Por Hugo Prieto
Esta entrevista, vía
telefónica, salda una deuda con un ensayista, un académico, formado en la
Universidad Central de Venezuela, pero que desde hace años vive en Estados
Unidos, donde se desempeña como profesor de Postgrado de Literaturas Hispánicas
y Comparadas en la Universidad de Connecticut.
Desde sus propios inicios,
como intelectual y como escritor, Miguel Gomes ha seguido el quehacer literario
en Venezuela, así como los avatares, en declive acelerado, que ha experimentado
el país. Su conexión con el país ocupa un lugar importante en su vida
cotidiana. Su libro, El desengaño de la Modernidad, publicado por la
Universidad Católica Andrés Bello en 2017, traza un recorrido por la obra de
autores venezolanos, varios de ellos establecidos como Ana Teresa Torres,
Alberto Barrera Tyzka y Juan Carlos Méndez Guédez. Otros no tanto, pero no por
eso menos meritorios y comprometidos con su obra, entre otros, Gisela Kozak
Rovero, Pedro Plaza Salvati y Gustavo Valle. Quedo en deuda con los poetas,
cuya obra también es objeto de miradas y reflexiones en este libro.
Empecemos con una reflexión
de Fernando Coronil de su libro El Estado Mágico, cuyas páginas abarcan
los más disímiles aspectos de la vida venezolana y que, además, usted cita
en El desengaño de la modernidad. “El Estado se transformó en un poderoso
escenario tanto para la ejecución de ilusiones como para la ilusión de
ejecuciones, un lugar de magia, lo que sobrevendrá cuando el acto sea
entorpecido por las circunstancias constituye un derrumbe percibido como
‘traición’ simbólica por las masas, acostumbradas a la idea de que pueblo y
riqueza natural se consustanciaban gracias a la acción unificadora del Estado”.
¿Qué implicaciones pudo tener esa idea en la literatura venezolana?
Una de las acotaciones más
interesantes de Coronil a esa visión, o mejor dicho, a esa revisión de lo que
fue la Venezuela anterior, es haber alertado acerca de los peligros de
contaminar la vida cívica con elementos que vienen de la religiosidad, con
elementos irracionales. Eso por una parte, y por la otra, el peligro de
estetizar la política. Eso siempre trae malas consecuencias, entre otras cosas
porque se crea una postura con respecto al Estado de feligresía, ya no somos
ciudadanos sino feligreses. Y de pronto viene, como dices, la traición y las
consecuencias. Es decir, la masa actúa como si se estuviese enfrentando a una
traición real. ¿Qué impacto tiene esto en las artes en general? El individuo que
crea está dialogando con su inconsciente. Pero sabemos que el inconsciente
individual está conectado con un inconsciente colectivo. Creo que nuestras
artes captan todos esos movimientos que están ocurriendo en la vida cívica y en
la vida cotidiana. Definitivamente, el arte se las arregla para recoger esos
materiales y reexpresarlos. Ya no como doctrina, sino como un acto puro de
expresión. De poner ante nuestros ojos lo que estamos viviendo, las vivencias
inmediatas. Los que recibimos la obra de esos artistas somos los que vamos a
intentar colocarla en algún tipo de discurso. Eso es lo que ha estado haciendo
el arte y por ahí podemos rastrear un poco nuestras tragedias.
¿Frente a esa visión, a esa
concepción del Estado, de sus aparatos ideológicos, de la burocracia cultural,
digamos, hubo autonomía de los narradores, de los poetas y del mundo del arte
en general?
La forma de autonomía de la
que habla El desengaño de la modernidad tiene que ver un poco con los
valores literarios que en Venezuela, han estado conectados, en algún momento
dado, con la fundación de la nación. Tenemos que recordar que nuestra
literatura moderna comienza en el momento en que hay un poeta que se va a
Londres, junto con un militar, a representar la revolución de independencia.
Tenemos a Bello, en ese momento, que está coordinando tanto su vida en las
letras como su vida cívica. Entonces, ese momento fundacional no se borra tan
fácilmente. Siempre va a estar atado, digamos, en personas de la cultura, a la
labor de crear nación. En algunos momentos, ese imperativo queda en segundo
lugar, pero siempre va a estar latente. Jamás, creo yo, ha desaparecido y una
buena prueba es que cíclicamente se reinventa la discusión entre la
responsabilidad cívica y la responsabilidad de los valores espirituales y los
valores de lo estético. Creo que eso nos va a acompañar durante mucho tiempo,
entre otras cosas, porque nuestra literatura es una literatura post colonial.
¿Qué significa eso?
Bueno, si en una sociedad
literaria como la francesa la fundación de la nación nunca entró en juego o si
lo hizo fue de una forma muy colateral, para nosotros fue central en el momento
de inventarnos como país y esa centralidad cargó la responsabilidad cívica de
valores estéticos. Es de por sí bello —y esto es un juego de palabras con
Andrés Bello también— entender lo bello que fue la construcción de la nación.
Eso es estético, de una u otra manera, también. Oscilamos, vamos a estar
regresando, una y otra vez, a eso. En los años 60, por ejemplo, todos esos
imperativos, que antes eran el paisaje venezolano contra la cultura artificial
europea que se estaba asentando en las ciudades, se recubrieron con la
discusión del compromiso, adaptaron los discursos del compromiso desde Europa a
nuestra dinámica dual. Octavio Paz lo retrató muy bien, él habló de una
dinámica común a la literatura latinoamericana que es la pugna entre lo
europeísta y lo americano. Vamos a ir colocando otras categorías en ese binomio
en la medida en que vaya transcurriendo la historia.
El otro punto tiene que ver
con la modernidad, que en Venezuela está muy asociada con el petróleo. La
sociedad venezolana tuvo la oportunidad de utilizar el petróleo como pivote,
como palanca, para urbanizar al país y construir infraestructura pública, para
erradicar enfermedades endémicas. De esa experiencia, queda la sensación de que
la modernidad nos dejó una cuenta infinita de metros cúbicos de cemento y
concreto armado. Pero modernidad tanto en ciudadanía como en política, creo que
hubo muy poco, ¿no? ¿Usted qué piensa?
Desde el siglo XVIII la
modernidad se está reinventando. Hay discursos cíclicos de lo moderno y,
sinceramente, pienso que esto es como una de estas serpientes que se muerde la
cola. La más reciente invención fue eso que se llamó la postmodernidad, que no es
sino la modernidad más moderna. Actualmente, estamos viviendo los escombros de
un discurso de la modernidad, que no supo aprovechar todas las posibilidades
del país. Y tenemos que aceptarlo, en Venezuela la gente sigue caminando sobre
las mayores reservas comprobadas de petróleo del mundo. El petróleo sigue allí
y todavía se podría usar. Sentimos la derrota o el fracaso del discurso de la
modernidad, pero eso no quiere decir que se haya cancelado totalmente esa
esperanza. Muchas personas están trabajando con ello. Pero lo que se está
produciendo cada vez más, sobre todo entre gente de las letras, o gente que
reflexiona acerca de lo que sucede en el país, es un encuentro con un largo
engaño. Es decir, estamos hablando de algo que deseamos, la modernidad, pero
realmente no se han sentado bases sólidas para su obtención. En la literatura,
por ejemplo, se aprecia bastante bien ese desengaño con una serie de relatos de
lo subterráneo que se han ido multiplicando en nuestras novelas, en nuestros
cuentos. También en el teatro. Hay que recordar que hace unas décadas, Cabrujas
escribió Profundo, esa relación conflictiva nuestra con lo que está en el
subsuelo, como eso nos va a determinar. Y, últimamente, han aparecido novelas
donde obsesivamente aparece el subsuelo o lo subterráneo marcando la vida en la
superficie. Los escritores, específicamente, de una u otra manera, están
captando que hemos sido prisioneros de algo que ni siquiera vimos, de algo que
ni siquiera hemos podido usar realmente.
¿Podría mencionar algunos
títulos, algunos autores?
Pienso en una novela
como Bajo Tierra de Gustavo Valle, conectada además con la imaginería
del deslave (Vargas, 1989). Cuadernos de Manhattan, de Víctor Carreño, un
venezolano viaja y comienza a obsesionarse con hombres topos en el metro de
Nueva York, los venezolanos transportamos esta obsesión subterránea;
recientemente apareció Broadway—Lafayette, de Pedro Plaza Salvati,
donde tenemos también a una protagonista obsesionada con el subterráneo de
Nueva York. Es decir, esto es un motivo que recurre y que habla, de alguna
manera, con nuestro conflicto básico: Tenemos todos los mecanismos para
modernizarnos, pero los mecanismos que han puesto los estratos políticos para
llevar a cabo ese proyecto siempre han sido irrealistas o irresponsables, están
llenos de atajos, en los que no hay una visión de largo plazo.
¿Qué responsabilidad tiene
el Estado y qué responsabilidad tiene la sociedad en esas labor inconclusa y,
por tanto, en esa sensación de frustración y desengaño que tenemos los venezolanos
con relación a la modernidad?
Ni soy politólogo ni soy
sociólogo, esa es una pregunta para alguien que puede abarcar mejor esos
campos. Pero yo creo que nuestra responsabilidad, primero, radica en cambiar
nuestra cultura inmediata. ¿Qué sucedió en la Venezuela saudita, por ejemplo?
No creo que hubiese un culto al trabajo. Es decir, la fluidez monetaria nos
ahorraba demasiados esfuerzos y digamos, en la cultura inmediata, deberíamos
respetar y valorar el esfuerzo del trabajo. ¿Qué sucedió en 1998? Hubo un voto
abrumador y extraordinario por una solución fácil, por el caudillo
providencial. Creo que teníamos una serie de elementos institucionales a favor
y de pronto buscamos el atajo. Es decir, vamos a regresar de nuevo al héroe, a
la solución rápida venida por la acción del hombre providencial, en vez de
intentar el camino de las reformas, el de ciertos sacrificios materiales, el
camino de reinversiones, de reestructuraciones, eso como que era demasiado
abstracto. Regresamos de nuevo al individuo, al César, que iba a representar a
la masa.
En todas las novelas que
cita en su libro, Caracas es una ruina urbanística recorrida por una cicatriz
de hediondez, y tarde o temprano aparece la palabra mierda en esas páginas,
como una realidad que nos atrapa. No sé si eso es propio de las altas
temperaturas del trópico, porque también en La Habana hay algo de esa
imaginería o es algo que podría atribuirse a un fenómeno político más que a
cuestiones climáticas.
Diría, como mencioné antes,
que estos escritores, están en diálogo, cuando escriben, con el subconsciente,
con motivos no necesariamente racionales, y en el inconsciente nuestro ser
interior siempre encuentra la manera de buscar balances con respecto a la
realidad. Si tú tienes una realidad en la que los discursos heroicos, los
discursos sublimes, te acorralan por todas partes y en estos últimos 20 años de
manera muy notable, el inconsciente trata de compensar. Jung decía que una de
las misiones del arte era buscar ese balance que necesitamos en nuestra vida
para poder individuarnos de una u otra manera. Si tú tienes un exterior donde
todo es heroico y sublime, el inconsciente empieza a responder con lo
contrario, empieza a ponernos alerta, a abrir nuestros sentidos a todo lo que
nos rodea que no es, precisamente, heroico y sublime. De ahí vienen esas
imágenes, esas metáforas, de lo abyecto, de lo pútrido, que abundan tanto en
esta poesía, en esta narrativa, de los últimos tiempos. Un personaje de
(Rodrigo) Blanco Calderón dice, literalmente, este país es una mierda. En
una novela escandalosa de hace algunos años de (Alejandro) Rebolledo, uno de
sus personajes dice que el universo es una poceta. Un personaje de (Juan
Carlos) Méndez Guédez decía una frase que a mí me parece memorable Bolívar
cada vez me interesa menos, en su nombre nos ha caído demasiada mierda. Yo
lo que veo allí es un mecanismo de balance, es una respuesta a todos estos
discursos opresivos que vienen del exterior. No creo que estas novelas o estos
libros de poemas estén haciendo política o dándonos ideología, son
viscerales.
Cita a Ana Teresa Torres,
quien dice: “Somos requeridos para una tarea mayor: La de tener respuesta a las
indefiniciones de la patria”. Acaba de decir que no es politólogo ni sociólogo,
que tales preguntas no son propiamente para un crítico literario, que es su
línea de investigación, pero le hago esas preguntas a los escritores, y ahora a
usted, porque he visto esa pulsión de la que habla Torres. Tengo la impresión
de que los poetas, los narradores, son capaces de explicar mejor lo que ocurre
en el país, mejor que los antropólogos, que los sociólogos y obviamente que los
políticos. Como en la película Seven: “Lo siento, te tocó el gordo”, tiene
que tratar de darle respuesta a las indefiniciones no sólo de la patria, sino
de la sociedad venezolana. ¿Qué piensa usted?
El imperativo del que habla
Ana Teresa es parte de nuestra génesis, de lo que ya conversamos. Venimos de
una literatura fundada en circunstancias postcoloniales. Y esas circunstancias
de nacimiento, nos están marcando de una u otra manera, alterándose,
retocándose, debido, precisamente, a las circunstancias. Ese imperativo sigue
allí. Es parte de nuestra tradición. Diría que un sociólogo, un politólogo,
puede dar respuestas desde su disciplina, el arte las da desde las vivencias. Y
por eso nos afectan sus respuestas, porque nos llegan, repito, desde lo
visceral. Hay una experiencia inmediata y eso es lo que podemos hacer los
artistas; y los críticos literarios pueden tratar de entender cómo esos
artistas están tratando de plasmar esas vivencias. Esa es la respuesta que se
puede dar desde cierto ángulo de la realidad, desde el ángulo del artista.
Cuando el artista empieza a racionalizar sus respuestas, ya lo está haciendo no
como artista sino como intelectual. El intelectual es, precisamente, el artista
o el hombre de pensamiento, que busca esa experiencia previa y la incorpora al
engranaje social. Esa es la faceta del activista. La gente de la cultura se
puede enfrentar al país de dos maneras. Una, como artista. Dos, como
intelectual y cuando actúa como tal ya es un agente activo en el mundo
político. Se ha hecho, se ha hecho con frecuencia. No tanto en los años 80 o
90, pero sí más frecuente en los últimos tiempos. Yo los he visto asociados a
un mundo político y también operando desde los medios de comunicación, no ya
desde la poesía o la narración, sino entregándose a ciertos géneros que son
mucho más comunicativos. Ha habido un florecimiento del ensayo político muy
interesante. También de la crónica periodística, donde el testimonio surge de
forma cruda y dura. Como exponentes del ensayo político, podría mencionar a la
propia Ana Teresa Torres, Antonio López Ortega y Juan Carlos Chirinos con un
libro muy importante que, sencillamente, se titula: Venezuela.
La revista Comunicación publicó
un artículo donde tres de los autores que estudia en su libro —Alberto Barrera
Tyzka, Héctor Torres y Méndez Guédez— discuten alrededor de la neolengua como
herramienta del discurso chavista. De la palabra escuálido, cuyo significado Chávez
cambió totalmente o de la palabra majunche, rescatada para estigmatizar a
quienes piensan distinto y de cómo el lenguaje cuartelario caló en el mundo
popular. Lo que sin duda contribuyó a implantar la hegemonía, convertida luego
en opresión por el señor Maduro. El lenguaje es la razón de ser, el arma de los
escritores. Así que ha habido una pugna alrededor del lenguaje y cuál es el que
impera en Venezuela.
La literatura siempre ha
estado enzarzada en esa batalla, por lo menos en la época moderna. Implicada en
una reinversión de la lengua y del lenguaje en general, sólo que las
circunstancias venezolanas han exasperado esa actividad normal de los
escritores, el escritor siempre está tomando el sistema de signos de la
comunidad y está haciendo cosas que, en principio, la comunidad aceptaría. Por
eso se habla, entre otras cosas, de licencias poéticas. El hecho de tomarse
atributos que no deberían tomarse. Pero en nuestra época, en la que vivimos
este conflicto, la batalla se ha hecho muy evidente y es una batalla que, en
nuestras circunstancias, se ha convertido también en una batalla política. Es
decir, hay muchas guerras, guerras simbólicas que se están librando. No creo
que haya sido una iniciativa de la comunidad de los escritores, eso es desde
las esferas del poder mismo, cambiando nombres, cambiándole el nombre al país,
por ejemplo, cambiando signos de otro tipo, la bandera el escudo. Bueno, los
escritores, simple y llanamente, están respondiendo, lo que comenzó en la
esfera del poder. El escritor siempre destruye los sistemas que recibe, siempre
con el propósito de recrearlos, de generar algo más que pueda ser compartido
por la tribu —en alusión al libro de Ana Teresa Torres—. Lo que se
libre en el campo de las palabras, se está librando en los otros campos de la
sociedad.
Toda revolución se plantea
el contraste, el cambio radical, la transformación institucional, y con ello la
elaboración de nuevos productos artísticos en la esfera. Estoy pensando en la
cinematografía de Sergei Eisenstein, en Rusia, y en la novela Memorias del
Subdesarrollo, en Cuba. No veo que ese intento, ese propósito, haya sido un
desafío, una pulsión, para la autodenominada revolución bolivariana. ¿Cuál es
su opinión?
Empecemos de nuevo por el
lenguaje, muchas de las palabras del discurso chavista son palabras huecas, las
tocas por fuera y suena a vacío. La palabra bolivariano o revolución, por
ejemplo. ¿Qué es lo que ha pasado últimamente en la Venezuela del discurso
chavista? Tenemos una facción política que se presenta como revolucionaria,
pero que en el fondo es tremendamente reaccionaria, que una y otra vez y otra
vez quiere regresar al pasado. Ya no podemos ser bolivarianos en el siglo XXI
en el sentido en que lo era Simón Bolívar. Eso es absurdo. Simón Bolívar fue la
respuesta a una circunstancia de principios del siglo XIX. Si yo quiero
reactivar eso, una y otra vez, estoy enamorado del pasado. Y esa es la
definición de reaccionario. Es un movimiento político reaccionario, en mi
opinión. Sin ninguna duda, no tiene nada que ver con revoluciones. Siempre va a
haber en la sociedad, una fuerza hegemónica, aquello que está prevaleciendo y
creando jerarquías. Van a haber elementos que emergen, que no han estado en
juego, que de una u otra manera están señalando cambios en la sociedad. Siempre
va haber vestigios del pasado, que podrían servir para conservar el pasado o
para cambiar el presente. Son fuerzas. Las hegemónicas, regulan. Las
emergentes, comienzan un proceso. Y lo arcaico, es lo superviviente. Pero en el
caso del chavismo, donde es muy obvio que hay elementos del pasado puestos en
el presente, no creo que haya sido utilizado para cambiar el presente, sino más
bien es un arcaísmo que viene del pasado y quiere preservar el pasado. Tal vez
hubo sectores que se plantearon del chavismo que se plantearon utilizar el
pasado para impulsar un cambio, pero eso no fue lo que sucedió. El país se
entregó al arcaísmo. Bolívar no es una figura histórica, sino un padre
omnipotente. Y la mitologización de Chávez mismo. El bolivarismo nos liberó de
la colonia. Eso fue absolutamente positivo, pero también fijó semillas no
necesariamente positivas. Se creó el culto a Bolívar y a la figura
providencial, por ejemplo. Imagina un discurso de fines del siglo XX, lo hemos
visto, que retoma ese vestigio del caudillismo decimonónico y los junta con
proyectos, obviamente fracasados, como la revolución cubana.
22-12-19
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