Por Jesús María Aguirre S.J.
Primera parte: abusos
sexuales y decadencia
1. Un clero en shock
Hoy es patente que el tema
de los abusos sexuales del clero se ha convertido, en competencia con las
primicias de los viajes y entrevistas del papa Francisco, en un tópico
noticioso de la agenda mundial sobre la Iglesia.
Cabe preguntarse sobre la
incidencia de este flujo noticioso contrastante entre la apuesta vaticana por
proteger la imagen de la Iglesia y la avalancha de informaciones lesivas a la
reputación del clero y, en general, a la supuesta “santidad” de los líderes de
la Iglesia Católica.
Considero que el impacto de
este tsunami en la institución es más profundo de lo que a primera vista puede
suponerse, aunque los obispos y jefes de las organizaciones eclesiales estén
más enfocados en la resolución de los conflictos inmediatos y en las respuestas
defensivas propias de las situaciones de crisis, sobre todo, en medios y
redes. Ya no se trata simplemente de unas mareas cambiantes por las
sucesivas oleadas de la opinión pública, sino de un cambio de matriz cultural
respecto al estatus del clero dentro y fuera de la iglesia en Occidente.
Los signos del declive en
números
Aunque el fenómeno de los
abusos sexuales, sobre todo de pedofilia, ha puesto en primera línea el tema de
la crisis del clero católico, el problema de su decadencia ha sido una de las
preocupaciones centrales de la Institución. Diversos ensayos sociológicos,
sobre todo, a partir del Concilio Vaticano II, han abordado las cuestiones de
la disminución de candidatos, la deserción de integrantes, el envejecimiento
demográfico, y, en fin, otras cuestiones colindantes relacionadas con la
formación, la exigencia celibataria, el machismo imperante y la ola de
secularización.
En cualquier diccionario no
especializado –es decir, no circunscrito a la semántica del Código de Derecho
Canónico– por clero se entiende el “conjunto de las personas que han recibido
las órdenes sagradas de las iglesias cristianas”. Las corrientes protestantes
que han adoptado el sacerdocio femenino no incluyen en la clerecía a las
pastoras. En los países católicos se tiende a identificar al clero con la
“clase sacerdotal”, que detenta los poderes de bautizar –casi en exclusividad–,
confesar y decir misa.
Para nuestras
consideraciones sobre el clero, en el catolicismo la diferencia esencial dentro
del clero se establece entre clero
regular y clero
secular (clero diocesano). Pero el común de la gente en
América Latina, que no hace mayores distingos, habla indiferenciadamente de
curas, padres y sacerdotes.
Si bien en estas reflexiones
trataremos de limitarnos al clero diocesano –únicamente masculino–, a los
miembros de las congregaciones religiosas –también varones–, a los sacerdotes
de sociedades de vida apostólica con votos, excluiremos los institutos
seculares, aunque la integren laicos y clérigos, ya que tienen aspectos
sustanciales diferentes (por ejemplo el Opus Dei). A menudo nos encontraremos
que los medios masivos aglutinan a sacerdotes, hermanos e incluso escolares de
cualquier orden religiosa bajo el rubro clerical. Este es también el caso, por
ejemplo, de las congregaciones laicales como la de los Hermanos de la Salle, o
de los Hermanos Maristas de Champagnat.
Los datos globales los
tomaremos de los Anuarios Pontificios y de la Conferencias Episcopales, y
tendremos en cuenta otras fuentes específicas fidedignas, sean públicas del
Vaticano o privadas –no confidenciales– de las instituciones religiosas, así
como también otros estudios de investigación independientes. En último término,
trabajos de periodismo investigativo sobre asuntos inexplorados, que no son
susceptibles de verificación científica, pero son sintomáticos de la situación.
Comencemos por presentar
algunos datos del contexto en que opera el clero católico para hacernos una
idea de las proporciones del problema en sus justos límites, pues el uso de
estadísticas sin considerar sus parámetros temporales se presta para muchos
equívocos. No es lo mismo hablar de 100 abusos en un año que en el lapso de
medio siglo, y algunos periodistas a menudo han jugado sin precisión para
obtener titulares sensacionales.
Según el último Anuario
Pontificio,el número de católicos bautizados en
el mundo aumentó de 1285 millones en 2015 a 1299 millones en 2016, con un
aumento general de 1,1%.Es decir, que desde el año 1970 a inicios de 2015, la
población católica, sin considerar sus niveles de práctica, casi se duplicó; lo
que representa cerca del 17% de la población mundial.
Las mismas fuentes indican
que el número de clérigos en el mundo es igual a
466.634, con 5.353 obispos, 414.969 sacerdotes y 46.312 diáconos permanentes.
El número de sacerdotes se reparte de la siguiente manera: el 67,9% son del
clero diocesano, mientras el 32,1% restante forma parte del religioso.
También se observa que los
sacerdotes religiosos, salvo algunas excepciones de incremento en África, el
sudeste asiático y América Central y Continental, disminuyen en general con picos de
cierta importancia en América del Norte y en Europa. Sin embargo, estos números
no revelan las tendencias de más largo plazo, que se han dado en el clero a
partir de mediados del siglo pasado.
Veamos algunos datos de las
congregaciones más conocidas del clero regular, las cuales ilustran este
deslave institucional a nivel de todo el mundo (Roca 2017: 45).
Solamente en la primera
década posterior al Vaticano II, los Hermanos de la Salle perdieron más del 35% de sus
miembros. De 17.787 en 1962, año del inicio conciliar,
actualmente apenas alcanzan la cota de 3.900.
La Compañía de Jesús
–jesuitas–, que en 1954 contaba con 31.356 miembros, descendió para 1975 a 29.436, y
para el momento está a punto de perder la cota de 16.000 miembros. En el último
medio siglo la disminución de sacerdotes ha llegado al 40%.
La orden salesiana, fundada
por San Juan Bosco, que había alcanzado la cifra de 21.355 miembros a inicios
del Concilio Vaticano II (1962-1965), si bien con una recesión menor que la de
los jesuitas, hoy apenas supera el total de 15.000 miembros con
una pérdida de 35%.
Sin negar la eclosión de
algunas nuevas congregaciones en otros espacios geográficos como India, el
sudeste asiático y los países cristianizados de África, todas las estadísticas
confiables apuntan una tendencia de recesión general en su conjunto y la
desproporción en relación con el número de fieles es creciente.
La primera inferencia es que
la caída numérica hoy ya no es interpretable como un momento estacionario de
regeneración, sino como un declive sostenido en el tiempo. Entre los múltiples
factores, analizados desde la psicología y sociología religiosas se esgrimen:
el celibato obligatorio, el envejecimiento generacional, los escándalos
institucionales y la baja de candidatos en un contexto de postcristiandad. La
segunda inferencia es que los ciclos de cada institución con temporalidades
diversas y en espacios socioreligiosos distintos marcan diferencias
significativas entre los países, y exigen análisis más regionalizados o
localizados en países desarrollados y en desarrollo.
Ante la multiplicidad de
factores que inciden en este declive quiero fijarme específicamente en los
escándalos institucionales y las diversas narrativas que se han presentado para
explicarlas con un afán de buscar soluciones.
2. Un registro interpretativo
insuficiente
Cada vez que estalla un
escándalo institucional en la Iglesia resurge el debate sobre las causas de la
crisis eclesial y se ponen en el tapete las implicaciones positivas o negativas
del Concilio Vaticano II. No olvidemos que el tsunami clerical se situaba en el
tiempo inmediato al concilio, y era fácil colegir, según la lógica sofística
del post hoc ergo propter hoc (después de esto, luego por esto), que
los males estaban asociados, si no al mismo Concilio, sí a sus malas interpretaciones
y aplicaciones.
Sin llegar a los extremos de
los grupos lefebvrianos y de la fraternidad sacerdotal San Pío X, una corriente
poderosa dentro de la Iglesia vio confirmadas sus críticas anticonciliares
sobre todo a partir del Informe sobre la fe, de Joseph Ratzinger, futuro
Papa Benedicto XVI (Ratzinger, 1985). El documento publicitado
por la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos) como “informe
claro y vigoroso sobre los peligros que amenazan a la fe”, fue interpretado al
contrario por las corrientes progresistas como un freno postconciliar. En él se
encuentra una clave interpretativa sobre los puntos cruciales relacionados con
la crisis eclesial y sacerdotal al hablar sobre “el sacerdote un hombre
desazonado”, “del liberalismo al permisivismo” y “un sacerdocio en cuestión”.
En resumidas cuentas, “la
crisis de la Iglesia actual sería ante todo una crisis de los sacerdotes y de
las órdenes religiosas”, y para despejar las dudas, el futuro Papa apunta
indirectamente su dedo a los grupos progresistas (¿jesuitas, dominicos,
salesianos…?), cuando afirma que “a menudo han sido las órdenes
tradicionalmente más ‘cultas’, más preparadas intelectualmente, las que han
padecido la crisis más dura”. Y ve una razón: “El que ha frecuentado y
frecuenta una cierta teología contemporánea vive hasta el fondo sus
consecuencias, y una de ellas es que el sacerdote, o el religioso, pierde casi
por completo las certezas habituales”.
Al abordar el tema de la teología
moral depravada en los apartados “del liberalismo al permisivismo” y sobre “el
sacerdocio en cuestión”, denuncia la separación de sexo y matrimonio, que
convierte a la libido personal en brújula de la conducta y en una mina
flotante. Al respecto comenta: “Resulta entonces natural que se transformen en
‘derechos’ del individuo todas las formas de satisfacción de la sexualidad.
Así, por poner un ejemplo muy del día, la homosexualidad se presenta como un
derecho inalienable (¿y cómo negarlo con semejantes premisas?); más aún, su
pleno reconocimiento se transforma en un aspecto de la liberación del hombre”.
Aunque en este párrafo no
menciona directamente a los clérigos ni a la teología progresista, se da por
supuesto que quienes frecuentan a ese clero, a sus prédicas y dirección, van
por el desbarrancadero de una moral relativista respecto al matrimonio y de una
relajación disciplinar en la interpretación permisivista de la conducta sexual
de los clérigos y de los fieles.
Recientemente, Benedicto
XVI, en condición de Papa emérito, rompió su silencio en un ensayo poco común
sobre la crisis de abuso sexual en la Iglesia Católica, afirmando que fue
causado en parte por la revolución sexual de los años sesenta y la
liberalización de la enseñanza moral de la Iglesia. El escrito de once páginas
revela también que las luchas internas entre el Vaticano y los obispos de
Estados Unidos abrumaron en un primer momento a la Santa Sede (Klerusblatt, 11
de abril de 2019). [Aciprensa publicó su primera versión en castellano.
Aciprensa 2019: 35201].
Si esas fueran las razones
fundamentales, congregaciones como la de Los Legionarios de Cristo,
organización suficientemente conocida por su carácter hermético frente a las
veleidades modernistas y ultracatólica en su disciplina, y su fundador Marcial
Maciel no se hubiera deslizado por el tremedal insospechado, cuyo historial de
abusos fue, si no negado, al menos encubierto, durante su permanencia al frente
del dicasterio de la Doctrina de la Fe. Precisamente en esa etapa del
pontificado de San Juan Pablo II, este hizo gestos públicos en defensa de
Maciel y su congregación cuando atravesaban por circunstancias difíciles, que
hoy conocemos sobradamente (Torres 2001: 199). El caso revelaba no
sólo deficiencias personales, sino institucionales.
Dicho de otra manera, las
razones expuestas en el Informe de la Fe y vueltas a desenterrar en
el último artículo del boletín Klerusblatt, si bien ofrecen una interpretación
culturalista parcialmente plausible, no desvelan otras mediaciones subterráneas
que funcionan en la cultura organizacional de la Iglesia Católica, y que pueden
explicar mejor las contradicciones y disonancias entre la doctrina y la
práctica.
3. El detonante de los
abusos sexuales y la ley del silencio
Aunque la crítica sobre los
abusos clericales y las sospechas de la doble vida de algunos clérigos es de
larga data y se remonta a una larga tradición anticlerical, oral y escrita, que
en el mundo católico era frenada por el desaparecido índice de libros
prohibidos, la censura y otros mecanismos moralistas defensivos, la explosión
mediática del 2000 resultó indetenible. Piénsese que entre el informe del
periodista español José Rodríguez, La vida sexual del clero, de 1995,
cuyas denuncias fueron prácticamente ignoradas, hasta el informe del sociólogo
francés Frédéric Martel, Sodoma, de 2019, han transcurrido 23 años de
contiendas periodísticas entre las jerarquías católicas y el mundo de los
medios, en una clave defensiva de las autoridades eclesiásticas. El libro de
Paolo Rodari y Andrea Torniell, En defensa del Papa, de 2011, muestra
todavía los reflejos de una iglesia que se siente injustamente atacada durante
el Pontificado de Benedicto XVI.
La gran la implosión se dio
con el cambio de siglo. La dura contención de la publicitación de los
escándalos, durante la gestión férrea de San Juan Pablo II con la asistencia
del cardenal Joseph Ratzinger, hizo aguas a partir del caso Maciel y de los
reportajes investigativos del diario Boston Globe, en
Massachussets, entre 2001 y 2003, reconocidos con el premio Pulitzer, que
arrastraron el prestigio de la jerarquía y su clero a la vez que abrieron una
brecha informativa, catapultada por las redes sociales.
La ley del silencio que se
imponía a nivel intraeclesial y los resortes de la mordaza quedan bien
ejemplificados en estos dos casos emblemáticos, uno de abuso de autoridad con
fieles y otro de pedofilia.
Si bien ya en 1997 el
periódico de Connecticut The Hartford Courant publicó las primeras acusaciones
contra el padre Maciel, todavía el anciano fundador las negó en 2002 y siguió
festejando en 2004 los sesenta años de sacerdocio en Roma, acompañado de
obispos y cardenales, hasta que en 2006 se dirimió la cuestión.
Igualmente, en Estados
Unidos, a pesar de las reiteradas denuncias de pedofilia contra el padre Murphy
desde 1966, el vocero del Vaticano, P. Federico Lombardi reconoció que “a fines
de los años noventa, después de más de dos décadas de la denuncia de los abusos
a las autoridades diocesanas y a la policía, por primera vez se ha planteado a
la Congregación para la Doctrina de la Fe la pregunta de cómo tratar
canónicamente el caso Murphy” (Rodari y Tornielli, 2011: 211).
Ni los gestos favorables de
San Juan Pablo II para proteger al fundador de los Legionarios de Cristo, ni la
desacreditación de los informes periodísticos norteamericanos, siempre tildados
de superficiales y sensacionalistas o simplemente de anticatólicos, pudieron
contener las denuncias de las víctimas, ni las olas de protesta de los fieles,
que cada vez recurrían más abiertamente a los tribunales civiles, ante la
inoperancia de las instancias eclesiásticas.
Frente a lo que se promovía,
el problema no afectaba solamente al bajo clero y a las periferias eclesiales,
sino al mismo núcleo de las jerarquías eclesiásticas, fueran del clero
diocesano o religioso, dentro y fuera de Roma, y en último término al engranaje
burocrático y a las organizaciones de la misma iglesia. El tumor estaba más
extendido de lo que presumían los fieles, conocedores de la vida cotidiana de
los sacerdotes, pero la autocracia clerical impuso la ley del silencio a través
de una cadena de complicidades.
Esta foto, tomada por los
medios del Vaticano el 23 de febrero de 2019, muestra al Papa Francisco en la
cumbre mundial de protección infantil, convocada para reflexionar sobre el
abuso sexual en la Iglesia Católica. Medios Vaticanos | AFP
Segunda parte: escándalos y
reformas necesarias
4. La estampida informativa
y la alarma de las Conferencias Episcopales
De un mapa de las denuncias
de abusos sexuales por parte de miembros de la Iglesia católica en el mundo, elaborado
por Mariana Toro Nader, extraemos los siguientes datos, seleccionando aquellos
países que han estado más marcados por las agendas noticiosas mundiales y
contando con fuentes oficiales y oficiosas contrastables frente a
los fakenews:
Estados Unidos, que puede
ser considerado como uno de los países más tolerantes, pareciera corroborar la
hipótesis del Papa emérito, si nos atenemos al número de victimarios, pero como
veremos, en países conservadores como Irlanda la pauta es similar.
En 2004, la Conferencia de
Obispos Católicos Estadounidenses (Usccb) publicó una investigación sobre el abuso sexual de
menores de edad por parte de sacerdotes y diáconos católicos en Estados Unidos
entre 1950 y 2002, encargada al John Jay College of Criminal Justice y a la
Universidad de la Ciudad de Nueva York (Cuny). Encontraron que 4.392 sacerdotes
fueron acusados entre 1950 y 2002 por abuso sexual de menores de edad.
Según otra fuente, la
orden Jesuita tuvo que pagar 166 millones de
dólares a 470 víctimas de abusos entre 1940 y 1990, por 230 jesuitas acusados
de abusos sexuales.
En Alemania, la Conferencia de Obispos Católicos Alemanes reportó
en 2018 las denuncias de abusos sexuales por parte de los clérigos entre 1946 y
2014, con un saldo de 1.670 victimarios por abuso sexual de niños.
En 2009, en un país
paradigmáticamente católico como Irlanda, la Comisión de Investigaciones de la Arquidiócesis
de Dublín confirmó en un informe que “no hay duda de
que el abuso sexual de niños por parte de los clérigos fue encubierto” entre
1975 y 2004. De los 46 sacerdotes acusados de abusar de menores de edad, once
se declararon culpables.
El presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano,
monseñor Rogelio Cabrera, dio una rueda de prensa en Ciudad de México en la que
afirmó que 152 sacerdotes fueron retirados del ministerio en los últimos 9
años, al ser declarados culpables por abusos sexuales a menores. No reportó
números de víctimas.
En Chile, en 2018, la
Conferencia Episcopal chilena reportó que 34 obispos pusieron sus cargos a disposición del Vaticano,
tras los escándalos sobre presuntos abusos sexuales en los que se
contabilizaron 266 víctimas, mientras la Fiscalía investigaba 158 casos. Siete
años antes, el Vaticano había encontrado al sacerdote chileno Fernando Karadima
culpable de abuso sexual infantil.
El papa Francisco llamó a
los obispos del país a Roma después de que recibió un informe de 2.300 páginas que
detallaba los abusos sexuales cometidos por sacerdotes en Chile. El informe
alega que durante décadas, los funcionarios de la iglesia en Chile habían
conocido casos de abuso sexual y llevaron a un encubrimiento masivo, incluso
destruyendo registros.
No disponemos cifras de
otros continentes, a excepción de Australia, donde, según el informe de la Australian Royal Commission into
Institutional Responses to Child Sexual Abuse, entre 1980 y 2015
más de 4.000 personas afirmaron haber sido víctimas de abuso sexual por parte
de autoridades religiosas. Es de suponer, a juzgar por los primeros indicios,
que en Asia y en África (Makamatine, 2019) las cifras son
similares.
En el ámbito
latinoamericano, Frédéric Martel, autor del controvertido informe Sodoma,
tras realizar su encuesta sobre homosexualidad en la Iglesia y explorar también
el tema de los abusos en América Latina, asegura: «Estuve varias veces en
Argentina, Cuba, México, Chile y Colombia y encontré que la situación no era
muy diferente que en el Vaticano» (Martel 2019). Presumimos que la realidad
venezolana no será muy distinta, si nos atenemos a la baja evaluación de
credibilidad que obtuvieron los sacerdotes en una encuesta de 2012 (Aguirre,
2012).
Como se ve por los informes
de las mismas Conferencias Episcopales, no hay continente que se escape a esa
virosis, ni tampoco organización clerical, diocesana o religiosa inmune a este
flagelo. Pero, ¿podemos contentarnos con la sindéresis británica del Cardenal
Henry Newman, quien afirmaba hace más de un siglo: “dado lo que es el hombre,
sería un milagro que tales escándalos estén fuera de la Iglesia”? (Newman:
1904). ¿O, simplemente con la justificación de que en todos los ambientes en
que se frecuenta la relación con los niños o adolescentes, escuelas, centros
deportivos y excursionistas, coros infantiles, seminarios, etc., se reproducen
conductas similares, como si la Iglesia y el clero no estuvieran exigidos por
un plus moral?
“Hoy ‒como dijera Drewerman
en su estudio sobre los clérigos‒ ya no creemos en el ‘testimonio cristiano’ de
un ‘ministro de la Iglesia’ escudado tras los límites infranqueables del estado
clerical para ahorrarse vivir una existencia terrestre, erizada de peligros, e
incluso inmersa en el ‘pecado’” (Drewerman 1989: 15).
5. Un sondeo sobre las
pulsiones clericales
A partir de los años sesenta
hubo una profusión de estudios sociológicos y psicológicos sobre la conducta
del clero con el marco interpretativo de la crisis de fe postconciliar.
Progresivamente, en las tres décadas siguientes,se ahondó en los factores de la
masiva deserción clerical. En estas investigaciones inevitablemente surgían los
temas concernientes al celibato y a la sexualidad del clero (Ruiz de Olabuénaga
1969; Hostie 1973; Drewermann 1989; U.Ranke Heinemamm 1994; Domínguez 2015).
Pero, a la hora de las explicaciones, las etiologías psicodinámicas eran
dispares.
En un artículo en America the Jesuit Review,
por Jason Blakely, profesor asistente de ciencias políticas en la Universidad
de Pepperdine, antes de exponer su planteamiento sobre la cultura clerical,
resume las narrativas, a su juicio falsas, que abundaron antes del segundo
milenio. Entre ellas resalta la biologista de la libido, la psicodinámica del
liderazgo masculino y la deriva homosexual.
La primera argumenta que las
causas serían intrínsecas al catolicismo, a sus prácticas espirituales y más
reductivamente al celibato que reprime la libido. En esta lectura freudiana, en
que la sexualidad es irreprimible o a lo sumo sublimable, la solución al
problema sería la eliminación del celibato.
La segunda versión apunta a
que el liderazgo sólo para hombres es intrínsecamente disfuncional, suponiendo
que los varones, por el hecho de estar en roles de liderazgo, están más dados a
los actos de dominio y abuso sexual, y por tanto requieren más control
disciplinar. Otra variante similar llevaría a la búsqueda de las fuentes en la
psique masculina y en la afirmación del deseo homosexual y, según ello,
cualquiera que haya tenido tales deseos debería ser excluido del sacerdocio.
A juicio crítico de Blakely,
estos relatos “suponen erróneamente que el comportamiento abusivo de alguna
manera está esencialmente vinculado a la sexualidad masculina reprimida o a la
psique masculina como tal. En lugar de un análisis histórica y culturalmente
sensible de lo que estuvo errado en la Iglesia”. Es decir que en su
sintomatología buscan marcadores formales, demográficos y biológicos cuando lo
que se necesita es una visión de una cultura en particular.
Por eso Blakely, aun con alguna reserva, considera más atinada la dirección
planteada por el papa Francisco al denunciar las desviaciones de la cultura del
“clericalismo”, en la que la plenitud del logro espiritual se considera en gran
parte reservada a los líderes religiosos ordenados.
Las advertencias formuladas
reiteradamente en sus discursos desde cuando era cardenal en Buenos Aires,
insisten en que dicha cultura “anula la personalidad de los cristianos” y
“conduce a la funcionalización de los laicos”. Esta campaña no es oportunista o
amañada a las circunstancias, sino que está en la génesis de su papado
desde su discurso en el colegio electoral de cardenales el 7 de marzo de 2013,
seis días antes de ser elegido.
Igualmente observa que la
cultura del clericalismo no sólo es perpetuada por los sacerdotes, sino que
también es reforzada por muchos laicos al ver al sacerdote como una chamán o un
gurú, más que como un ser humano capaz de cometer errores y susceptible de ser
corregido personal o comunitariamente.
Este planteamiento no es
cómodo por cuanto implica, por una parte, no desviar el asunto hacia las
psicopatologías de ciertos individuos; y, por otra, asumir responsabilidades
compartidas en una enfermedad que ha corroído la confiabilidad de los fieles y,
en general, de la sociedad.
Porque todos nos
preguntamos, dentro y fuera de la Iglesia, ¿cómo es posible que esos modos de
proceder abusivos hayan penetrado en todos los ámbitos y se hayan extendido sin
alguna complicidad de las instancias del más diverso rango? ¿Serán suficientes
unos protocolos internos para atajar los casos, cuando los mismos vigilantes
están incursos en abusos?
6. Los resortes de la
dominación clerical
Hoy se ha tomado una
conciencia creciente del estrecho vínculo entre poder, sexualidad y violencia,
y dicha correlación conduce tanto en el núcleo familiar como en los lugares de
trabajo a la imposición de la sexualidad de los fuertes frente a la de los
débiles. No es casual que los abusadores de menores tengan un perfil
idéntico: padres incestuosos hasta en 80 % de los casos, educadores de
adolescentes, entrenadores deportivos, directores de coros, jefes de
organizaciones juveniles y excursionistas como el escultismo. Se trata de
figuras de autoridad en contacto con personas menores o vulnerables (Legrand
2019: 82)
En este sentido, las
denuncias de las víctimas del clero tienen ingredientes similares a las
protestas del movimiento #MeToo y por eso las explicaciones han tomado otra
dirección más enfocada en las lógicas del dominio y la sumisión en las
relaciones eclesiales, sin negar otros factores susodichos.
Sin ir muy lejos, pues en
las raíces se han hurgado desde los antecedentes en la cultura judeocristiana y
en la Biblia (Fisher 2018), hasta la ideología inscrita en la teología anterior
al Vaticano II y el Código de 1917 (Arabeire 2013; Dianich 2015 ), expongo los
resortes que han salido a relucir en los análisis más recientes.
Partiendo de una teología
que enfatiza la división entre clérigos y laicos y a la vez la superioridad de
los clérigos, se ha impuesto una ideología autoritaria de sujeción de los
fieles con una pseudo espiritualidad que la justifica. Así se explica que por
mantener impoluta la figura del sacerdote sacralizado se afinquen las conductas
de disimulo y se exija el silencio.
Siguiendo a Legrand, develemos
algunos de los parámetros que cimientan el clericalismo autoritario (Legrand
2019). En primer lugar, destaquemos la extensión desconsiderada a todos los
abusadores del secreto cuando el delincuente se confiesa de abusos sexuales en
el marco de la confesión, como en el caso de la solicitación a cosas obscenas
(sollicitatio ad turpia), absolución reservada al Papa. Para proteger la
privacidad y el secreto de la confesión, el derecho impone por juramento la más
estricta confidencialidad a todos los abogados o simples testigos que han
podido estar al corriente, comenzando por el obispo.
De esta forma la protección
sacral del secreto de la confesión lleva a la imposibilidad de denunciar a los
culpables ante las autoridades civiles y judiciales. Esta misma forma de actuar
se ha extendido a los otros delitos sexuales cometidos fuera de confesión.
Actualmente varios estados han cuestionado esta excepcionalidad, que está muy
vinculada por otra parte al secreto profesional. Así, el gobierno de Australia
plantea que en casos de pedofilia puedan levantarse tanto el secreto
profesional médico como el de la confesión.
A este procedimiento, cuyas
consecuencias se hacen hoy visibles, se añade, en segundo lugar, la permanencia
del privilegio de foro, que permite a la jerarquía sustraer a los clérigos
delincuentes de la jurisdicción civil para juzgarlos por su propio código de
derecho. Esta actuación ha sido muy defendida por el cardenal latinoamericano
Darío Castrillón, como puede colegirse por la carta de felicitación que envió a
todos los presidentes de las Conferencias Episcopales, a raíz de la negativa de
Mons. Pierrie Pican, obispo de Bayeux et Lisieux, a denunciar ante la justicia
a un sacerdote culpable de violación de menores. A este respecto los protocolos
de las instancias eclesiales han cambiado notablemente, y recomiendan no
sustraer los casos de abusos a la justicia ordinaria.
Un tercer modo de proceder
autoritario tiene que ver con la forma del ejercicio de los poderes
jerárquicos. Los mismos se ejercían en una línea de encadenamiento vertical,
sin que los detentores rindieran cuentas, ni nadie pudiera discutirles o
juzgarles. A este respecto, el derecho en vigor, posterior al Concilio Vaticano
II, ha corregido parcialmente los riesgos de esta desviación, pero hechos
ulteriores han demostrado que los abusos perpetrados por personas en posiciones
de poder jerárquico o con carisma institucional tienden a ser cubiertos por
mecanismos como la solidaridad automática entre colegas, o la cobertura del
techo de vidrio común. La guerra desatada por la carta del cardenal Viganó al
Papa Francisco, a propósito de la renuncia de Theodore McCarrick, acusado de
abuso, se inscribe en esta lógica de poderes internos.
En cuarto lugar, cabe
destacar otro factor explicativo, inscrito en el modo de ejercicio del
magisterio jerárquico, como es la conducta autorreferencial, con poca escucha
de la fe conjunta de los fieles (sensus fidelium). La historia de la
promulgación de la Humanae Vitae (1968) sería un claro ejemplo de la
reticencia a escuchar tanto voces laicales autorizadas como las de los fieles
comunes. Los silencios, si no impuestos, al menos solicitados, sobre la ordenación
de hombres casados, el requisito del celibato de los sacerdotes en la Iglesia
latina, la incorporación de las mujeres a las órdenes sagradas, y, en fin,
otros temas afines, no hacen sino promover la indiferencia creciente de los
fieles, convocados a menudo solamente para sostener financieramente las
estructuras eclesiales.
El papa Francisco, en
su carta al Pueblo de Dios, escribe: “Soy
consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del
mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den seguridad y
protejan la integridad de niños y de adultos en estado de vulnerabilidad, así
como de la implementación de la ‘tolerancia cero’ y de los modos de rendir
cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos
hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero
confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del cuidado en el
presente y en el futuro”.
La importancia creciente,
otorgada por el papa Francisco a los Sínodos, y en general, a una configuración
más sinodal de la Iglesia, comunidad de comunidades, abre una veta de esperanza
para fomentar procederes más participativos en el pueblo de Dios, según la
eclesiología del Vaticano II.
No se trata solamente de
responder a la crisis actual, mejorar los protocolos de conducta en las
instituciones propias de la Iglesia y del personal que labora ellas, sino de
reformar registros claves de la vida eclesial, superar la división rígida
actual entre clero y laicado, y sobre todo, de renovar la pastoral con una
visión y una práctica más cooperantes.
Aunque no falten voces
disonantes y movimientos intestinos en la iglesia, pidiendo la renuncia del
Papa y conspirando contra las reformas al término de su pontificado, el papa
Francisco, pastor de una Iglesia en proceso de renovación, tiene quien lo
defienda en el Pueblo de Dios.
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Referencias
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Jesús María Aguirre, s.j. es un sacerdote jesuita, investigador del
quehacer comunicacional en América Latina. Miembro fundador de la Revista
Comunicación en 1975. Entre los años 2003-2006 dirigió la Revista SIC,
publicación del Centro Gumilla de la Compañía de Jesús dedicada al análisis
económico, social, político y cultural de la vida venezolana. Fue director de
la Fundación Centro Gumilla desde 2010 hasta 2013.
13-02-20
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