Sinar Alvarado 21 de febrero de 2020
@sinaralvarado
Un
fallo reciente de la Corte Constitucional dio a los hijos de venezolanos
nacidos en Colombia el derecho a la nacionalidad. Al menos 15.000 niños estaban
en riesgo de apatridia frente a dos burocracias que los discriminaban al mismo
tiempo. Venezuela, con sus sedes diplomáticas cerradas en este país, negaba
cualquier trámite a los ciudadanos emigrados. Mientras Colombia imponía trabas
para acceder a su nacionalidad.
Yo
también busqué un porvenir al otro lado de la frontera. A fines de los setenta,
junto a mi familia, dejé atrás Colombia, un país azotado por el narcotráfico y
la guerra interna; y nos instalamos en Venezuela, donde el petróleo había
fabricado una burbuja de bienestar excepcional para esta región maltrecha. Allá
crecí con las mismas oportunidades que disfrutaban los locales: trabajos bien
pagados para mis padres, educación gratuita en la universidad y, además, una
distancia prudente que me eximió del peligroso servicio militar colombiano.
Nunca tuve el pasaporte, pero fui tan venezolano como cualquiera.
En
una región acostumbrada al destierro, Colombia es uno de los países con el
mayor número de ciudadanos fuera de sus fronteras: unos 4,7 millones en 2013,
según la Organización Internacional para las Migraciones. Mi familia fue parte
de esos números. Cuando nos fuimos a Venezuela, atraídos por la bonanza, la
verdad es que no todo brillaba. Allá los hijos de colombianos padecimos la
xenofobia, siempre marcados por el estigma de nuestro origen. Pero en general
pudimos desarrollarnos dentro de una sociedad que tendía a ser tolerante y
hospitalaria con los extranjeros.
Como
individuos, con nuestras acciones, adquirimos compromisos morales; y sucede lo
mismo con los países. Colombia, un lugar desigual y violento, desplazó durante
décadas a cientos de miles de personas que encontraron refugio en Venezuela.
Ahora que la arepa se ha volteado y el flujo migratorio cambió de sentido,
llegó el momento de pagar. Con el fallo de la Corte, mi país empieza a resarcir
una deuda antigua. Es una nueva posibilidad que se abre para los hijos de
extranjeros nacidos en Colombia. Una buena noticia para los hijos de la
diáspora venezolana.
Pero
el reto es grande: debemos asimilar un tercio del mayor desplazamiento
migratorio que ha conocido Latinoamérica, con más de cuatro millones de
personas que han salido de Venezuela. En las calles de Bogotá y otras ciudades,
muchos de ellos piden ayuda con mensajes urgentes escritos en carteles.
La
constitución colombiana reconoce la nacionalidad a un hijo de extranjeros si
“alguno de sus padres estuviere domiciliado en la república en el momento del
nacimiento”. En estos casos la condición se cumple: 1,6 millones de venezolanos
viven en este país, pero la mayoría no tiene una visa de residente.
Durante
los últimos años, cada vez que nacía un hijo de venezolanos, la Registraduría
Nacional anotaba en su registro civil una advertencia: “No válido para
nacionalidad”. Crear trabas para adquirir la nacionalidad por nacimiento era
una forma eficaz de eliminar un estímulo para los migrantes, que buscan lugares
de acogida en condiciones formales. En la práctica, el Estado colombiano negaba
el derecho a la identidad y, además, restringía el acceso a la salud y la
educación de esos niños sin documentos.
El
fallo de la Corte surgió como respuesta a un recurso del Programa de Protección
Internacional de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad
de Antioquia, cuya tutela argumentó que la Registraduría vulneraba el derecho
de dos niños, Yoel y Sara, a tener una nacionalidad. Un juez de Medellín había
negado un primer amparo y luego un Tribunal Superior había confirmado esa
decisión. Fue entonces cuando la Corte, máxima autoridad constitucional,
concedió la razón a los demandantes. La decisión, además, afloja el corsé legal
y dice que un migrante no necesita una visa para demostrar su domicilio en este
país.
El
fallo le tuerce el brazo a un Estado que creó las condiciones para expulsar y
no para recibir. Ahora el gobierno debe hacer lugar en la cama para cobijar a
más y más miembros de una familia en crecimiento.
Venezuela,
mi otro país, practicó durante casi todo el siglo pasado una política de
puertas abiertas que dio refugio a italianos, españoles y portugueses cuando
huían de la Segunda Guerra, y a latinoamericanos que escapaban de las
dictaduras y las crisis sucesivas. Varias generaciones de extranjeros se
integraron al escenario venezolano e hicieron aportes en diversas disciplinas.
Ese pasado reciente ofrece un espejo donde Colombia puede mirarse.
Nuestra
sociedad debe proveer oportunidades que permitan incorporar a los recién
llegados y hacerlos parte de una comunidad que, hasta ahora —tal vez por el
trauma de la guerra—, ha sido muy cerrada y celosa. Ni siquiera se trata de
conceder lujos: con seguridad, salud, educación y otras garantías fundamentales
será más factible que los extranjeros y sus hijos se conviertan en nuevos
colombianos productivos.
Cierto
discurso xenófobo dice que la atención a los migrantes implica postergar las
necesidades locales. Falso. Reconocer un derecho esencial a los hijos de los
extranjeros es un gesto básico que no riñe con la atención urgente de los
colombianos más necesitados. De hecho, son dos acciones de política pública que
responden al mismo fenómeno: la pobreza y sus consecuencias. Este país, que
mantiene otra deuda con la mayoría de sus ciudadanos, puede saldarla mientras
facilita a los recién llegados unas condiciones mínimas para su desembarco.
Miles
de colombianos emigrados, desde Venezuela sobre todo, han vuelto a su país en
estos años recientes. El descalabro de la nación vecina y cierta mejoría en la
nuestra han colaborado para producir este retorno masivo. Ese también es mi
caso.
Cuarenta
años después, de vuelta en el origen, evalúo nuestro vaivén histórico y siento
la culpa típica del migrante por haber saltado de dos barcos que se hundían.
Pero me consuelo pensando que los países deberían proveer las condiciones para
que nadie deba escapar hacia naves más estables. O al menos garantizar la más
esencial de todas: que ningún ser humano llegue al mundo sellado como un intruso
con demominación de origen.
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