Francisco Fernández-Carvajal 24 de febrero de
2020
@hablarcondios
— El salmo de la realeza y del triunfo de Cristo.
— El rechazo de Dios en el mundo.
— La filiación divina.
I. A lo largo de
muchas generaciones fueron los salmos un cauce del alma para pedir ayuda a
Dios, darle gracias, alabarle, pedirle perdón. El mismo Señor quiso utilizar un
salmo para dirigirse a su Padre celestial en los momentos últimos de su vida
aquí en la tierra1. Fueron las oraciones principales de las familias hebreas, y
la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los
aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. La
liturgia de la Iglesia los utiliza cada día en la Santa Misa, y constituyen la
parte principal de la oración –la Liturgia de las Horas– que los
sacerdotes dirigen cada día a Dios en nombre de toda la Iglesia.
Desde siempre el Salmo II fue contado
entre los salmos mesiánicos, los Padres de la Iglesia y los escritores
eclesiásticos lo han comentado repetidas veces2, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. Los primeros
cristianos acudían a él para encontrar fortaleza en medio de las adversidades.
Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado un testimonio de
esta oración. Relatan cómo Pedro y Juan habían sido conducidos ante el Sanedrín
por haber curado, en el nombre de Jesús, a un tullido que pedía
limosna a la puerta del Templo3. Cuando fueron milagrosamente liberados volvieron a los suyos
y les contaron cuanto les había sucedido, y todos juntos entonaron una plegaria
al Señor que tiene como centro este salmo de la realeza de Cristo. Esta fue su
oración: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y
todo cuanto en ellos se contiene; el que hablando el Espíritu Santo por boca de
David, nuestro padre y siervo tuyo, dijiste: «¿Por qué se amotinan las gentes y
las naciones trazan planes vanos? Se han armado los reyes de la tierra, y los príncipes
se han coaligado contra el Señor y contra su Cristo»4.
Las palabras que el Salmista dirige a Dios
contemplando la situación de su tiempo fueron palabras proféticas que se
cumplieron en tiempos de los Apóstoles, y luego a lo largo de la vida de la
Iglesia y en nuestros días. También nosotros podemos repetir con entera
realidad: ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes
vanos?... ¿Por qué tanto odio y tanto mal? ¿Por qué también –en
ocasiones– esa rebeldía en nuestra vida? Desde el pecado original no ha cesado
un momento esta lucha: los poderosos del mundo se alían contra Dios y contra lo
que es de Dios. Basta ver cómo la dignidad de la criatura humana es conculcada
en tantos lugares, las calumnias, las difamaciones, poderosos medios de
comunicación al servicio del mal, el aborto de cientos de miles de criaturas
que no tuvieron opción alguna a la vida humana y a la sobrenatural para la que
Dios mismo los había destinado, tantos ataques contra la Iglesia, contra el
Romano Pontífice y contra quienes quieren vivir y ser fieles a la fe...
Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca5. A Él acudieron Pedro y Juan y quienes con ellos estaban
reunidos aquel día en Jerusalén, y pudieron predicar con toda confianza la
palabra del Señor. Cuando terminó aquella oración –nos dice San Lucas– todos se
sintieron confortados y llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con
toda libertad la palabra de Dios6.
Nosotros podemos encontrar en la meditación de
este salmo fortaleza ante los obstáculos que se pueden
presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra
filiación divina y la alegría de proclamar por todas
partes la realeza de Cristo.
II. Dirumpamus
víncula eorum... Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros
su yugo7, parece repetir un clamor general. «Rompen el yugo suave,
arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia,
de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios
que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse (cfr. Jn 18,
36)»8. Pero el que habita en los cielos se reirá de ellos,
se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación, y les
llenará de terror con su ira9. El castigo divino no solo se realiza en la vida terrena. A
pesar de los aparentes triunfos de muchos que se declaran o comportan como
enemigos de Dios, su mayor fracaso, si no se arrepienten, consistirá en no
comprender ni alcanzar jamás lo que es la verdadera felicidad. Sus
satisfacciones humanas, o infrahumanas, pueden ser el triste premio al bien que
hayan podido realizar en el mundo. Con todo, algunos santos han afirmado que
«el camino del infierno es ya un infierno». A pesar de todo, el Señor está
siempre dispuesto al perdón, a darles la paz y la alegría verdaderas.
San Agustín, al comentar estos versículos del salmo,
hace notar que también se puede entender por ira de Dios la
ceguera de mente que se apodera de quienes faltan de esta forma a la ley divina10. No hay desgracia comparable a desconocer a Dios, a vivir de
espaldas a Él, a la afirmación de la propia vida en el error y en el mal.
No obstante, a pesar de tanta infamia, Dios es
paciente y quiere que todos los hombres se salven11. La ira de Dios, de la que habla el salmo, «no es tanto el
furor cuanto la corrección necesaria, como hace el padre con el hijo, el médico
con el enfermo, el maestro con el discípulo»12. Con todo, el tiempo para disponer de la misericordia divina
es limitado: luego viene la noche, en la que ya no se puede trabajar13. Con la muerte acaba la posibilidad de arrepentimiento.
El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una
característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es
una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro
corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Ante
todos aparece la imagen de muchos hombres que se cierran a la misericordia
divina y a la remisión de sus pecados, que consideran «no esencial o sin
importancia para su vida», y como una «impermeabilidad de la conciencia, un
estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección:
es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón. En
nuestro tiempo, a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida
del sentido del pecado»14.
Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el
deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres,
y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia. Pidamos que no se
agote nunca esta clemencia divina, que es para muchos como el último cable que
cuelga y al que puede agarrarse el náufrago que ya había desechado otros
auxilios de salvación.
III. Ante
los profundos interrogantes que plantean la libertad humana, el misterio del
mal, la rebelión de la criatura, el Salmo II da la solución
proclamando la realeza de Cristo, por encima del mal que existe o pueda
existir: Mas yo te constituí mi rey sobre Sión, mi monte santo.
Predicaré su decreto. A mí me ha dicho el Señor: «Tú eres mi hijo, yo te he
engendrado hoy»15. «La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su
Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú
eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a
ser alter Christus, ipse Christus.
»Las palabras no
pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos
dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente
tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo!»16. Este es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí
encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades: las de un ambiente
a veces hostil a la vida cristiana, y las tentaciones que el Señor permite para
que reafirmemos la fe y el amor.
A nuestro Padre Dios le encontramos siempre muy cerca,
su presencia es «como un olor penetrante que no pierde nunca esa fuerza con la
que se introduce en todas partes, lo mismo en el interior de los corazones que
lo aceptan, como en el exterior, en la naturaleza, en las cosas, en medio de un
gentío. Dios está allí, esperando que se le descubra, que se le llame, que se
le tenga en cuenta (...)»17.
Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y
extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra18. Cada día nos dice el Señor: ¡pídeme! De modo
particular en esos momentos de la acción de gracias después de la
comunión. ¡Pídeme!, nos dice Jesús. Sus deseos son dar y dársenos.
San Juan Crisóstomo comenta estas palabras del salmo y
enseña que no se nos promete ya una tierra que mana leche y miel, ni una larga
vida, ni muchedumbre de hijos, ni trigo, ni vino, ni rebaños, sino el Cielo y
los bienes del Cielo: la filiación divina y la hermandad con el Unigénito, y
tener parte en su herencia, y ser juntamente con Él glorificados y reinar con
Él19.
Los regirás con vara de hierro, y como a vasos de
alfarero los romperás. Ahora, pues, oh reyes, entendedlo bien: dejaos instruir,
los que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor, y ensalzadle con temblor
santo20. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la
Cruz nos ha ganado la vida. Según el testimonio de los Padres de la Iglesia,
la vara de hierro es la Santa Cruz, «cuya materia es madera, pero
cuya fuerza es de hierro»21. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las
batallas: los obstáculos se quebrarán como vasos de alfarero. La Cruz
en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas
nuestras obras: esta es el arma para vencer; una vida sobria, mortificada, sin
huir del sacrificio amable que nos une a Cristo.
El salmo termina con un llamamiento para que nos mantengamos
fieles en el camino y en la confianza en el Señor: Abrazad la buena
doctrina, no sea que al fin se enoje, y perezcáis fuera del camino, cuando
dentro de poco se inflame su ira. Bienaventurados serán los que hayan puesto en
Él su confianza22. Nosotros hemos puesto en el Señor toda nuestra confianza. A
los Santos Ángeles Custodios, fieles servidores de Dios, les pedimos que nos
mantengan cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al
reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.
1 Cfr. Mt 27,
46. —
2 Cfr. I.
Domínguez, El Salmo 2. Señor, Rey de Reyes, Palabra, Madrid
1977. —
3 Cfr. Hech 4,
23-31. —
4 Hech 4,
23-26. —
5 1
Cor 10, 4. —
6 Cfr. Hech 4,
29-31. —
7 Sal 2,
3. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185. —
9 Sal 2,
4-5. —
10 Cfr. San
Agustín, Comentarios a los Salmos, 2, 4. —
11 1
Tim 2, 4. —
12 San
Jerónimo, Breviarium in Psalmos II. —
13 Jn 9,
4. —
14 Juan
Pablo II, Enc. Dominum el vivificantem, 18-V-1986, 46-47.
—
15 Sal 2,
6-7. —
16 San
Josemaría Escrivá, loc. cit. —
17 M.
Eguibar, ¿Por qué se amotinan las gentes? (Salmo II), pp.
27-28. —
18 Sal 2,
8. —
19 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 16, 5. —
20 Sal 2,
9-11. —
21 San
Atanasio, Comentario a los Salmos, 2, 6. —
22 Sal 2,
12.
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