Editorial
Revista SIC Nº 821
Tendríamos que hablar de una
cierta “normalización”. Eso no implica de ningún modo que las cosas se vayan
arreglando o al menos que se las sienta bien encaminadas. Significa, por el
contrario, que se acabó la ilusión: que no pasó nada, que esas voces que decían
que ahora es cuando, que es cuestión de días o de semanas, se mostraron
engañosas y la mayoría no quiere seguir escuchándolas, no quiere seguir
haciéndose ilusiones. Prefiere vivir como si esto fuera a seguir. Y muchos, no
porque se resignen a lo que estamos malviviendo sino, por lo contrario, porque,
para no rendirse ni descorazonarse, prefiere lidiar con esta realidad que
tienen presente y no vivir en la provisionalidad engañosa de que hay que vivir
al día porque esto se va a acabar.
Como parece que va para
largo, la gente se prepara para vivir sin perder ni la paciencia ni la
dignidad, ni la conciencia de que estamos en una dictadura con métodos
totalitarios, con un gobierno que no tiene ningún empacho en cometer cualquier
tropelía para mantenerse en el poder, porque eso es lo que ha absolutizado y,
por tanto, ha arrinconado la dignidad humana y el respeto a cada ser humano y a
sí mismos.
Estas personas quieren vivir
normalmente en esta situación anómica. No quieren vivir, ni subiéndose al carro
del vencedor y corrompiéndose, ni pasándose la vida maldiciéndolo, sin tener
una vida propia. No quieren tampoco limitarse a sobrevivir, aunque casi no
tengan el mínimo vital. Quieren vivir una vida propia, realmente personal, de
modo que pueden decir como el poeta: “Confieso que he vivido”, confieso que he
vivido la polifonía de la vida, confieso que he convivido, que lo he hecho con
creatividad y dando lo mejor de mí mismo.
Lo que el tirano está
haciendo me afecta muchísimo, pero no me influye nada porque no soy ni un
arrodillado ni un reaccionario, porque tengo la libertad de vivir desde mí
mismo, desde las relaciones horizontales, gratuitas y abiertas que me dan vida y
que me dan alegría y esa paz que el gobierno no puede dar ni quitar. El
gobierno podrá robarme y hasta matarme, pero no me podrá robar la dignidad ni
la apertura radical de mí mismo para dar de mí. Hasta a sus personeros los
consideraré mis hermanos enemigos, antes hermanos que enemigos, aunque ellos se
porten conmigo como enemigos a secas.
Hacerse la idea de una
normalidad es para estos venezolanos el horizonte para aplicarse al trabajo de
vivir humanamente en una situación inhumana que tiende a deshumanizar. Vivir
humanamente en esta situación no es fácil y por eso hay que concentrar las
fuerzas en vivir así.
No es fácil porque hay muy
pocos elementos para vivir y muy pocas posibilidades de adquirir el mínimo
indispensable. Y por eso tenemos la tentación de encerrarnos en nosotros
mismos, en nuestras necesidades y dejar fuera a los demás. Y entonces perdemos
el sentido de la realidad, ya que sólo existimos nosotros y los demás salen
fuera de pantalla, si no aparecen como quienes pueden ayudarnos o compiten con
nosotros por los bienes escasos. Si perdemos el sentido de realidad nos
deshumanizamos. Estas personas no quieren deshumanizarse por nada del mundo y
por eso prefieren hacerse la idea de una normalidad para afincarse en el
trabajo de vivir humanamente en cada uno de los aspectos de la existencia; cosa
imposible si se adaptan al desorden establecido y también imposible si sólo
viven para sacar al tirano.
Es grande el peligro de
dejarse llevar por la rabia o por el abatimiento o sucumbir a la tentación de
aprovecharse de la situación. Son más de cuatro millones los venezolanos de
todas las clases sociales que lo han hecho y qué difícil va a ser lograr que se
rehabiliten, y si no lo hacen el país será invivible. Por eso, porque no
queremos caer en la tentación, no podemos distraernos con señuelos. Tenemos que
vivir en la realidad. No en el desorden establecido, sino en la realidad, una
realidad desconocida por el gobierno, que sólo se fija en lo que se pliega a él
o en lo que lo combate o ve como un peligro; pero que no tiene ojos ni corazón
para ver a los seres humanos como tales y muchísimo menos para respetar su
dignidad y servirlos, que es la única función legítima del gobierno.
Ahora bien, vivir en la
realidad es también vivir atisbando sus posibilidades de cambio y activándolas
en cuanto de uno depende. No es vivir adaptados. Ya hemos insistido que es
vivir libres. Y, como decía Artigas, “con libertad, ni ofendo ni temo”. No me
pongo como el gobierno. Pero tampoco lo temo. No lo desafío inútilmente, porque
con eso no hago sino exacerbar lo peor de él, pero creo espacios en los que se
vive con libertad liberada, en los que se convive con dignidad, en los que las
reglas de juego son humanizadoras. Como vivo en la normalidad creo verdadera
normalidad: una convivencia con normas humanizadoras introyectadas. Se trata de
arrinconar al gobierno, pero sin desafiarlo explícitamente. Si conseguimos
crear verdadero orden, el desorden establecido se verá como un adefesio
monstruoso y perderá cualquier atisbo de legitimidad. Será percibido por la
mayoría como imposición inhumana y además infecunda. Será despreciado, más que
temido.
Este es nuestro reto: vivir
personalmente en la normalidad, cuando no la hay, para ir creando la verdadera
normalidad. Paso a paso, en la familia, en el vecindario, grupos y
organizaciones, incluso en empresas. Ir creando espacios alternativos.
Dinámicas humanizadoras. Ambientes en los que nadie se descarga en nadie, en
los que cada quien lleva responsable su propia carga, y en los que, además, se
ayudan solidariamente unos a otros a llevar las cargas.
Esto no es un sueño y ni
siquiera un mero proyecto. Cuando un extranjero bien informado de la situación
objetiva del país camina por las calles y ve el talante de la gente, no
entiende nada. Había esperado encontrarlos crispados y desolados, ansiosos e
inestables, a punto siempre de estallar. Y los ve, en su mayoría, como si no
pasara nada. Bien presentados, aunque la mayoría pobremente, saludándose,
incluso echándose broma, yendo cada uno a lo suyo con serenidad. El visitante
no puede componer los datos objetivos, que sabe son verdaderos, con lo que
percibe de los que caminan por las calles. Ese hiato es el fruto del trabajo de
normalización de estos venezolanos, de que venimos hablando. Requiere un
trabajo paciente sobre sí mismos y también una cierta confianza en que pueden
sobrellevar la situación con elegancia. No solemos reparar en este trabajo
humanizador y en la consistencia personal que logra. Éste es nuestro gran
tesoro actual como pueblo y la palanca más firme para una alternativa
superadora.
Es obvio que no todos los
venezolanos nos comportamos así. Hay mucha gente que se aprovecha y otros que
se dejan llevar por sus impulsos más elementales por no poder soportar tanta
presión, tan continua. Pero lo que da el ambiente es esa normalidad de la que
venimos hablando, que no es fingida. Que es producto de una decisión personal
que indica un altísimo grado de personalización. Que es una buena nueva en
medio de tanto mal por parte del gobierno y de los que se aprovechan de la
situación. En un balance de la situación no puede omitirse esta realidad de
nuestra gente, que es muy valiosa en sí y que, además, como hemos apuntado,
puede dar lugar a cambios superadores.
Éste es el dato que hemos
querido poner de relieve, porque lo consideramos valiosísimo y porque no se
suele reparar en él y porque tenemos que estimularlo y expandirlo en nosotros y
en los demás.
25-02-20
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