Carolina Gómez-Ávila 24 de febrero de 2020
Si
reconocer una manipulación no es simple, desmontarla está en un nivel superior.
Claro que todo dependerá del tema porque no es lo mismo una falacia superficial
que una construida a partir de la lectura que se haga de un estudio matemático
complejo.
Las
interpretaciones son flexibles y allí caben las falacias que, como algunos
dicen de las desgracias, no suelen venir solas. Así que puede que en mi
planteamiento usted logre identificar un sofisma, pero a lo mejor no ve que
está acompañado de un argumento de autoridad o de alguna otra afirmación
engañosa. Pongamos un ejemplo:
Me
encuentro con usted y abro la conversación anunciándole que le diré algo que
“es una verdad como un templo”. Usted quizás sonría, pero ya apelé a su
irracionalidad religiosa para bañar lo que sea que le diga a continuación con
lo que usted entienda como infalible, superior y venerable aunque se considere
ateo.
De
inmediato le suelto que “la mayoría” rechaza alguna cosa. Una mayoría que sólo
yo manejo porque hice el estudio estadístico y usted no podrá rebatírmelo.
Tendrá que admitir que sólo yo conozco los estándares utilizados para
asegurarle que millones creen lo que yo concluí, luego de encuestar a unos
pocos cientos de personas.
Por
cierto, no solo no le revelo las cifras y el método tampoco la batería de
preguntas que hice así que usted no tendrá idea de si hubo sesgo en ellas ni
quién pagó el estudio ni si en la contratación está incluida alguna
complacencia. Y esto último lo digo por si es verdad aquel lugar común según el
cual “los números que usted ve los ve porque alguien quería que los viera”.
Pero
sigamos. Ese algo que es una verdad como un templo y a lo que ya he adjudicado
la aprobación de la mayoría es el rechazo a una idea que no es simple. No es lo
mismo que yo le diga a usted que es una verdad como un templo que la mayoría
rechaza la ropa verde a que le diga que es una verdad como un templo que la
mayoría rechaza la ropa verde que es responsable de la epidemia de coronavirus.
Imagine
esta pregunta en una encuesta: “¿Rechaza usted las sanciones que afectan su
vida?”. En fracciones de segundo, usted repasará el sufrimiento de su vida y,
sin saber si ese sufrimiento es por culpa de las sanciones o no, responderá que
sí, plenamente convencido.
Me
parece que usted no respondió una pregunta, más bien creo que le implanté una
idea y que, en la urgencia de contestar, no pudo reaccionar: “¿Las sanciones
afectan mi vida?”, “¿No era el gobierno incompetente y corrupto que está al
margen de la Constitución quien la afecta?”, “¿De qué habla usted si yo no
estoy sancionado?!”, “Perdone, pero no entiendo cuánto de lo que dice es una
pregunta y cuánto una afirmación que desconozco o no comparto”.
Y
aquí no acaba la cosa porque le digo además que cuando alguien le ofrece un
pañuelo verde que lo va a enfermar sin posibilidad de curación, usted debe
alejarlo de su vida y no verlo nunca más. Así, asocié la desdichada oferta con
el destino que a mí me da la gana que tenga quien la hizo.
Si
esto no es suficientemente grave, cierro asegurándole que ese acto comprometerá
dramáticamente su futuro. O sea, le hago odiar a quien defienda unas sanciones
que usted rechaza, porque ya le metí en la cabeza que son las responsables de
sus problemas y le he dicho que eso es una verdad como un templo sin importar
los análisis que usted haga.
En
dos platos, lo traté como si fuera imbécil, que lo somos todos si no tenemos la
paciencia y el sentido común de leer y desglosar lo que cualquiera, afincado en
su pequeña parcela de poder y prestigio, nos suelte a mansalva en un tuit.
Carolina
Gómez-Ávila
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