hallacas no te hagan daño!”. Un acto de picardía maracucha: “Comete la
hallaca, pero guardame el bollo”. Un gesto de cariño: “Ven esta noche a
visitarnos que aquí te tenemos tu hallaquita”. Y, sobe todo, un voto de
esperanza: “¡El año que viene nos comenos las hallacas juntos!”.
Lo resumió magistralmente, en la primera mitad del
siglo XX, el humorista Job Pim:
“Hallacas de marrano o de gallina,
o de carne de res humildmente,
puede la calidad no sea muy fina:
conseguir las hallacas es lo urgente”.
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