Francisco Fernández-Carvajal 22 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Debemos vivir la
caridad en toda ocasión y circunstancia. Comprensión para quienes están en el
error, pero firmeza ante la verdad y el bien.
— Caridad con quienes
no nos aprecian, con quienes calumnian y difaman, con quienes se sienten
enemigos..., con todos. Oración por ellos.
— La caridad nos lleva a vivir la amistad con un hondo
sentido cristiano.
I. Habéis
oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo... al que
quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la
capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa1,
que nos invitan a vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres.
Ciertamente, en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir
la justicia –también para exigir los propios derechos– y la prudencia, pero no
debe parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así
nos asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de
amor por encima de toda medida humana.
Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como
la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien2.
«Busquemos aquellas virtudes –nos aconseja San Juan Crisóstomo– que, junto con
nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En lo terreno, nadie
vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el labrador, el comerciante, todos
sin excepción contribuyen al bien común y al provecho del prójimo. Con mayor
razón en lo espiritual, porque este es el vivir verdadero. El que solo vive
para sí y desprecia a los demás es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a
nuestro linaje»3.
Las múltiples llamadas del Señor –y especialmente su
mandamiento nuevo4–
para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de cerca
con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de proporcionar
alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca adelantaremos lo
suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos se concretará solo en
pequeños detalles, en algo tan simple como una sonrisa, una palabra de aliento,
un gesto amable... Todo esto es grande a los ojos de Dios, y nos acerca mucho a
Él. Al mismo tiempo, consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en
los que, si no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios
precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas por ir
demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma del cristiano
el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer continuamente
el bien aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la tierra ningún provecho
humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro corazón.
La caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a
convivir con todos, de modo que «quienes sienten u obran de modo distinto al
nuestro en materia social, política e incluso religiosa deben ser también
objeto de nuestro respeto y de nuestro aprecio (...).
«Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben
convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia
caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva. Pero es
necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el
hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando
está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa»5.
«Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama
error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no le
podrá ayudar, no le podrá santificar»6,
y esa es la mayor muestra de amor y de caridad.
II. El precepto de
la caridad no se extiende solo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a
todos, sin excepción. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y
calumnian.
También, si alguna vez nos sucede, debemos vivir la
caridad con quienes nos hacen mal, con los que nos difaman y quitan la honra,
con quienes buscan positivamente perjudicarnos. El Señor nos dio ejemplo en la
Cruz7, y el mismo camino del Maestro siguieron sus discípulos8.
Él nos enseñó a no tener enemigos personales –como han atestiguado con heroísmo
los santos de todas las épocas– y a considerar el pecado como el único mal
verdadero. La caridad adquirirá diversas manifestaciones que no están reñidas
con la prudencia y la defensa justa, con la proclamación de la verdad ante la
difamación, y con la firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses
propios o del prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de
tener siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se
manifiestan como enemigos, «no porque son hermanos –señala San Agustín–, sino
para que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el que ya es
hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que venga a ser
hermano»9.
Esta manera de actuar, que supone una honda vida de oración,
nos distingue claramente de los paganos y de quienes de hecho no quieren vivir
como discípulos de Cristo. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué
premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solo a
vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen también lo mismo
los paganos? La fe cristiana pide no solo un comportamiento humano
recto, sino virtudes heroicas, que se ponen de manifiesto en el vivir
ordinario.
También, con la ayuda de la gracia, viviremos la
caridad con quienes no se comportan como hijos de Dios, con los que le ofenden,
porque «ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor, pero todo hombre, en
cuanto tal, es amable por Dios»10.
Todos siguen siendo hijos de Dios y capaces de convertirse y alcanzar la gloria
eterna. La caridad nos impulsará a la oración, a la ejemplaridad, al
apostolado, a la corrección fraterna, confiando en que todo hombre es capaz de
rectificar sus errores. Si alguna vez son particularmente dolorosas las
ofensas, las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a Nuestra Señora, a la
que, en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie de la Cruz, sintiendo muy de
cerca aquellas infamias contra su Hijo: y gran parte de aquellas injurias, no
lo olvidemos, eran nuestras. Nos dolerán más por la ofensa a Dios que
significan, y por el daño que pueden causar a otras personas, y nos moverán a
desagraviar al Señor y a reparar en lo que esté en nuestras manos.
III. El
corazón del cristiano ha de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser
ordenada y, en consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con
aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin embargo,
nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse a ámbitos
reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos horizontes.
La unión con Dios que procuramos hacer fructificar con
su gracia en nuestra conducta nos debe llevar a tener presente la dimensión
entrañablemente humana del apostolado. La actitud del cristiano, su convivencia
con todos, debe parecerse a un generoso caudal de cariño sobrenatural y
cordialidad humana, procurando superar la tendencia al egoísmo, a quedarse
en sus cosas.
En nuestra oración personal pedimos al Señor que nos
ensanche el corazón; que nos ayude a ofrecer sinceramente a más personas
nuestra amistad; que nos impulse a hacer apostolado con cada uno, aunque no
seamos correspondidos, aunque sea necesario a menudo enterrar nuestro propio yo,
ceder en el propio punto de vista o en un gusto personal. La amistad leal
incluye un esfuerzo positivo –que mantendremos en el trato asiduo con
Jesucristo– «por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no
lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas»11 porque
no puedan conciliarse con nuestras convicciones de cristianos.
El Señor no deja de perdonar nuestras ofensas siempre
que volvemos a Él movidos por su gracia; tiene paciencia infinita con nuestras
mezquindades y errores; por eso, nos pide –así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro de
modo expreso– que tengamos paciencia ante situaciones y circunstancias que
dificultan acercarse a Dios a personas, conocidos o amigos, que encontramos a
nuestro paso. La falta de formación y la ignorancia de la doctrina, los
defectos patentes, incluso una aparente indiferencia, no han de apartarnos de
esas personas, sino que han de ser para nosotros llamadas positivas,
apremiantes, luces que señalan una mayor necesidad de ayuda espiritual en
quienes los padecen: han de ser estímulo para intensificar nuestro interés por
ellos, por cada uno. Nunca motivo para alejarnos.
Formulemos un propósito concreto que nos acerque a los
parientes, amigos y conocidos que más lo necesitan, y pidamos gracias a la
Santísima Virgen para llevarlo a cabo.
1 Mt 5,
38-48. —
2 Cfr. San
Gregorio Nacianceno, Oración 17, 9. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 77, 6. —
4 Cfr. Jn 13,
34-35; 15, 12. —
5 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 28. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 9. —
7 Cfr. Lc 23,
34. —
8 Cfr. Hech 7,
60. —
9 San
Agustín, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4, 10, 7.
—
10 ídem, Sobre
la doctrina cristiana, 1, 27. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 746.
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