San Josemaría 22 de febrero de 2020
@sJosemaria
“Es
tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una frase, Padre –me dices–,
es una realidad”. Entonces..., el mundo entero, todos los valores humanos que
te atraen con una fuerza enorme –amistad, arte, ciencia, filosofía, teología,
deporte, naturaleza, cultura, almas...–, todo eso deposítalo en la esperanza:
en la esperanza de Cristo. (Surco, 293)
Allí
donde nos encontremos, nos exhorta el Señor: ¡vela! Alimentemos en nuestras
conciencias, ante esa petición de Dios, los deseos esperanzados de santidad,
con obras. Dame, hijo mío, tu corazón, nos sugiere al oído. Déjate de construir
castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente
en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a
los demás. Cuando no se lucha consigo mismo, cuando no se rechazan
terminantemente los enemigos que están dentro de la ciudadela interior -el
orgullo, la envidia, la concupiscencia de la carne y de los ojos, la
autosuficiencia, la alocada avidez de libertinaje-, cuando no existe esa pelea
interior, los más nobles ideales se agostan como la flor del heno, que al salir
el sol ardiente, se seca la hierba, cae la flor, y se acaba su vistosa
hermosura. Después, en el menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza,
como una planta dañina e invasora.
No
se conforma Jesús con un asentimiento titubeante. Pretende, tiene derecho a que
caminemos con entereza, sin concesiones ante las dificultades. Exige pasos
firmes, concretos; pues, de ordinario, los propósitos generales sirven para
poco. Esos propósitos tan poco delineados me parecen ilusiones falaces, que
intentan acallar las llamadas divinas que percibe el corazón; fuegos fatuos,
que no queman ni dan calor, y que desaparecen con la misma fugacidad con que
han surgido.
Por
eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras,
si te veo marchar con determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias
ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los
ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de
los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo,
con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión,
con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento
en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que sólo ese
fin merece la pena. (Amigos de Dios, 211)
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