Francisco Fernández-Carvajal 21 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Santa María, Maestra
de esperanza. Origen del desánimo y del desaliento. Jesucristo, el bien
supremo.
— El objeto de nuestra
esperanza.
— Confianza en el
Señor. Nunca llega tarde para darnos la gracia y las ayudas necesarias.
I. El espíritu del
Adviento consiste en buena parte en vivir cerca de la Virgen en este tiempo en
el que Ella lleva en su seno a Jesús. La vida nuestra es también un adviento un
poco más largo, una espera de ese momento definitivo en el que nos
encontraremos por fin con el Señor para siempre. El cristiano sabe que
este adviento ha de vivirlo junto a la Virgen todos los días
de su vida si quiere acertar con seguridad en lo único verdaderamente
importante de su existencia: encontrar a Cristo en esta vida, y después en la
eternidad.
Y para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor
que acompañar en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más
confianza.
Nuestra Señora fomenta en el alma la alegría, porque
con su trato nos lleva a Cristo. Ella es «Maestra de esperanza. María proclama
que la llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1,
48). Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era
Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo
Testamento –Judit, Ester, Débora– consiguieron ya en la tierra una gloria
humana (...). ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra
impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco
bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos.
Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la
esperanza»1.
No cae en desaliento quien padece dificultades y
dolor, sino el que no aspira a la santidad y a la vida eterna, y el que
desespera de alcanzarlas. La primera postura viene determinada por la
incredulidad, por el aburguesamiento, la tibieza y el excesivo apegamiento a
los bienes de la tierra, a los que considera como los únicos verdaderos. El
desaliento, si no se le pone remedio, paraliza los esfuerzos para hacer el bien
y superar las dificultades. En ocasiones, el desánimo en la propia santidad
está determinado por la debilidad del querer, por miedo al esfuerzo que
comporta la lucha ascética y tener que renunciar a apegamientos y desórdenes de
los sentidos. Tampoco los aparentes fracasos de nuestra lucha
interior o de nuestro afán apostólico pueden desalentarnos: quien hace las
cosas por amor a Dios y para su Gloria no fracasa nunca:
«Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo –ahora y en esto– era fracasar. –Da
gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!»2.
«No has fracasado: has adquirido experiencia–. ¡Adelante!»3.
Dentro de pocos días veremos en el belén a Jesús en el
pesebre, lo que es una prueba de la misericordia y del amor de Dios. Podremos
decir: «En esta Nochebuena todo se para en mí. Estoy frente a Él: no hay nada
más que Él, en la inmensidad blanca. No dice nada, pero está ahí... Él es Dios
amándome»4. Y si Dios se hace hombre y me ama, ¿cómo no buscarle? ¿Cómo
perder la esperanza de encontrarle si Él me busca a mí? Alejemos todo posible
desaliento; ni las dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden
nada ante la alegría de la Navidad que ya se acerca.
II. La esperanza se
manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento como una de las características
más esenciales del verdadero pueblo de Dios. Todos los ojos están puestos en la
lejanía de los tiempos, por donde un día llegaría el Mesías: «los libros del
Antiguo Testamento narran la historia de la Salvación, en la que, paso a paso,
se prepara la venida de Cristo al mundo»5.
En el Génesis se habla ya de la
victoria de la Mujer sobre los poderes del mal, de un mundo
nuevo6.
El profeta Oseas anuncia que Israel se convertirá y
florecerá en el amor antiguo7.
Isaías, en medio de las decepciones del reinado de Ezequiel, anuncia la venida
del Mesías8, Miqueas señalará a Belén de Judá como el lugar de su
nacimiento9.
Faltan pocos días para que veamos en el belén a
Nuestro Señor, a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen cuidó
con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después
entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al
misterio de su Nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en
oración y cantando su alabanza10.
Jesucristo proclama, desde el pesebre de Belén hasta
el momento de su Ascensión a los cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo
es nuestra única esperanza11.
Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Miramos hacia la
gruta de Belén, «en vigilante espera», y comprendemos que solo con Él nos
podemos acercar confiadamente a Dios Padre12.
El Señor mismo nos señala que el objeto principal de
la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida, que la herrumbre
y la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban13,
sino los tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la
felicidad suprema de la posesión eterna de Dios.
Esperamos confiadamente que un día nos conceda la
eterna bienaventuranza y, ya ahora, el perdón de los pecados y su gracia. Como
una consecuencia, la esperanza se extiende a todos los medios necesarios para
alcanzar ese fin. Desde este aspecto particular, también los bienes terrenales
pueden caer en el ámbito de la esperanza, pero solo en la medida y en la manera
con que Dios los ordena a nuestra salvación.
Vamos a luchar, estos días y siempre, con todas
nuestras fuerzas contra esas formas menores de desesperación que son el
desánimo, el desaliento y el estar preocupados casi exclusivamente por los
bienes materiales.
La esperanza lleva al abandono en Dios y a poner todos
los medios a nuestro alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a
recomenzar muchas veces, a ser constantes en el apostolado y pacientes en la
adversidad, a tener una visión más sobrenatural de la vida y de sus
acontecimientos. «En la medida en que el mundo se canse de su esperanza
cristiana, la alternativa que le queda es el materialismo, del tipo que ya
conocemos; esto y nada más. Su experiencia del cristianismo ha sido como la
experiencia de un gran amor, el amor de toda una vida... Ninguna voz nueva
(...) tendrá ningún atractivo para nosotros si no nos devuelve a la gruta de
Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo, ensanchar nuestra
caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la visión de una
pureza deslumbradora»14.
III. Escuchadme,
los desanimados, que os creéis lejos de la victoria. Yo acerco mi victoria; no
está lejos, mi salvación no tardará15.
Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande
cuanto menores sean los medios de que se dispone o mayores sean las
dificultades. En cierta ocasión en que Jesús vuelve a Cafarnaúm, nos dice San
Lucas16 que todos estaban esperándole. En medio de
aquella multitud sobresale un personaje que el Evangelista destaca diciendo que
era un jefe de sinagoga y pide a Jesús la curación de su
hija: se postró a sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta
muestra pública de humildad y de fe en Él.
Inmediatamente, a una indicación del Señor, todos se
ponen en movimiento en dirección a la casa de Jairo. La niña, de doce años,
hija única, se estaba muriendo. Debe de estar ya agonizando. Precisamente
entonces, cuando han recorrido una parte del camino, y al amparo de la
multitud, una mujer que padece una enfermedad que la hace impura según la ley
se acerca por detrás y toca el extremo del manto del Señor. Es también una
mujer llena de una profunda humildad.
Jairo había mostrado su esperanza y su humildad
postrándose delante de todos ante Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida,
no quería entretener al Maestro; pensaba que era demasiado poca cosa para que
el Señor se fijara en ella. Le basta tocar su manto.
Ambos milagros se realizarán acabadamente. La mujer,
en la que había fracasado la ciencia de tantos médicos, será curada para
siempre, y la hija de Jairo vivirá plena de salud a pesar de que cuando llega
la comitiva después del retraso sufrido en el trayecto, haya muerto.
Durante el suceso con la hemorroísa, ¿qué ocurre con
Jairo? Parece que ha pasado a segundo plano, y no es difícil imaginarlo un
tanto impaciente, pues su hija se le moría cuando la dejó para buscar al
Maestro. Cristo, por el contrario, no aparenta tener prisa. Incluso parece no
dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo.
Cuando Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay
posibilidad de salvarla; parece que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente
ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo invita al
desaliento, ha llegado la hora de la esperanza sobrenatural.
Jesús no llega nunca tarde. Solo se precisa una fe
mayor. Jesús ha esperado a que se hiciese «demasiado tarde», para enseñarnos
que la esperanza sobrenatural también se apoya, como cimiento, en las ruinas
del esperar humano y que solo es necesario una confianza sin límites en Él, que
todo lo puede en todo momento.
Nos recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando
parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos
concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto al Sagrario
en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a estas: No temas,
ten solo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer. Más
confianza, cuanto menores sean los elementos en que humanamente nos podamos
apoyar.
La devoción a la Virgen es la mayor garantía para
alcanzar los medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido
destinados. María es verdaderamente «puerto de los que naufragan, consuelo del
mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos»17.
Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y
siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los
Profetas. «Ella precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de
esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (Cfr. 2
Pdr 3, 10)»18.
1 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 286. —
2 ídem, Camino,
n. 404. —
3 Ibídem,
n. 405. —
4 J.
Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 78.
—
5 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 55. —
6 Cfr. Gen 8,
15. —
7 Os 2,
16-25. —
8 Is 7,
9-14. —
9 Cfr. Miq 5,
2-5. —
10 Prefacio
II de Adviento. —
11 Cfr. 1
Tim 1, 1. —
12 1
Tim 3, 12. —
13 Mt 6,
19. —
14 R.
A. Knox, Sermón sobre la Navidad, 29-XII-1953. —
15 Cfr. Is 46,
12-13. —
16 Lc 8,
40-56. —
17 San
Alfonso Mª de Ligorio, Visita al Stmo.
Sacramento, 2. —
18 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 68.
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