JUAN DIEGO QUESADA 02 de mayo de 2021
@jdquesada
La
ofensiva de Venezuela contra disidentes de las FARC, con bombardeos, arrestos
arbitrarios y torturas, obliga a miles de personas a refugiarse en Colombia
Gabriel,
venezolano treintañero, gafas redondas, camisa a cuadros, tiene aspecto de lo
que es, un informático sereno y juicioso. Una vez al mes cruzaba en barca por
un pequeño río de la selva hasta poner un pie en Colombia, donde compraba datos
de internet que después revendía a sus paisanos. “Las antenitas colombianas
llegan allá, te hacen el apaño”. Su negocio estaba fuera del radar de los
guerrilleros porque era “chiquitico”, y a fin de cuentas comerciaba con algo
que no se veía, que flotaba en el aire. Evitaba así los aranceles que estaban
obligados a pagar los que transportaban de orilla a orilla, de un país a otro,
gallinas, azúcar o gasolina. En esos viajes, de apenas unos minutos, parecía
más un turista o un diletante que un empresario. Para él, la presencia de
hombres armados era connatural a la vida, como la fotosíntesis o la lluvia
tropical. Por eso cuando un militar venezolano le clavó el cañón de un fusil en
las costillas y le preguntó si en su pueblo había guerrilleros, solo se le
ocurrió una respuesta demasiado obvia:
— Toda
la vida han estado acá.
No
llegó a decirla porque se moría de miedo, pero lo pensó. Ese día, 25 de marzo,
el Ejército venezolano registró algunas casas del pueblo,
entre ellas la suya. Los soldados entraban a las bravas, revolvían cajones,
miraban debajo de las camas y revisaban los móviles en busca de pruebas que
demostrasen que tipos como Gabriel, aparentemente inofensivos, eran
insurgentes. El Gobierno de Venezuela había iniciado cuatro días antes, desde
Caracas, la mayor operación militar del país en décadas para tratar de echar de
su territorio a una facción disidente de las FARC, el grupo armado marxista y
colombiano cuyo grueso se desmovilizó hace cinco años para iniciar un proceso
de paz.
Esos
disidentes y el Ejército de Liberación Nacional, el ELN, la guerrilla
activa más poderosa de América Latina, tienen cada vez más presencia en
territorio venezolano, sobre todo en el Estado fronterizo de Apure, un lugar
remoto para Caracas. El Gobierno venezolano, según analistas y expertos en
seguridad, ha tolerado de manera tácita la presencia guerrillera desde la
llegada de Hugo Chávez al poder hace dos décadas. Pero por algún motivo que no
se ha oficializado, combate a los disidentes de las FARC a sangre y fuego desde
hace seis semanas.
“Al
parecer, el Gobierno venezolano decidió combatir al actor armado que más
molestaba. Las disidencias, que participan en el negocio del narcotráfico y la
extorsión, incumplieron el pago de cuotas de sus rentas ilícitas y estaban
pisando territorios de otros grupos ilegales que tenían alianzas más fuertes
con actores estatales de Venezuela”, explica Ebus Bram, investigador del International Crisis Group.
Las alianzas locales entre guerrilleros y fuerzas de seguridad, añade, se basan
sobre todo en el lucro y no tanto en el color político, lo que las hace más
frágiles y volátiles.
La
ofensiva militar de Caracas en este avispero, un corredor de transporte de
cocaína, ha venido de la mano de bombardeos, la ejecución de cuatro campesinos,
detenciones arbitrarias y torturas a vecinos acusados de colaborar con los
guerrilleros, según ha documentado Human Rights Watch. De acuerdo a distintos
analistas, el Ejército ha tenido un buen número de bajas, de las que no informa
el Gobierno. “Un guerrillero vale por 10 soldados. ¿Por qué? Muy fácil. Llevan
toda su vida combatiendo, es su forma de vida”, dice un líder social amenazado
en un café de Arauquita, pueblo de la orilla colombiana.
Hasta
este municipio han venido a parar más de 6.000 venezolanos que quedaron atrapados en el fuego
cruzado entre las fuerzas de seguridad y la guerrilla. Huyeron con lo puesto.
Viven desde entonces en campamentos de refugiados improvisados. Desde este
lado, si apartan la vegetación espesa, pueden ver sus casas. Dersy Medina, de
37 años, se inquietó cuando comenzaron a circular rumores. “Ya se decía que
venía el Ejército, pero pensábamos que no llegaba. Un día, escuchamos las
bombas”, relata. Su percepción de la guerra es sonora: “Una no vio nada, solo
escuchó. Se dieron plomo. Y todavía se dan. Ayer cayó una bomba y se movieron
las carpas del refugio”.
En el
lugar al que han llegado no son ningunos extraños. La frontera es porosa, cada
día la cruzan con naturalidad. La mayoría ha vivido en los dos lugares y tiene
familiares aquí y allá. A menudo cuentan con las dos nacionalidades. El
contrabando a pequeña escala de productos de primera necesidad mantiene viva su
economía. Una década atrás, los productos se llevaban de Venezuela a Colombia.
Ahora es al revés. Desde la brutal crisis económica que sufre Venezuela desde
2014 por la caída del precio del crudo, la inoperancia de las autoridades y las
sanciones de Estados Unidos, el viaje se hace en sentido inverso. La gente se
sube a las canoas con frigoríficos, medicinas y garrafas de combustible, camino
a un país que cuenta con una de las mayores reservas de petróleo del mundo.
Los
refugiados se han difuminado en el paisaje de Arauquita, un lugar coqueto, en
medio de la naturaleza, donde hay que tener cuidado con el coche para no
atropellar a las gallinas y los monos que cruzan las calles sin respetar los
pasos de cebra. La presencia de la guerrilla parece invisible hasta que al
cruzar una esquina aparece una pintada en una pared: “ELN, 56 años de lucha”.
El
grupo armado y los disidentes de las FARC ejercen su poder en la sombra. Cobran
cuotas a comerciantes, se ocupan de que no haya delincuencia común en las
calles y ejercen de tribunal cuando surge una disputa entre vecinos. Andrés, un
joven entusiasta que regenta un negocio de bebidas a un lado de la carretera,
paga 450 euros al año a los disidentes. Los extorsionadores le dan un recibo,
firmado y sellado, para ahuyentar al resto de grupos subversivos. Esconde el
papel en un cajón por si le registra la policía. “Es un problema de lado y
lado. Si estás bien con unos, te caen los otros. Nunca estás tranquilo”.
Menos
ahora, con el ruido de artillería de fondo. Gabriel, el informático que cruzaba
el río para comprar tarjetas con datos, vive ahora en un albergue al aire libre
instalado en un colegio que lleva el nombre del escritor Gabriel García
Márquez. En las paredes hay pintada una cita profética de Gabo, que lo dejó
todo dicho antes de morir en 2014: “La guerra, que hasta entonces no había sido
más que una palabra para designar una circunstancia vaga y remota, se concretó
en una realidad dramática”.
Eso le
ocurrió a él. Un día estaba vendiendo paquetes de conexión a internet y al
siguiente tenía un fusil apuntándole en el abdomen. Los soldados buscaban en su
casa, según recuerda textualmente, “objetos de guerra” y “sujetos extraños”.
Gabriel les abrió todas las habitaciones de la vivienda. Los militares le
repetían sin cesar que dijera la verdad, que confesara que trabajaba con los
insurgentes. En un momento dado se quedó a solas con uno de ellos en un cuarto,
donde no podía verlos nadie.
—
¿Estás asustado?, le preguntó el soldado.
—
Mucho.
— A
usted lo mato, me lo llevo y lo hago pasar por guerrillero.
Gabriel
pensó que era su hora. De repente, irrumpió en la habitación otro militar y
apuró al soldado para que se marcharan. Se salvó por poco. El informático supo
entonces que debía empacar sus cosas, su vida, y cruzar a la otra orilla.
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