Francisco Fernández-Carvajal 23 de febrero de
2020
@hablarcondios
— La fe es un don de Dios.
— Necesidad de buenas disposiciones para creer.
— Fe y oración. Pedir la fe.
I. Llegó Jesús a un
lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban también un padre
que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y una gran
muchedumbre. Al ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a su
encuentro: todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a
saludarle1, como debemos acudir nosotros a la oración y al Sagrario.
Todos le echaban de menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea
al Señor: Maestro -le dice-, te he traído a mi hijo,
que tiene un espíritu inmundo (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran,
pero no han podido.
Los discípulos, que ya habían realizado algunos otros
milagros en nombre del Señor, intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les
explicó luego, en casa, qué faltaba en ellos para que hubiesen podido realizar
el prodigio. El padre tiene una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en
busca de la curación, pero no la fe plena, la confianza sin límites que Jesús
pedía y pide. Y el Señor, como hace siempre, le mueve a dar un paso más. Al
principio este hombre se dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si
algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús, «conociendo las
perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es
posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo es posible:
¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa
escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos
dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de
la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh
Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9, 23)»2, ¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas
veces!: Jesús, ¡yo creo, pero imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a
acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a confiar en tu poder y en tu
misericordia!
La fe es un don divino; solo Dios la puede infundir
más y más en el alma. Es Él quien abre el corazón del creyente para que reciba
la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias
unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor
que se abre paso cada vez con más seguridad.
Si en alguna ocasión nuestra fe vacila ante el
apostolado, las dificultades..., o se torna insegura la de nuestros amigos,
hermanos, hijos..., imitemos a este buen padre. En primer lugar pide más
fe, porque esta virtud es un don. Pero, a la vez crecer en ella depende de
nosotros mismos. Abrir los ojos –comenta San Juan Crisóstomo– es cosa de Dios,
escuchar atentamente es cosa propia; es a la vez obra divina y humana3. Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene méritos
propios que presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten
compasión de nosotros. Este es el camino seguro que debe seguir toda
petición: acudir a la compasión y misericordia divinas. Por nuestra parte, la
humildad, la limpieza de alma y la apertura de corazón hacia la verdad nos dan
la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la
gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra
preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de
nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!
II. ¿Qué vieron en
Jesús aquellos que con Él se cruzaron por caminos y aldeas? Vieron lo que sus
disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a
través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! ¡Y qué pequeñez la
de muchos fariseos, que andaban con aquellos enredos acerca de la ley...! ¡Ni
siquiera en los mismos milagros supieron descubrir al Mesías!; al menos una
buena parte de ellos permaneció ciega ante la Luz del mundo. Y su
ciencia de las Escrituras Santas no les sirvió para percibir el cumplimiento de
todo lo que se había predicho de Él. Muchos contemporáneos se negaron a creer
en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran torcidas,
porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta: Mi doctrina no es
mía -dirá el Señor-, sino de Aquel que me ha enviado. Quien
quisiere hacer la voluntad de Él conocerá si mi doctrina es de Dios o mía4. No tuvieron las disposiciones adecuadas, no buscaban el honor
de Dios, sino el suyo propio5. Ni siquiera los milagros pueden sustituir a las necesarias
disposiciones interiores. La razón honda del rechazo al Mesías tanto tiempo
esperado, con tanto detalle anunciado, estriba en que no solo no poseían en su
corazón a Dios como Padre, sino que tenían «al diablo por padre», porque sus
obras no eran buenas, ni sus sentimientos, ni sus intenciones6.
«Dios se deja ver de quienes son capaces de verle,
porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero
algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no
deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la vean, sino que se debe
atribuir esta oscuridad a su falta de capacidad para ver»7. ¡Cómo habremos de cuidar la frecuente Confesión de nuestras
faltas y pecados, si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con
mayor claridad al Señor ya aquí en la tierra!
En el apostolado debemos tener en cuenta que, con
frecuencia, el gran obstáculo para que muchos acepten la fe, la vocación o una
vida cristiana coherente son los pecados personales no remitidos, los afectos
desordenados y las faltas de correspondencia a la gracia. «El hombre, llevado
de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede
negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y
rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma»8. Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en
todo, cueste lo que cueste, no se aceptará ni siquiera lo que es evidente. De
ahí que quien vive encerrado en su egoísmo, quien no busca el bien sino la
comodidad o el placer, tendrá muchas dificultades para creer o para entender un
ideal noble; y, si se trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una
vocación de entrega a Dios, encontrará una resistencia creciente ante las
concretas exigencias de su llamada.
La Confesión sincera y contrita, bien preparada, se
presenta así como el gran medio para encontrar el camino de la fe, la claridad
interior necesaria para ver lo que Dios pide. Cuando una persona purifica y
limpia su corazón ha preparado el terreno para que la semilla de la fe y de la
generosidad crezca en su alma y dé fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas
cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del Perdón. Es de
experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena
Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuanto
mejores son las disposiciones de la voluntad.
III.
Pesaba en el ánimo de los discípulos el fracaso de no haber logrado curar ellos
al joven lunático, pues cuando entraron en casa, a solas, le preguntaron:
¿Por qué no hemos podido expulsarlo? Y el Señor les dio una respuesta
de gran utilidad también para nosotros y para el apostolado. Les dijo: Esta
raza (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio,
sino con la oración.
Solo con la oración venceremos determinados
obstáculos, conseguiremos superar tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar
hasta Cristo. Comentando este pasaje del Evangelio, explica San Beda que al
enseñar a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este demonio tan maligno, nos
indica a todos cómo hemos de vivir, y cómo la oración es el medio para superar
incluso las mayores tentaciones. La oración no solo son las palabras con que
invocamos la misericordia divina, sino también lo que ofrecemos en obsequio de
nuestro Señor, movidos por la fe9. Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria
llena de frutos.
Acompañemos la oración con las buenas obras, con un trabajo
bien realizado, con el empeño por hacer mejor aquello en que queremos la mejora
del amigo. Esa actitud ante Dios abre también camino a un aumento de fe en el
alma. «Es solamente en la oración, en la intimidad del diálogo inmediato y
personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16,
14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad
divina respecto a su propia vida»10, y a todo lo que a ella atañe.
Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe:
ante el apostolado cuando los frutos tardan en llegar, ante los defectos
propios o de quienes nos rodean que no se superan, cuando nos vemos con escasas
fuerzas para lo que Dios quiere de nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe! Así
pedían los Apóstoles cuando, a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían
flaquear su confianza. Jesús siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos
los días, nos sentiremos necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes
solo con mis fuerzas, que nada puedo! La petición de aquel buen padre
nos anima hoy a dirigirnos a Jesús en demanda de mayor fe: «Se lo decimos con
las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor,
yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente,
a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también,
he visto como imposible que tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón
de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!
»Y dirigimos también esta plegaria a Santa María,
Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que
has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del
Señor (Lc 1, 45)»11.
1 Mc 9,
13-28. —
2 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 204. —
3 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
35. —
4 Jn 7,
16-17. —
5 Cfr.
Jn 5, 41-44. —
6 Cfr. Jn 8,
42-44. —
7 Pío XII,
Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. —
8 San
Teófilo de Antioquía, Libro I, 2, 7. —
9 Cfr. San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc.
—
10 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 92-93.
—
11 San
Josemaría Escrivá, loc. cit.
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