Francisco Fernández-Carvajal 28 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Jesús viene como
Médico para sanar a toda la humanidad, pues todos estamos enfermos. Humildad
para ser curados.
— Cristo remedia
nuestros males. Eficacia del sacramento de la Penitencia.
— Esperanza en el Señor
cuando sentimos las propias flaquezas. No tienen necesidad de médico
los sanos sino los enfermos. Esperanza en el apostolado.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos narra la vocación de Mateo: su llamada por el Señor y
la pronta respuesta del recaudador de tributos. Él, dejándolo todo, se
levantó y lo siguió.
El nuevo apóstol quiso mostrar su agradecimiento a
Jesús con un convite que San Lucas califica de grande. Estaban
sentados a la mesa gran número de recaudadores y otros. Allí estaban todos
sus amigos.
Los fariseos se escandalizaron. Les preguntaban a los
discípulos: ¿cómo es que coméis y bebéis con publicanos y con
pecadores? Los publicanos eran considerados como pecadores, por los
beneficios desorbitados que podían obtener en su profesión y por las relaciones
que mantenían con los gentiles.
Jesús replicó a los fariseos con estas consoladoras
palabras: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se conviertan2.
Jesús viene a ofrecer su reino a todos los hombres, su
misión es universal. «El diálogo de salvación no quedó condicionado por los
méritos de aquellos a quienes se dirigía, se abrió para todos los hombres sin
discriminación alguna...»3.
Jesús viene para todos, pues todos andamos enfermos y
somos pecadores, nadie es bueno, sino uno, Dios4. Todos debemos acudir a la misericordia y al perdón de
Dios para tener vida5 y alcanzar la salvación. La humanidad no está dividida en
dos bloques: quienes ya están justificados por sus fuerzas, y los pecadores.
Todos necesitamos, cada día, del Señor. Quienes piensan que no tienen necesidad
de Dios no alcanzan la salud, siguen en su muerte o en su enfermedad.
Las palabras del Señor que se nos presenta como Médico
nos mueven a pedir perdón con humildad y confianza por nuestros pecados y
también por los de aquellas personas que parecen querer seguir viviendo
alejados de Dios. Le decimos hoy, con Santa Teresa: «¡Oh qué recia cosa os
pido, verdadero Dios mío: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien
no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la
enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar a los pecadores. Éstos,
Señor son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino
la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros, resplandezca vuestra
misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra»6. Si acudimos así a Jesús, con humildad, siempre tendrá
misericordia de nosotros y de aquellos a quienes procuramos acercar a Él.
II. En el Antiguo
Testamento se describe al Mesías como al pastor que había de venir para cuidar
con solicitud sus ovejas, acudiendo a sanar a las heridas y enfermas7. Ha venido a buscar lo que estaba perdido, a llamar a los
pecadores, a dar su vida como rescate por muchos8. Fue Él, según se había profetizado, quien soportó
nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, y en sus llagas hemos sido
curados9.
Cristo es el remedio de nuestros males: todos andamos
un poco enfermos y por eso tenemos necesidad de Cristo. «Es Médico y cura
nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma»10. Debemos ir a Él como el enfermo va al médico, diciendo la
verdad de lo que pasa, con deseos de curarse. «Jesús nos ha advertido que la
peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios
pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar
enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8,
2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi
flaqueza, siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le
mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor. Tú, que has
curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el
Sagrario, te reconozca como Médico divino»11.
Unas veces, el Señor actuará directamente en nuestra
alma: Quiero, sé limpio12, sigue adelante, sé más humilde, no te preocupes. En otras ocasiones,
y siempre que haya un pecado grave, el Señor dice: Id y mostraos a los
sacerdotes13, al sacramento de la Penitencia, donde el alma encuentra
siempre la medicina oportuna.
«Reflexionando sobre la función de este sacramento
–dice el Papa Juan Pablo II–, la conciencia de la Iglesia descubre en él,
además del carácter de juicio..., un carácter terapéutico o medicinal. Y esto
se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación
de Cristo como Médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la
antigüedad cristiana, medicina salutis. “Yo quiero curar, no
acusar” –decía San Agustín refiriéndose a la práctica pastoral penitencial–, y,
gracias a la medicina de la Confesión, la experiencia del pecado no degenera en
desesperación»14. Termina en una gran paz, en una inmensa alegría.
Contamos siempre con el aliento y la ayuda del Señor
para volver y recomenzar. Él es quien dirige la lucha, y «un jefe en el campo
de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca
con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó
nunca a cabo una acción valerosa»15. No solo se santifica el que nunca cae sino el que siempre se
levanta. Lo malo no es tener defectos –porque defectos tenemos todos–, sino
pactar con ellos, no luchar. Y Cristo nos cura como Médico y luego nos ayuda a
luchar.
III. Si
alguna vez nos sintiéramos especialmente desanimados por alguna enfermedad
espiritual que nos pareciera incurable, no olvidemos estas consoladoras
palabras de Jesús: Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos.
Todo tiene remedio. Él está siempre muy cerca de nosotros, pero especialmente
en esos momentos, por muy grande que haya sido la falta, aunque sean muchas las
miserias. Basta ser sincero de verdad.
No lo olvidemos tampoco si alguna vez en nuestro
apostolado personal nos pareciera que alguien tiene una enfermedad del alma sin
aparente solución. Sí la hay, siempre. Quizá el Señor espera de nosotros más
oración y mortificación, más comprensión y cariño.
«Se curarán todas tus enfermedades –dice San Agustín–.
“Pero es que son muchas”, dirás. Más poderoso es el Médico. Para el
Todopoderoso no hay enfermedad insanable; tú déjate sólo curar, ponte en sus
manos»16.
Debemos llegarnos a Él como aquellas gentes sencillas
que le rodeaban. Como acudían los ciegos, los cojos, los paralíticos..., que
deseaban ardientemente su curación. Solo aquel que se sabe y se siente manchado
experimenta la necesidad profunda de quedar limpio; solamente quien es
consciente de sus heridas y de sus llagas experimenta la urgencia de ser
curado. Hemos de sentir la inquietud por curar aquellos puntos que nuestro
examen de conciencia general o particular nos enseña que deben ser sanados.
Mateo dejó aquel día su antigua vida para recomenzar
otra nueva junto a Cristo. Hoy podemos hacer nuestra esta oración de San
Ambrosio: «También yo como él quiero dejar mi antigua vida y no seguir a otro
más que a ti, Señor, que curas mis heridas. ¿Quién podrá separarme del amor a
Dios que se manifiesta en ti?... Estoy atado a la fe, clavado en ella; estoy
atado por los santos vínculos del amor. Todos tus mandamientos serán como un
cauterio que tendré siempre adherido a mi cuerpo...; la medicina escuece, pero
aleja la infección de la llaga. Corta, pues, Señor Jesús, la podredumbre de mis
pecados. Mientras me tienes unido con los vínculos del amor, corta cuanto esté
infecto. Ven pronto a sajar las pasiones escondidas, secretas y múltiples; saja
la herida, no sea que la enfermedad se propague a todo el cuerpo.
»He hallado un médico que habita en el Cielo, pero que
distribuye sus medicinas en la tierra. Solo Él puede curar mis heridas, porque
no las padece; solo Él puede quitar del corazón la pena y del alma el temor,
porque conoce las cosas más íntimas»17.
Muchos de los amigos de Mateo que estuvieron con Jesús
en aquel banquete se sentirían acogidos y comprendidos por el trato amable del
Señor. Tendría con ellos, sin duda, singulares muestras de amistad. Más tarde,
se convertirían a Él de todo corazón y aceptarían plenamente su doctrina, que
les obligaba a cambiar de vida en muchos puntos. Formarían parte de la
primitiva comunidad de cristianos en Palestina. Los amigos de Mateo encontraron
al Maestro en un banquete. Jesús aprovechó siempre cualquier circunstancia para
llevar a las gentes a la salvación. También en esto debemos imitarle en nuestro
apostolado personal.
1 Lc 5,
27-32. —
2 Lc 5,
31-32. —
3 Pablo
VI, Enc. Ecclesiam suam, 6-VIII-1964. —
4 Mc 10,
18. —
5 Cfr. Jn 10,
28. —
6 Santa
Teresa, Exclamaciones, 8. —
7 Cfr. Is 61,
1 ss; Ez 34, 16 ss. —
8 Cfr. Lc 19,
10. —
9 Is 83,
4 ss. —
10 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. —
11 Ibídem.
—
12 Mt 8,
3. —
13 Lc 17,
14. —
14 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 31, II. —
15 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 4, 4.
—
16 San
Agustín, Comentario al Salmo 102. —
17 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio según San Lucas, 5, 27.
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