Francisco Fernández-Carvajal 18 de febrero de
2020
@hablarcondios
— La guarda de la
vista.
— En medio del mundo,
sin ser mundanos.
— Un cristiano no
asiste a lugares o espectáculos que desdicen de su condición de discípulo de
Cristo.
I. Llegó Jesús a
Betsaida con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para que
lo tocara. El Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la aldea, y
allí hizo lodo con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le impuso las
manos y le preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada, dijo: Veo
a los hombres como árboles que andan. Y después de imponerle de nuevo las
manos, el ciego comenzó a ver, de manera que veía con claridad todas
las cosas1.
Las curaciones del Señor solían ser instantáneas.
Esta, sin embargo, tuvo un pequeño proceso, porque quizá la fe del ciego al
comienzo era débil, y Jesús quería curar a la vez alma y cuerpo2. Ayudó a este hombre, al que con tanta piedad tomó de la mano,
para que su fe se fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver algo borroso
ya era algo, pero el Maestro quería darle una mirada clara y penetrante para
que pudiera contemplar las maravillas de la creación. Muy probablemente, lo
primero que vio con claridad aquel ciego fue el rostro de Jesús, que le miraba
complacido.
Lo sucedido con este hombre ciego para las cosas
materiales nos puede servir para considerar la ceguera espiritual; con
frecuencia nos encontramos a muchos ciegos espirituales que no ven lo esencial:
el rostro de Cristo, presente en la vida del mundo. El Señor habló muchas veces
de este tipo de ceguera, cuando decía a los fariseos que eran ciegos3 o cuando se refería a quienes tienen los ojos abiertos
pero no ven4. Es un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el
bien, para encontrar a Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los
hombres como hijos de Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale la
pena..., incluso para contemplar, junto a Dios y desde Dios, la belleza divina
que dejó como un rastro en las obras de la creación. Por otra parte, es
necesario tener la mirada limpia para que el corazón pueda amar, para
mantenerlo joven, como Dios desea.
Muchos hombres no están ciegos del todo, pero tienen
una fe muy débil y una mirada apagada para el bien, que apenas vislumbran en el
horizonte de su vida. Estos cristianos apenas se dan cuenta del valor de la
presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de
la Penitencia, el valor infinito de una sola Misa, la belleza del celibato
apostólico... Les falta limpieza de alma y una mayor vigilancia en la guarda de
los sentidos –que son como las puertas del alma–, y de modo particular de la
vista.
El alma que comienza a tener vida interior aprecia el
tesoro que lleva en su corazón y cada día evita con más esmero la entrada en el
alma de imágenes que imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata
de «no ver» –porque necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para
trabajar, para relacionarnos–, sino de «no mirar» lo que no se debe mirar, de
ser limpios de corazón, de vivir sin rarezas el necesario recogimiento. Y esto
al ir por la calle, en el ambiente en el que nos movemos, en las relaciones
sociales. Mirada limpia no solo en aquello que se refiere directamente a la
lujuria –que ciega para los bienes sobrenaturales, e incluso para los
auténticos valores humanos–, sino en otros campos que también caen dentro de la
«concupiscencia de los ojos»: afán de poseer ropas, objetos, determinadas
comidas o bebidas... La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es
sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu
cuerpo estará en tinieblas5.
¡Qué pena si alguna vez –por no haber sido
delicadamente fieles en esta materia– en vez de ver el rostro de Cristo con
claridad vislumbráramos solo una imagen desdibujada y lejana! Examinemos hoy en
nuestra oración cómo vivimos esa «guarda de la vista», tan necesaria para la
vida sobrenatural, para ver a Dios. Quien no tiene esa mirada limpia, su visión
es borrosa y frecuentemente deforme.
II. El cristiano ha
de saber –poniendo los medios necesarios– quedar a salvo de esa gran ola de
sensualidad y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No tenemos miedo al
mundo porque en él hemos recibido nuestra llamada a la santidad, ni tampoco
podemos desertar, porque el Señor nos quiere como fermento y levadura; los
cristianos «somos una inyección intravenosa puesta en el torrente circulatorio
de la sociedad»6. Pero estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y
mundanos: no te pido que los saques del mundo -pidió Jesús al
Padre-, sino que los preserves del mal7. Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y
sin olvidar que las pequeñas mortificaciones –y las grandes, cuando lleguen y
cuando el Señor las pida– han de mantenernos siempre en guardia, como el
soldado que no se deja vencer por el sueño, porque es mucho lo que depende de
su vigilia.
Los Apóstoles alertaron a quienes se convertían a la
fe para que vivieran la doctrina y la moral de Cristo, en un ambiente pagano
bastante parecido al que en estos tiempos nos rodea8. Si alguno no luchara de una manera decidida sería arrastrado
por ese clima de materialismo y de permisivismo. Incluso en los países de honda
tradición cristiana es patente cómo se han extendido modos de vivir y de pensar
en oposición abierta con las exigencias morales de la fe cristiana y hasta de
la misma ley natural.
Los propagadores del nuevo paganismo han encontrado un
eficaz aliado en esas diversiones de masas, que ejercen un gran influjo en el
ánimo de los espectadores. Con mayor abundancia en los últimos años, proliferan
estos espectáculos que, bajo las más variadas excusas o sin excusa alguna,
fomentan la concupiscencia y un estado interior de impureza que da lugar a
muchos pecados internos y externos contra la castidad. A un alma que viviera en
ese clima sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá
tampoco de lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma
o en el fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y las
verdades más santas del Cristianismo, y hagan alarde de irreligiosidad y de
ateísmo, con un lenguaje blasfemo o unas actitudes irreverentes.
Los Santos Padres utilizaron en su predicación
palabras duras para apartar a los primeros cristianos de los espectáculos y
diversiones inmorales9. Y aquellos fieles supieron prescindir –con soltura, porque
así lo pedían los nuevos ideales que habían encontrado al conocer a Cristo– de
los esparcimientos que podían desdecir de su afán de santidad o poner en
peligro su alma, hasta el punto de que, no pocas veces, los paganos se daban
cuenta de la conversión de un amigo, de un pariente o de un vecino porque
dejaba de asistir a aquellos espectáculos10, poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de
conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.
¿Ocurre con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar
con diversiones, o dejamos de asistir a lugares que desdicen de un cristiano?
¿Cuidamos la fe y la santa pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños,
por ejemplo cuando un programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor
una delicada conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos
separe de Él o enfríe nuestro afán de seguirle.
III. El
Cristianismo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre11, y nos pide la misma fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que
pedía a los primeros discípulos. También ahora deberemos navegar contra
corriente en muchas ocasiones; y pueden darse situaciones que quizá nuestros
amigos no entiendan en un primer momento, pero que frecuentemente son el primer
paso para acercarlos al Señor y para que se decidan a vivir una honda vida
cristiana.
Nuestra lealtad con Dios nos ha de llevar a evitar las
ocasiones de peligro para el alma. Por esto, antes de ver la televisión o de
acudir a una diversión hay que tener la seguridad de que no será ocasión de
pecado. En la duda debemos prescindir de esos entretenimientos, y si –por estar
mal informados– se asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la
conducta que sigue un buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu
ojo derecho te es ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti12. No asistir o marcharse, sin miedo a «parecer raros» o poco
naturales, pues lo poco natural en un seguidor de Jesucristo es precisamente lo
contrario.
Para vivir como verdaderos cristianos debemos pedir al
Señor la virtud de la fortaleza, de no transigir con nosotros mismos y saber
hablar con claridad a los demás, sin miedo al qué dirán, aunque parezca
que no van a entender lo que les decimos. Las palabras, acompañadas del ejemplo
y de una actitud llena de seguridad y de alegría, les ayudarán a comprender y a
buscar una vida más firme, una mejor formación. Y si alguno objetara que está
inmune al influjo de esas diversiones, cuando sea oportuno le podremos recordar
cómo, de modo imperceptible, se va creando en el alma una corteza que impide el
trato con Dios y la delicadeza y respeto que exige todo amor humano verdadero.
Cuando alguien dice que no le hace daño asistir a esos lugares o ver esos
programas, quizá es señal precisamente de que él necesita más que otros
abstenerse de ellos. Posiblemente tiene ya el alma endurecida y los ojos
nublados para el bien.
Además de no asistir, de no contribuir ni con una sola
moneda al mal, y poner de su parte, cada uno según sus posibilidades, los
medios para evitarlo, los cristianos deben contribuir positivamente a que
existan espectáculos y diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar
del trabajo, para relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el
espíritu, etc.
San José, fiel a su vocación de custodio y protector
de Jesús y de María, los amó con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos
nosotros, con fortaleza, poner los medios que sean necesarios para poder
contemplar a Dios con una mirada clara y penetrante; que sepamos amar a las
criaturas con hondura y limpieza, según la peculiar vocación recibida de Dios.
1 Cfr. Mc 8,
22-26. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985,
nota a Mc 8, 22-26. —
3 Mt 15,
14. —
4 Cfr. Mc 4,
12; Jn 9, 39. —
5 Mt 6,
22-23. —
6 San
Josemaría Escrivá, Carta 19-III-1934. —
7 Jn 17,
15. —
8 Cfr. Rom 13,
12-14. —
9 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
6, 7. —
10 Cfr. Tertuliano, Sobre
los espectáculos, 24. —
11 Cfr. Heb 13,
8. —
12 Mt 5,
29.
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