Francisco Fernández-Carvajal 26 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— La vocación del
Apóstol. Su fidelidad. Nuestra propia vocación.
— Detalles particulares
de predilección por parte del Señor. El encargo de cuidar de Santa María.
Nuestra devoción a la Virgen.
— La pesca en el lago
después de la Resurrección. La fe y el amor le hacen distinguir a Cristo en la
lejanía; nosotros debemos aprender a verle en nuestra vida ordinaria.
Peticiones a San Juan.
I. El Apóstol San
Juan era natural de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera norte del mar de
Tiberíades. Sus padres eran Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago el Mayor.
Formaban una familia acomodada de pescadores que, al conocer al Señor, no dudan
en ponerse a su total disposición. Juan y Santiago, en respuesta a la llamada
de Jesús, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le
siguieron1. Salomé, la madre, siguió también a Jesús, sirviéndole con sus
bienes en Galilea y Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario2.
Juan había sido discípulo del Bautista cuando este
estaba en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el Precursor le
señaló: He ahí el Cordero de Dios. Al oír esto fueron tras el Señor y
pasaron con Él aquel día3.
Nunca olvidó San Juan este encuentro. No quiso decirnos nada de lo que aquel
día habló con el Maestro. Solo sabemos que desde entonces no le abandonó jamás;
cuando ya anciano escribe su Evangelio, no deja de anotar la hora en la que se
produjo el encuentro con Jesús: Era alrededor de la hora décima4,
las cuatro de la tarde.
Volvió a su casa en Betsaida, al trabajo de la pesca.
Poco después, el Señor, tras haberle preparado desde aquel primer encuentro, le
llama definitivamente a formar parte del grupo de los Doce. San Juan era, con
mucho, el más joven de los Apóstoles; no tendría aún veinte años cuando
correspondió a la llamada del Señor5,
y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso, exclusivo.
En San Juan, y en todos, la vocación da sentido aun a
lo más pequeño. La vida entera se ve afectada por los planes del Señor sobre
cada uno de nosotros. «El descubrimiento de la vocación personal es el momento
más importante de toda existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo
semejante a como un paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el
sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas
de la noche. Todo descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como
al arrojar nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros
descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza»6.
Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y
Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su vida. Ninguna
resistencia opuso a la llamada, y supo estar en el Calvario cuando todos los
demás habían desaparecido. Así ha de ser nuestra vida, pues, aunque el Señor
hace llamamientos especiales, toda su predicación tiene algo que comporta una
vocación, una invitación a seguirle en una vida nueva, cuyo secreto Él
posee: si alguno quiere venir en pos de Mí...7.
A todos nos ha elegido el Señor8 –a
algunos con una vocación específica– para seguirle, imitarle y proseguir en el
mundo la obra de su Redención. Y de todos espera una fidelidad alegre y firme,
como fue la del Apóstol Juan. También en los momentos difíciles.
II. Este es
el apóstol Juan, que durante la cena reclinó su cabeza en el pecho del Señor.
Este es el apóstol que conoció los secretos divinos y difundió la palabra de
vida por toda la tierra9.
Junto con Pedro, San Juan recibió del Señor
particulares muestras de amistad y de confianza. El Evangelista se cita
discretamente a sí mismo como el discípulo a quien Jesús amaba10.
Ello nos indica que Jesús le tuvo un especial afecto. Así, ha dejado constancia
de que, en el momento solemne de la Última Cena, cuando Jesús les anuncia la
traición de uno de ellos, no duda en preguntar al Señor, apoyando la cabeza
sobre su pecho, quién iba a ser el traidor11.
La suprema expresión de confianza en el discípulo amado tiene
lugar cuando, desde la Cruz, el Señor le hace entrega del amor más grande que
tuvo en la tierra: su santísima Madre. Si fue trascendental en la vida de Juan
el momento en que Jesús le llamó para que le siguiera, dejando todas las cosas,
ahora, en el Calvario, tiene el encargo más delicado y entrañable: cuidar de la
Madre de Dios.
Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba,
que estaba allí, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice el
discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en
su casa12.
A Juan, como a ningún otro, pudo hablar la Virgen de todo aquello que guardaba
en su corazón13.
Hoy, en su festividad, miramos al discípulo a quien
Jesús amaba con una santa envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, y
a la vez hemos de agradecer los cuidados que con Ella tuvo hasta el final de
sus días aquí en la tierra.
Todos los cristianos, representados en Juan, somos
hijos de María. Hemos de aprender de San Juan a tratarla con confianza. Él, «el
discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida.
Los autores principales han visto en esas palabras, que relata el Santo
Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos
también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua
esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos
a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se
manifieste como nuestra Madre»14.
Podemos también imaginar la enorme influencia que la
Virgen ejerció en el alma del joven Apóstol. Nos podemos hacer una idea más
acabada al recordar esas épocas de nuestra vida –quizá ahora– en que nosotros
mismos hemos acudido y hemos tratado de modo especial a la Madre de Dios.
III.
Pocos días después de la Resurrección del Señor se encuentran algunos de sus
discípulos junto al mar de Tiberíades, en Galilea, cumpliendo lo que les ha
dicho Jesús resucitado15.
Están dedicados de nuevo a su oficio de pescadores. Entre ellos se encuentran
Juan y Pedro.
El Señor va a buscar a los suyos. El relato nos
muestra una escena entrañable de Jesús con los que, a pesar de todo, han
permanecido fieles. «Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se
han entregado a Él; y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no
cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! (...).
Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han
escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y
comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.
»Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se
dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el
primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme
cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda
la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el
Señor!
»Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistiose la
túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una
audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde
llegaremos nosotros?»16.
¡Es el Señor! Ese
grito ha de salir también de nuestros corazones en medio del trabajo, cuando
llega la enfermedad, en el trato con aquellos que conviven con nosotros. Hemos
de pedirle a San Juan que nos enseñe a distinguir el rostro de Jesús en medio
de esas realidades en las que nos movemos, porque Él está muy cerca de nosotros
y es el único que puede darle sentido a lo que hacemos.
Además de sus escritos inspirados por Dios, conocemos
por la tradición detalles que confirman el desvelo de San Juan para que se
mantuviera la pureza de la fe y la fidelidad al mandamiento del amor fraterno17.
San Jerónimo cuenta que a los discípulos que le llevaban a las reuniones,
cuando ya era muy anciano, les repetía continuamente: «Hijitos, amaos los unos
a los otros». Le preguntaron por su insistencia en repetir siempre lo mismo.
San Juan respondió: «Este es el mandamiento del Señor y, si se cumple, él solo
basta»18.
A San Juan podemos pedirle hoy muchas cosas: de modo
especial que los jóvenes busquen a Cristo, lo encuentren y tengan la
generosidad de seguir su llamada; también podemos acudir a su intercesión para
nosotros ser fieles al Señor como él lo fue; que sepamos tener al sucesor de
Pedro el amor y el respeto que él manifestó al primer Vicario de Cristo en la
tierra; que nos enseñe a tratar a María, Madre de Dios y Madre nuestra, con más
cariño y más confianza; le pedimos que quienes están a nuestro alrededor puedan
saber que somos discípulos de Jesús por el modo en que los tratamos.
Dios y Señor nuestro, que nos has revelado por medio
del apóstol San Juan el misterio de tu Palabra hecha carne; concédenos, te
rogamos, llegar a comprender y a amar de corazón lo que tu apóstol nos dio a
conocer19.
1 Mc 1,
20. —
2 Mc 15,
40-41. —
3 Jn 1,
35-39. —
4 Jn 1,
39. —
5 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, p. 1.094. —
6 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 80. —
7 Mt 16,
24. —
8 Cfr. Rom 1,
7; 2 Cor 1, 1. —
9 Antífona
de entrada de la Misa. —
10 Cfr. Jn 13,
23; 19, 26; etc. —
11 Jn 13,
23. —
12 Jn 19,
26-27. —
13 Cfr. Lc 2,
51. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 140. —
15 Cfr. Mt 28,
7. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 265-266. —
17 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona, 1983, p. 1.101. —
18 San
Jerónimo, Comentario a Gálatas, 3, 6. —
19 Oración
colecta de la Misa.
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