Francisco Fernández-Carvajal 16 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Matrimonio entre San
José y Nuestra Señora. El «guardián de su virginidad».
— El amor purísimo de
José.
— La paternidad del
Santo Patriarca sobre Jesús.
I. A todos los
santos se les suele conocer por una cualidad, por una virtud en la que son
especialmente modelo para los demás cristianos y en la que sobresalieron de una
manera particular: San Francisco de Asís, por su pobreza; el Santo Cura de Ars
es modelo del sacerdote entregado al servicio de las almas; Santo Tomás Moro se
distingue por la fidelidad a sus obligaciones como ciudadano y por la fortaleza
para no ceder en su fe, que le llevó al martirio... De San José nos dice San
Mateo: José, el esposo de María1.
De ahí le vino su santidad y su misión en la vida. Nadie, excepto Jesús, quiso
tanto a Nuestra Señora, nadie la protegió mejor. Ningún otro ha gastado su vida
por el Salvador como lo hizo San José.
La Providencia quiso que Jesús naciera en el seno de
una familia verdadera. José no fue un mero protector de María, sino su esposo.
Entre los judíos, el matrimonio constaba de dos actos esenciales, separados por
un período de tiempo: los esponsales y las nupcias.
Los primeros no eran simplemente la promesa de una unión matrimonial futura,
sino que constituían ya un verdadero matrimonio. El novio depositaba las arras
en manos de la mujer, y se seguía una fórmula de bendición. Desde este momento
la novia recibía el nombre de esposa de... La costumbre fijaba
el plazo de un año como intermedio entre los esponsales y
las nupcias. En ese tiempo, la Virgen recibió la visita del Ángel,
y el Hijo de Dios se encarnó en su seno; a San José le fue revelado en sueños
el misterio divino que se había obrado en Nuestra Señora y se le pidió que
aceptara a María como esposa en su casa. «Despertado José del sueño,
hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer (Mt 1,
24). Él la tomó en todo el misterio de su maternidad; la tomó junto con el Hijo
que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando de tal modo una
disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le
pedía por medio de su mensajero»2.
Esta segunda parte era como la perfección del contrato
matrimonial y entrega mutua que ya se había realizado. La esposa -según la
costumbre era llevada a la casa del esposo en medio de grandes festejos y de
singular regocijo3.
Ante todos, el enlace era válido desde los esponsales, y su fruto reconocido
como legítimo.
El objeto de la unión matrimonial son los derechos que
recíprocamente se otorgan los cónyuges sobre sus cuerpos en orden a la
generación. Estos derechos existían en la unión de María y de José (si no
hubieran existido, tampoco se hubiera dado un verdadero matrimonio), aunque
ellos, de mutuo acuerdo, habían renunciado a su ejercicio; y esto, por una
inspiración y gracias muy particulares que Dios derramaría sobre sus almas. La
exclusión de los derechos habría anulado el matrimonio, pero no lo anulaba el
propósito de no usar de tales derechos. Todo se llevó a cabo en un ambiente
delicadísimo, que nosotros entendemos bien cuando lo miramos con un corazón
puro. José, virgen por la Virgen, la custodió con extrema delicadeza y ternura4.
Santo Tomás señala diversas razones por las cuales
convenía que la Virgen estuviera casada con José en matrimonio verdadero5:
para evitar la infamia de cara a los vecinos y parientes cuando vieran que iba
a tener un hijo; para que Jesús naciera en el seno de una familia y fuera
tomado como legítimo por quienes no conocían el misterio de su concepción
sobrenatural; para que ambos encontraran apoyo y ayuda en José; para que fuera
oculta al diablo la llegada del Mesías; para que en la Virgen fueran honrados a
la vez el matrimonio y la virginidad... Nuestra Señora quiso a José con un amor
intenso y purísimo de esposa. Ella, que le conoció bien, desea que busquemos en
él apoyo y fortaleza. En María y José tienen los esposos el ejemplo acabado de
lo que deben ser el amor y la delicadeza. En ellos encuentran también su imagen
perfecta quienes han entregado a Dios todo su amor, indiviso corde,
en un celibato apostólico o en la virginidad, vividos en medio del mundo, pues
«la virginidad y el celibato por el Reino de Dios no solo no contradicen la
dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y
la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la
Alianza de Dios con su pueblo»6.
II. En Nazareth se
desposaron José y María, y allí tuvo lugar el inefable misterio de la Encarnación
del Verbo de Dios. Con los desposorios, María recibió una dote integrada –según
la costumbre7– por alguna joya de no mucho valor, vestidos y muebles.
Recibió un pequeño patrimonio, en el que quizá habría un poco de terreno... Tal
vez todo ello no montara mucho, pero cuando se es pobre se aprecia más. Siendo
José carpintero, le prepararía los mejores muebles que había fabricado hasta
entonces. Como ocurre en los pueblos no demasiado grandes, la noticia debió
correr de boca en boca: «María se ha desposado con José, el carpintero». La
Virgen quiso aquellos esponsales, a pesar de haber hecho entrega a Dios de su
virginidad. «Lo sencillo es pensar -escribe Lagrange que el matrimonio con un
hombre como José la ponía al abrigo de instancias, renovadas sin cesar, y
aseguraría su tranquilidad»8.
Hemos de pensar que José y María se dejaron guiar en todo por las mociones e
inspiraciones divinas. A ellos, como a nadie, se les puede aplicar aquella
verdad que expone Santo Tomás: «a los justos es familiar y frecuente ser
inducidos a obrar en todo por inspiración del Espíritu Santo»9.
Dios siguió muy de cerca aquel cariño humano entre María y José, y lo alentó
con la ayuda de la gracia para dar lugar a los esponsales entre ambos.
Cuando José supo que el hijo que María llevaba en su
seno era fruto del Espíritu Santo, que Ella sería la Madre del Salvador, la
quiso más que nunca, «pero no como un hermano, sino con un amor conyugal
limpio, tan profundo que hizo superflua toda cualquier relación carnal, tan
delicado que le convirtió no solo en testigo de la pureza virginal de María
-virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos lo enseña la
Iglesia sino en su custodio»10.
Dios Padre preparó detenidamente la familia virginal en la que nacería su Hijo
Unigénito.
No es nada probable que José fuera mucho mayor que la
Virgen, como frecuentemente se le ve pintado en los lienzos, con la buena
intención de destacar la perpetua virginidad de María, pues «para vivir la
virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La
pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la
alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando
contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad
divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería
legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas»11.
Ese es el amor que nosotros –cada uno en el estado en
el que le ha llamado Dios– pedimos al Santo Patriarca; ese amor «que ilumina el
corazón»12 para llevar a cabo con alegría la tarea que nos ha sido
encomendada.
III. Los
Evangelios nombran a San José como padre en repetidas
ocasiones13. Este era, sin duda, el nombre que habitualmente utilizaba
Jesús en la intimidad del hogar de Nazareth para dirigirse al Santo Patriarca.
Jesús fue considerado por quienes le conocían como hijo de José14.
Y, de hecho, él ejerció el oficio de padre dentro de la
Sagrada Familia: al imponer a Jesús el nombre, en la huida a Egipto, al elegir
el lugar de residencia a su vuelta... Y Jesús obedeció a José como a
padre: Bajó con ellos y vino a Nazareth y les estaba sujeto...15.
Jesús fue concebido milagrosamente por obra del
Espíritu Santo y nació virginalmente para María y para José, por voluntad
divina. Dios quiso que Jesús naciera dentro de una familia y estuviera sometido
a un padre y a una madre y cuidado por ellos. Y de la misma manera que escogió
a María para que fuese su Madre, escogió también a José para que fuera su
padre, cada uno en el terreno que le competía16.
San José tuvo para Jesús verdaderos sentimientos de
padre; la gracia encendió en aquel corazón bien dispuesto y preparado un amor
ardiente hacia el Hijo de Dios y hacia su esposa, mayor que si se hubiera
tratado de un hijo por naturaleza. José cuidó de Jesús amándole como a su hijo
y adorándole como a su Dios. Y el espectáculo -que tenía constantemente ante
sus ojos de un Dios que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para
amarle más y más y para entregarse cada vez más, con una generosidad sin
límites.
Amaba a Jesús como si realmente lo hubiera engendrado,
como un don misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin
reservas sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba
otra recompensa que poder vivir cada vez mejor esta entrega de su vida. Su amor
era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, emotivo y tierno. Podemos
representárnoslo tomando al Niño en sus brazos, meciéndole con canciones,
acunándole para que duerma, fabricándole pequeños juguetes, estando con Él como
hacen los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y
testimonio más profundo de afecto17.
Constantemente vivió sorprendido de que el Hijo de Dios hubiera querido ser
también su hijo. Hemos de pedirle que sepamos nosotros quererle y tratarle como
él lo hizo.
1 Mt 1,
16. —
2 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989,
3. —
3 F.
M. William, Vida de María, Herder, Barcelona 1974, p. 59
ss. —
4 Cfr. San
Agustín, Tratado sobre la virginidad, 1, 4. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica. 3, q. 29, a. 1. —
6 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XII-1981,
16. —
7 Cfr. F. M. William, o.
c., p. 66. —
8 J.
Mª Lagrange, Evangile selon Saint Lucas, 3ª ed., París
1923, p. 33. —
9 Cfr. Santo
Tomás, o. c., 3, q. 36, a. 5. c y ad 2. —
10 F.
Suárez, José, esposo de María, Rialp, 3ª ed., Madrid 1988,
p. 50. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 40. —
12 Santo
Tomás, Sobre la caridad, en Escritos de catequesis,
p. 205. —
13 Lc 2,
27; 33; 41; 48. —
14 Cfr. Lc 3,
23. —
15 Lc 2,
51. —
16 Cfr. José
Antonio del Niño Jesús, San José, su misión, su tiempo, su vida.
Centro Español de Investigaciones Josefinas, 2ª ed., Valladolid 1966, p. 137.
—
17 Cfr. M.
Gasnier, Los silencios de San José, Palabra, 5ª ed., Madrid
1988, pp. 137-138.
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