Por Ángel Oropeza
Es bien conocido que uno de
los crímenes más atroces e imperdonables del modelo madurista de dominación es
haber logrado que 4,5 millones de venezolanos –por ahora– hayan tenido que
abandonar forzosamente su país ante la imposibilidad de vivir decentemente en
su propia casa. Esa cifra parcial, que representa un gigantesco 14% de la
población total de Venezuela, amenaza con alcanzar el 25% de mantenerse la
crisis social, como apuntan todos los indicadores objetivos.
Se habla mucho del impacto
de esta abrumadora huida migratoria, la mayor de la región y entre las mayores
del mundo, sobre países vecinos y en general sobre la comunidad internacional.
También se ha hablado sobre el inmenso daño emocional de esta tragedia, con sus
múltiples consecuencias sobre la psiquis colectiva, y con su infame secuela de
familias fracturadas, hogares destruidos y niños en situación de abandono.
Según el último informe de Cecodap ya asciende a 940.000 –hasta finales del año
pasado– el número de niños que son dejados por sus padres a cargo de otras
personas ante la necesidad de emigrar. De estos niños, 78% muestra cambios en
su comportamiento, bajo rendimiento escolar, llanto fácil, desánimo,
irritabilidad y sensación de abandono. Los efectos de esta catástrofe en
términos psicológicos y culturales son inconmensurables.
Pero lo que no se conoce muy
bien, de lo cual por tanto se habla poco, es el grado de afectación severa del
exilio madurista sobre el desarrollo social y económico interno del país. Y
dada su gravedad e importancia, es importante analizarla al menos brevemente y
sobre todo darla a conocer a cuantos más podamos.
Según el Instituto Nacional
de Estadística, la proyección poblacional de Venezuela para este año 2020
–según los datos del Censo nacional del 2011– alcanzaba la cifra de 32,6
millones de personas. Esa era la población que debíamos tener para este año.
Sin embargo, la proyección de la ONU para este 2020 nos ubica en tan solo 28,4
millones de habitantes, es decir, 4,2 millones de venezolanos menos. Y no solo
es grave la disminución neta de nuestra población, sino que, al revisar las
cifras, la merma poblacional mayor –de manera notoria– la sufrimos en
venezolanos que están entre los 18 y los 30 años de edad. En palabras crudas,
estamos perdiendo de manera acelerada la energía social del país, representada
en este sector clave de la población.
Como consecuencia directa de
lo anterior, Venezuela ya perdió –o en palabras más exactas, le expropiaron– el
valioso ticket para el desarrollo que significaba el llamado “bono
demográfico”. Por bono demográfico se entiende el período en el que en un país
la población económicamente activa o en edad de trabajar (que se ubica
generalmente entre los 15 y los 60 años de edad) supera en cantidad a las
personas económicamente dependientes. Esta es una situación ideal para el
desarrollo de una nación, entre otras cosas porque es un período en el cual, al
inclinarse la balanza hacia las personas que están trabajando, se puede generar
mayor ahorro e inversión en el país, recaudar más tributos para la inversión
social, aumentar la tasa de crecimiento económico y mantener baja la presión
económica que significa la manutención de las personas dependientes y la
administración de programas de jubilación y seguridad social.
Hace dos décadas se señaló
que esta situación de bono demográfico –que se vive muy pocas veces en la
historia de una nación- significaba una inmensa ventaja comparativa con la que
contaba Venezuela, y una envidiable herramienta para apalancar su desarrollo.
Se hablaba de la posibilidad cierta de seguir el ejemplo de los llamados
“tigres asiáticos” de la década de los noventa –Hong Kong, Taiwán, Corea del
Sur y Singapur– que aprovecharon exitosamente su bono demográfico. Según las
proyecciones del INE, y producto de una transición demográfica “normal”, en la
que la pirámide poblacional va cambiando con el tiempo, este valioso bono
demográfico nos acompañaría hasta el año 2050. Lo cierto es que ya hoy,
apenas en 2020, lo perdimos, o para usar de nuevo las palabras exactas, nos fue
expropiado por el modelo de dominación madurista.
Hoy, producto del exilio
forzado, del impacto brutal de la delincuencia (en Venezuela, más de 70% de los
homicidios se comete contra jóvenes menores de 25 años, al punto de
que la principal causa de muerte en jóvenes en el país es justamente el
asesinato, lo que nos ubica como el país más violento y peligroso del mundo
para personas de edades entre 10 y 25 años), de la destrucción del aparato
productivo y empleador, y del ataque persistente a los servicios e
instituciones de educación y salud, nuestra población joven disminuyó tan
ostensiblemente que perdimos ya el bono demográfico. Este envejecimiento
prematuro de la población venezolana significa, entre otras cosas, mayores
problemas sociales relacionados con la tercera edad (especialmente atención
alimentaria y de salud), mayor presión fiscal sobre el Estado, menor capacidad
de generación de riqueza y reducción de la población.
Hace unos pocos años, Genni
Zúñiga, investigadora del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de
la Universidad Católica Andrés Bello, alertaba que por el camino que estaba
siguiendo el modelo oficialista de dominación “el peligro inminente es que vamos
a tener una población en edad de trabajar muy empobrecida y sin capacitación ni
oportunidades de inserción; y además un creciente volumen de personas que
requerirá atención que no podrá recibir por la falta de servicios
institucionalizados”. Y por esos mismos días Jorge González Caro,
representante auxiliar en Venezuela del Fondo de Población de las Naciones
Unidas, planteaba la urgencia de cultivar tal oportunidad única que
representaba el bono demográfico o, en caso contrario, convertir al país en un
conjunto de “personas que no generaron ahorros durante su juventud, viviendo en
una sociedad sin personas que produzcan para mantenerlos. Es decir, tendríamos
un país envejecido y pobre”. Para desgracia de los venezolanos, ambas
alertas se han transformado hoy en lamentable realidad.
En muy pocos años, el
régimen encabezado por Maduro lo logró. Nuestro ticket dorado para el
desarrollo y el despegue económico fue expropiado por una clase política tan
hambrienta de poder como indigente en sensibilidad social, y para quienes la
justicia y la igualdad, más allá de los discursos con los cuales engañar a los
incautos, nunca fueron otra cosa que disfraces para ocultar sus obscenas
apetencias de riqueza y dominio.
Por estas y otras muchas
razones hay que seguir insistiendo. El cambio político ya no es una opción, es
una necesidad patria. Sin él, no será posible iniciar el trabajo de reversión
de esta tragedia, y correremos severamente el riesgo de ser un país que solo
existirá en el recuerdo.
20-02-20
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