Francisco Fernández-Carvajal 15 de febrero de
2020
@hablarcondios
— El depósito
de la fe. Un tesoro que recibe cada generación de manos de la Iglesia,
quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con
autoridad.
— Evitar todo lo que
atenta a la virtud de la fe.
— Prudencia en las
lecturas.
I. Nos dice el
Señor en el Evangelio de la Misa1 que
Él no viene a destruir la Antigua Ley, sino a darle su plenitud; restaura,
perfecciona y eleva a un orden más alto los preceptos del Antiguo Testamento.
La doctrina de Jesús tiene un valor perenne para los hombres de todos los
tiempos y es «fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta»2.
Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo guarda
fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad. «Al
adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en comunicación
directa con los Apóstoles (...); y mediante ellos, con Jesucristo, nuestro
primer y único Maestro; acudimos a su escuela, anulamos la distancia de los
siglos que nos separan de ellos»3.
Gracias a este Magisterio vivo, podemos decir –en cierto modo– que el mundo
entero ha recibido su doctrina y se ha convertido en Galilea: toda la tierra es
Jericó y Cafarnaún, la humanidad está a la orilla del lago de Genesaret4.
La guarda fiel de las verdades de la fe es requisito
para la salvación de los hombres. ¿Qué otra verdad puede salvar si no es la
verdad de Cristo? ¿Qué «nueva verdad» puede tener interés –aunque fuera la del
más sabio de los hombres– si se aleja de la enseñanza del Maestro? ¿Quién se
atreverá a interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? Por
eso, el Señor nos advierte hoy: el que quebrante uno solo de estos
mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo
mismo, será el más pequeño en el reino de los Cielos.
San Pablo exhortaba de esta manera a Timoteo: Guarda
el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones
de la falsa ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe5.
Con esta expresión –depósito– la Iglesia sigue designando al conjunto de
verdades que recibió del mismo Cristo y que ha de conservar hasta el final de
los tiempos.
La verdad de la fe «no cambia con el tiempo, no se
desgasta a través de la historia; podrá admitir, y aun exigir, una vitalidad
pedagógica y pastoral propia del lenguaje, y describir así una línea de desarrollo,
con tal que, según la conocidísima sentencia tradicional de San Vicente de
Lérins (...): quod ubique, quod semper, quod ab omnibus: “lo que en
todas partes, lo que siempre, lo que por todos” se ha creído, eso debe
mantenerse como formando parte del depósito de la fe (...). Esta fijeza
dogmática defiende el patrimonio auténtico de la religión católica. El Credo no
cambia, no envejece, no se deshace»6.
Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño,
aunque por temperamento estemos inclinados a transigir: «Te molesta herir,
crear divisiones, demostrar intolerancias..., y vas transigiendo en posturas y
puntos –¡no son graves, me aseguras!–, que traen consecuencias nefastas para
tantos.
»Perdona mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes
en la intolerancia –que tanto te molesta– más necia y perjudicial: la de
impedir que la verdad sea proclamada»7.
Y anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a
quienes nos rodean.
II. El cristiano,
liberado de toda tiranía del pecado, se siente impulsado por la Nueva Ley de
Cristo a comportarse ante su Padre Dios como un hijo suyo. Las normas morales
no son entonces meras señales indicadoras de los límites de lo permitido o
prohibido, sino manifestaciones del camino que conduce a Dios; manifestaciones
de amor.
Debemos conocer bien este conjunto de verdades y de
preceptos que constituyen el depósito de la fe, pues es el tesoro
que el Señor, a través de la Iglesia, nos entrega para que podamos alcanzar la
salvación. Esta riqueza de verdades se protege especialmente con la piedad
(oración y sacramentos), con una seria formación doctrinal, adecuada a las
personas, y también ejercitando la prudencia en las lecturas.
Todo el mundo considera razonable, por ejemplo, en una
cátedra de física o de biología, que se recomienden determinados textos, se
desaconseje el estudio de otros y se declare inútil y aun perjudicial la
lectura de una publicación concreta para quien de verdad está interesado en
adquirir una seria formación científica. En cambio, no faltan quienes se
asombran de que la Iglesia reafirme su doctrina sobre la necesidad de evitar
aquellas lecturas que sean dañinas para la fe o la moral, y ejerza su derecho y
su deber de examinar, juzgar y, en casos extremos, reprobar los libros
contrarios a la verdad religiosa8.
La raíz de ese asombro infundado podría encontrarse en una cierta deformación
del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio solo en el
campo científico, mientras que considera que en el ámbito de las verdades
religiosas solo cabe dar opiniones más o menos fundadas.
Al avivar en nuestra oración la fidelidad al depósito
de la revelación, recordamos al mismo tiempo que incluso la ley natural, que el
Señor ha escrito en nuestros corazones, nos impulsa desde dentro a valorar los
dones del Cielo y, en consecuencia, «obliga a evitar en lo posible todo lo que
atenta contra la virtud de la fe»9,
como nos pide, por ejemplo, que conservemos la vida física; por ello, «poner
voluntariamente en peligro la fe con lecturas perniciosas sin un motivo que lo
justifique, sería un pecado aunque en la actualidad no se incurra en pena
eclesiástica alguna»10.
Tras una larga experiencia en convivir y estudiar
autores paganos o desconocedores de la fe, recomendaba San Basilio: «Debéis,
pues, seguir al detalle el ejemplo de las abejas. Porque estas no se paran en
cualquier flor ni se esfuerzan por llevarse todo de las flores en las que posan
su vuelo, sino que una vez que han tomado lo conveniente para su intento, lo
demás lo dejan en paz.
»También nosotros, si somos prudentes, extrayendo de
estos autores lo que nos convenga y más se parezca a la verdad, dejaremos lo
restante. Y de la misma manera que al coger la flor del rosal esquivamos las
espinas, así al pretender sacar el mayor fruto posible de tales escritos,
tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar los intereses del alma»11.
La prudencia en las lecturas es manifestación de
fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo; la fe es nuestro mayor tesoro, y por
nada del mundo nos podemos exponer a perderlo o a deteriorarlo. Nada vale la
pena en comparación de la fe. Debemos velar por nosotros mismos y por todos,
pero de modo particular por aquellos que de alguna manera el Señor nos ha
encomendado: hijos, alumnos, hermanos, amigos...
III. Dichoso
el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor; dichoso el que
guardando sus preceptos lo busca de todo corazón12,
dice el Salmo responsorial, avivando nuestra disposición de seguir
fielmente a Jesucristo.
Entre las ocasiones particularmente delicadas que
pueden poner en peligro la integridad de la fe, la Iglesia ha señalado siempre
la lectura de libros que atentan directa o indirectamente contra las verdades
religiosas y contra las buenas costumbres, pues la historia atestigua con
evidencia que, aun con todas las condiciones de piedad y de doctrina, no es
raro que el cristiano se deje seducir por la parte o apariencia de verdad que
hay siempre en todos los errores13.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes (...).
Enséñame a cumplir tu voluntad, le
decimos nosotros a Jesús con palabras del Salmo responsorial14.
Y Él, a través de una conciencia formada, nos moverá a ser humildes, a realizar
una prudente selección y a buscar un asesoramiento con garantías si hemos de
estudiar cuestiones científicas, humanísticas, literarias, etc., en las que
pueda inficcionarse nuestro pensamiento. Permaneciendo junto a Cristo,
valorando mucho la fe, andaremos sin falsos complejos, con naturalidad, sin el
afán superficial de «estar al día», como se han comportado siempre muchos
intelectuales cristianos: catedráticos, profesores, investigadores, etc. Si
somos humildes y prudentes, si tenemos «sentido común», no seremos «como los
que toman el veneno mezclado con miel»15.
Fieles a la enseñanza del Evangelio y del Magisterio
de la Iglesia, necesitamos una formación que nos permita apreciar cuanto de
válido puede encontrarse en las diversas manifestaciones de la cultura –pues el
cristiano debe estar siempre abierto a todo lo que es verdaderamente positivo–,
a la vez que detectamos lo que sea contrario a una visión cristiana de la vida.
Pidamos a la Santísima Virgen, Asiento de la Sabiduría, ese
discernimiento en el estudio, en las lecturas y en todo el ámbito de las ideas
y de la cultura. Pidámosle también que nos enseñe a valorar y a amar siempre
más el tesoro de nuestra fe.
1 Mc 5,
17-37, —
2 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 7. —
3 Pablo
VI, Alocución 1-III-1967. —
4 Cfr. P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 113. —
5 1
Tim 6, 20-21. —
6 Pablo
VI, Audiencia general 29-IX-1976. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 600. —
8 Cfr. Código
de Derecho Canónico, cánones 822-832. —
9 J.
Mausbach y G. Ermecke, Teología Moral
Católica, EUNSA, Pamplona 1974, vol. II, p. 108. —
10 Cfr. ibídem.
—
11 San
Basilio, Cómo leer la literatura pagana, p. 43. —
12 Sal 118,
1-2. —
13 Cfr. Pío
XI, Const. Apost. Deus scientiarum Dominus, 24-V-1931: AAS
23 (1931), pp. 245-246. —
14 Sal 118,
34. —
15 San
Basilio, loc. cit.
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