Francisco Fernández-Carvajal 17 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— El Señor se nos da a
conocer con señales suficientemente claras. Necesidad de las buenas
disposiciones interiores.
— Visión sobrenatural
para entender los sucesos y acontecimientos de nuestra vida y de nuestro
alrededor. Humildad. Corazón limpio. Presencia de Dios.
— Conversión del alma
para encontrar a Jesús en nuestros quehaceres.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos presenta a dos discípulos del Bautista, que preguntan
a Jesús: ¿Eres Tú el Mesías que ha de venir, o tenemos que esperar a
otro? Alguna duda importante debía rondar por sus almas.
Y en aquella ocasión Jesús curó a muchos de sus
enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista. Después contestó a los enviados: Id a
anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan... No
hay otro a quien esperar: Yo soy el Señor y no hay otro2,
nos declara también en la Primera lectura. Él nos trae la felicidad que
esperamos; Él satisface todas las aspiraciones del alma. «El que halla a Jesús
halla un buen tesoro... Y el que pierde a Jesús pierde muy mucho y más que todo
el mundo. Paupérrimo el que vive sin Jesús y riquísimo el que está con Jesús»3.
Ya no hay nada más alto que buscar. Y viene como tesoro escondido4,
como perla preciosa5,
que es necesario apreciar en lo que vale.
Oculto a los ojos de los hombres, que le esperan,
nacerá en una cueva, y unos pastores de alma sencilla serán sus primeros
adoradores. La sencillez de aquellos hombres les permitirá ver al Niño que les
han anunciado, y rendirse ante Él, y adorarle. También le encuentran los Reyes
Magos, y el anciano Simeón, que esperaba la consolación de Israel,
y la profetisa Ana. Y el propio Juan, que le señala: Este es el cordero
de Dios..., y un buen número de sus discípulos, y tantos a lo largo de los
siglos que han hecho de Él el eje y centro de su ser y de su obra. Muchos han
dado su vida por Él. También nosotros le hemos encontrado, y es lo más
extraordinario de nuestra pobre existencia. Sin el Señor nada valdría nuestra
vida. Se nos da a conocer con señales claras. No necesitamos más pruebas para
verle.
Dios da siempre suficientes señales para descubrirle.
Pero hacen falta buenas disposiciones interiores para ver al Señor que
pasa a nuestro lado. Sin humildad y pureza de corazón es imposible
reconocerle, aunque esté muy cerca.
Le pedimos ahora a Jesús, en nuestra oración personal,
buenas disposiciones interiores y visión sobrenatural para encontrarle en lo
que nos rodea: en la naturaleza misma, en el dolor, en el trabajo, en un
aparente fracaso... Nuestra propia historia personal está llena de señales para
que no equivoquemos el camino. También nosotros podremos decir a nuestros
hermanos, a nuestros amigos: ¡Hemos encontrado al Mesías!, con la
misma seguridad y convencimiento con que se lo dijo Andrés a su hermano Simón.
II. Tener visión
sobrenatural es ver las cosas como Dios las ve, aprender a interpretar y juzgar
los acontecimientos desde el ángulo de la fe. Solo así entenderemos nuestra
vida y el mundo en el que estamos.
A veces se oye decir: «Si Dios obrara un milagro, entonces
creería, entonces me tomaría a Dios en serio». O bien: «Si el Señor me diera
pruebas más contundentes de mi vocación, me entregaría a Él sin reservas».
El Señor nos da la suficiente luz para seguir el
camino. Luz en el alma, y luz a través de las personas que ha puesto a nuestro
lado. Pero la voluntad, si no es humilde, tiende a pedir nuevas señales, que
ella misma querría también juzgar si son suficientes. En ocasiones, tras ese
deseo aparentemente sincero de nuevas pruebas para tomar una decisión ante una
entrega más plena, se podría esconder una forma de pereza o de falta de
correspondencia a la gracia.
Al principio de la fe (o de la vocación),
ordinariamente, Dios enciende una pequeña luz que ilumina solo los primeros
pasos que hemos de dar. Más allá de estos primeros pasos está la oscuridad.
Pero en la medida en que correspondemos con obras, la luz y la seguridad se van
haciendo más grandes. Y siempre, ante un alma sincera y humilde que busca la
verdad, el Señor se manifiesta con toda claridad: Id a anunciar a Juan
lo que habéis visto...
El Señor ha de encontrarnos con esa disposición
humilde y llena de autenticidad, que excluye los prejuicios y permite saber
escuchar, porque el lenguaje de Dios, aunque acomodado a nuestro modo de ser,
puede hacerse en ocasiones difícil de aceptar, porque contraríe nuestros
proyectos o nuestros caprichos, o porque sus palabras no sean precisamente las
que nosotros esperábamos o desearíamos escuchar... A veces, el ambiente
materialista que nos rodea puede también presentarnos falsas razones contrarias
al lenguaje con que Dios se manifiesta. Escuchamos entonces como dos idiomas
distintos: el de Dios y el del mundo, este último con razones aparentemente
«más humanas». Por eso la Iglesia nos invita a rezar: Señor todopoderoso,
rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no
permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta él con
sabiduría divina, para que podamos participar plenamente del esplendor de su
gloria6.
III. No
hay otro a quien esperar. Jesucristo está entre nosotros y nos llama. «Él
ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles
que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado
borrar. Iesus Christus heri, et hodie, ipse et in saecula (Heb 13,
8). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los
Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por
los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su
rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios»7.
Con esa mirada turbia y falta de fe miraron a Jesús
sus paisanos la primera vez que vuelve a Nazaret. Aquellos judíos solo vieron
en Jesús al hijo de José8,
y terminaron echándole de mala manera, no supieron ver más. No descubrieron al
Mesías que les visitaba.
Nosotros queremos ver al Señor, tratarle,
amarle y servirle, como objetivo primordial de nuestra vida. No tenemos ningún
objetivo por encima de este. ¡Qué error tan grande si anduviéramos con
pequeñeces, faltos de generosidad, en las cosas que a Dios se refieren! «¡Abrid
de par en par las puertas a Cristo! –nos anima Su Vicario aquí en la tierra–.
Tened confianza en Él. Arriesgaos a seguirle. Eso exige evidentemente que
salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra prudencia, de
vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que
habéis quizá adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que
primeramente debéis atreveros a desear, pedirla en la oración y comenzar a
practicar. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida.
Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe toda
vuestra vida para alcanzar con Él todas sus dimensiones, para que todas
vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos, sean integrados
en Él o, por decirlo así, sean “cristificados”. Yo os deseo –decía el Papa– que
con Cristo reconozcáis a Dios como principio y fin de vuestra existencia»9.
Debemos desear, una vez más, una conversión, esa
vuelta al Señor para contemplarle, ya cercana la Navidad, con una mirada más
limpia, y nunca «con ojos cansados o turbios». Por eso imploramos con la
Iglesia: Concédenos, Señor Dios Nuestro, permanecer alerta a la venida
de tu Hijo para que cuando llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en
oración y cantando su alabanza10.
La Virgen nos ayudará en la pelea contra todo lo que
nos aparta de Dios, y podremos preparar nuestra alma en estas fiestas que vamos
a celebrar y guardar mejor los sentidos, que son como las puertas del
alma. Nunc coepi!: ahora, Señor, vuelvo a empezar; con la ayuda de
tu Madre. Acudimos a Ella «porque Dios no quiso que tuviéramos nada sin que
pasara por manos de María»11.
Como propósito de este rato de oración, podemos
ofrecer al Señor nuestro deseo de cumplir con fidelidad el plan de vida que
hayamos acordado con nuestro director espiritual, aunque quizá por alguna
circunstancia pueda parecer difícil. La fortaleza de nuestra Madre la Virgen
ayudará nuestra debilidad, y nos hará comprobar que para Dios nada es
imposible12.
1 Lc 7,
19-23. —
2 Is 45,
7. —
3 T.
Kempis, Imitación de Cristo, 11. —
4 Mt 13,
44. —
5 Mt 13,
45-46. —
6 Oración
del 2º Domingo de Adviento. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 127. —
8 Lc 4,
22. —
9 Juan
Pablo II, En Montmartre, 1-VI-1980. —
10 Oración
del Lunes de la 1ª Semana de Adviento. —
11 San
Bernardo, Sermón 3, en la Vigilia de Navidad, 10. —
12 Lc 1,
37.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico