Francisco Fernández-Carvajal 20 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Contar con Dios.
— El egoísmo y la soberbia.
— Para crecer en la humildad.
I. Leemos en
el Génesis1 cómo
los hombres se habían empeñado en un colosal proyecto que debería ser, a la
vez, un símbolo y el centro de unidad del género humano, mediante la
construcción de la gran ciudad de Babel y de una formidable torre. Pero aquella
obra no se llevó a término, y los hombres se encontraron más dispersos que
antes, divididos entre sí, confundido su lenguaje, incapaces de ponerse de
acuerdo... «¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué se
cansaron en vano los constructores? Porque los hombres habían puesto
como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos,
olvidando la acción del Señor»2.
El Papa Juan Pablo II, al comentar este texto de la Sagrada Escritura,
relaciona el pecado de estos hombres, «que quieren ser fuertes y poderosos sin
Dios, o incluso contra Dios», con el de nuestros primeros padres, que tuvieron
la pretensión engañosa de ser como Él3;
es la soberbia, que está en la raíz de todo pecado y que tiene manifestaciones
tan diversas. En la narración de Babel, la exclusión de Dios no aparece como
enfrentamiento con Dios, «sino como olvido e indiferencia ante Él; como si Dios
no mereciese ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y asociativo.
Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia»4.
Nosotros debemos recordar con frecuencia que Dios ha
de ser en todo momento la referencia constante de nuestros deseos y proyectos,
y que la tendencia a dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón de
todo hombre, de toda mujer, hasta el momento mismo de su muerte. Esa soberbia
nos incita a «ser como Dios», aunque sea en el pequeño ámbito de nuestros
intereses, o a prescindir de Él, como si no fuera nuestro Creador y Salvador,
del que dependemos en el ser y en el existir. Lo mismo que en la narración de
los hechos de Babel, una de las primeras consecuencias de la soberbia es la
desunión: en la misma familia, entre hermanos, amigos, colegas, vecinos...
El soberbio tiende a apoyarse exclusivamente –como los
constructores de Babel– en sus propias fuerzas, y es incapaz de levantar su
mirada por encima de sus cualidades y éxitos; por eso se queda siempre a ras de
tierra. De hecho, el soberbio excluye a Dios de su vida, «como si no mereciese
ningún interés»: no le pide ayuda, no le da gracias; tampoco experimenta la
necesidad de pedir apoyo y consejo en la dirección espiritual, a través de la
cual llega en tantas ocasiones la fuerza y la luz de Dios. Se encuentra solo y
débil, aunque él se crea fuerte y capaz de grandes obras; también por eso es
imprudente y no evita las ocasiones en las que pone en peligro la salud del
alma. Dios -enseña el Apóstol Santiago- da su gracia a
los humildes y resiste a los soberbios5.
Muchas veces se ha dicho que la soberbia es el mayor enemigo de la santidad,
por ser origen de gran número de pecados y porque priva de innumerables gracias
y méritos delante del Señor6;
es, a la vez, el gran enemigo de la amistad, de la alegría, de la verdadera
fortaleza...
No queramos prescindir del Señor en nuestros
proyectos. «Él es el fundamento y nosotros el edificio; Él es el tallo de la
cepa y nosotros las ramas (....). Él es la vida y nosotros vivimos por Él
(...); es la luz y disipa nuestra oscuridad»7.
Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro fundamento. Todo
quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras obras.
II. La humildad está
en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida
cristiana. A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable de
egoísmo. La persona egoísta hace de sí la medida de todas las cosas, hasta
llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación
moral: «el amor propio hasta el desprecio de Dios»8.
El egoísta no sabe amar: busca siempre recibir, porque en el fondo solo se
quiere a sí mismo. No sabe ser generoso ni agradecido, y cuando da, lo hace
calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada
a cambio. En el fondo, el egoísta desprecia a los demás.
La soberbia es, en efecto, la raíz del egoísmo, que es
una de sus primeras manifestaciones; en este vicio se encuentra el principio de
toda maldad9. El egoísmo (mirar todo en cuanto me reporta algún beneficio)
y la soberbia (la falsa valoración de las cualidades propias y el deseo
desordenado de gloria) son vicios que se confunden frecuentemente, y en ellos
se encuentra de alguna manera el desorden radical de donde arrancan todos los
pecados, porque el origen de todo pecado es la soberbia10,
y el comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios11.
Cuántas veces hemos experimentado en nuestra vida
personal la realidad de aquella enseñanza de Santa Catalina de Siena: el alma
no puede vivir sin amar y cuando no ama a Dios se ama desordenadamente a sí
misma, y este amor desgraciado «oscurece y encoge la mirada de la inteligencia,
que deja de ver claro y solo se mueve en una falsa claridad. La luz con que la
inteligencia ve en adelante las cosas es un engañoso brillo del bien, del falso
placer al cual se inclina ahora el amor... De él no saca el alma otro fruto que
soberbia e impaciencia»12.
Con la gracia de Dios, hemos de vivir vigilantes,
combatiendo la soberbia en sus variadas manifestaciones: la vanidad y la
vanagloria (a veces muy señaladas en los pensamientos inútiles, en los que se
es frecuentemente el centro, el héroe, el que triunfa en toda situación), el
desprecio de los demás (manifestado en burlas, ironías, juicios negativos...,
intervenciones intemperantes en la conversación, sintiéndose siempre en la
necesidad de puntualizar o de poner el punto final). El soberbio suele ser
desagradecido, y no habla sino de sí, de su persona y de sus cosas, que es en
el fondo lo único que le interesa...
«Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta
tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra
atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de
apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que
hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable,
también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está
continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le
corresponden burlándose de su vana fatuidad»13.
No permitas, Señor, que caiga en ese desgraciado
estado, en el que no contemplo tu rostro amable ni veo tampoco tantas virtudes
y buenas cualidades que poseen quienes me rodean.
III. Para
levantar el elevado edificio de la vida cristiana debemos tener un gran deseo
de ahondar en la virtud de la humildad: pidiéndosela al Señor, siendo sinceros
ante nuestras equivocaciones, errores y pecados, ejercitándonos en actos
concretos de desasimiento del propio yo... De ella nacen incontables frutos y
está relacionada con todas las virtudes, pero de modo particular con la
alegría, la fortaleza, la castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad
y la magnanimidad; la persona humilde tiene una especial facilidad para la
amistad y, por tanto, para el apostolado; sin humildad no es posible vivir la
caridad.
Para ser más humildes debemos estar dispuestos a
aceptar la humillación que suponen aquellos defectos que no logramos superar,
las flaquezas diarias... Muchos días, quizá con más atención en determinadas
temporadas, nos puede ayudar a la hora del examen alguna de estas preguntas:
«¿supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle
ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y
humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las
virtudes?»14. Y luego, las humillaciones de fuera, las que no esperábamos
o las que nos parecen injustas, ¿las llevamos por Cristo?15.
Si buscamos la roca firme para edificar que es la
humildad de Nuestro Señor, cada día encontramos incontables ocasiones para
ejercitarla: hablar solo lo necesario –o mejor un poco menos– de nosotros
mismos, ser agradecidos por los pequeños favores de quienes están a nuestro
lado, considerando que nada merecemos, agradecer a Dios los innumerables
beneficios que recibimos, querer hacer la vida más amable a quienes encontramos
a lo largo de la jornada, rechazar los pensamientos inútiles de vanidad o de
vanagloria, no perder las ocasiones de prestar pequeños servicios en la vida
familiar, en el trabajo, en cualquier parte; dejarse ayudar, pedir consejo, ser
muy sincero con uno mismo –pidiendo ayuda al Señor para no justificar los
pecados y las faltas, aquellas cosas que nos humillan y de las que tenemos que
pedir perdón, a veces, a los demás–, con Dios y en la dirección espiritual,
donde también encontramos a Jesús...
Poniendo los ojos en Cristo, encontramos también el
desasimiento necesario para rectificar, que es camino de humildad, en las muchas
cosas en que podemos habernos equivocado (porque nos faltaban datos, o ha
cambiado alguno de ellos, o no habíamos profundizado en el problema...).
Aprendamos esta virtud contemplando la vida de Santa
María. Dios hizo en Ella cosas grandes «“quia respexit humilitatem ancillae
suae” —porque vio la bajeza de su esclava...
»—¡Cada día me persuado más de que la humildad
auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!
»Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre
a caminar por esa senda»16.
1 Primera
lectura, Año I. Gen 11, 1-9. —
2 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 13. —
3 Cfr. Gen 3,
5. —
4 Juan
Pablo II, o. c., 14. —
5 Sant 4,
6. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, pp. 445-446. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre la 1ª Epístola a los Corintios,
8. —
8 San
Agustín, Sobre la ciudad de Dios, 14, 28. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 77, a. 4 c. —
10 Eclo 10,
15. —
11 Ibídem,
10, 12. —
12 Santa
Catalina de Siena, El Diálogo, 51. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 100. —
14 ídem, Forja,
n. 153. —
15 Cfr. ídem, Camino,
n. 594. —
16 ídem, Surco,
n. 289.
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