Michael Ignatieff enero 2015
Cuando
los cuerpos y las pertenencias de 298 personas cayeron del cielo el 17 de julio
de 2014 y permanecieron dispersos y sin consagrar en los campos del este de
Ucrania, la claridad pareció seguir en el silencio. Recordé los versos de “De
inmediato enmendado”, el poema de John Ashbery:
no
dejó de sorprendernos que, casi veinticinco años
[más
tarde,
la
claridad de estas reglas comenzara a revelarse
[por
vez primera.
Ellos
eran los jugadores, y nosotros, que tanto luchamos
[durante
el juego,
éramos
simples espectadores
(Versión
de Marcelo Uribe y David Huerta.)
Poco
importa ya si la acusación contra el presidente Putin es por incitar
directamente a quienes derribaron el avión o por la imprudencia temeraria de
haberlos abastecido de armamento. Al reafirmar su apoyo a la secesión, Putin ha
tomado una decisión, y depende de los líderes de Occidente tomar las suyas.
Poco importa ya si Occidente atrajo a esta nueva Rusia al expandir
agresivamente a las fuerzas de la otan hasta su frontera. Ahora lo que importa
es ser muy claro a fin de que las responsabilidades políticas recaigan adonde
deben hacerlo, las acciones tengan consecuencias, los aliados vulnerables que
están en la frontera con Rusia reciban garantías de seguridad y estas garantías
resulten creíbles.
También
importa comprender, sin hacerse ilusiones pero también sin alarmarse, el nuevo
mundo al que nos han arrojado la anexión de Crimea y el derribo del vuelo mh17.
El
horror en Ucrania no es la única sorpresa que trae claridad a su paso. Con la
proclamación de un califato terrorista en las regiones fronterizas de Siria e
Iraq, la disolución de la configuración de Estados que establecieron Mark Sykes
y François Georges-Picot en su tratado de 1916 se dirige a un feroz desenlace.
El autoproclamado Estado Islámico es algo nuevo bajo el sol:
terroristas-extremistas con tanques, pozos petroleros, territorios propios y
una habilidad escalofriante para dar publicidad a las atrocidades. El poder
aéreo es capaz de detener su avance pero no de derrotarlos, y las fuerzas
terrestres con que cuenta Estados Unidos –los peshmergas kurdos– van a tener
más que suficiente con defender su patria. En Siria, Assad ha entregado las
provincias del desierto al Estado Islámico. En cuanto a los iraquíes, los
chiíes defenderán sus lugares sagrados en el sur, pero no pueden retomar Mosul,
al norte.
Si,
como parece probable, el califato resiste, en la región no habrá ningún Estado
seguro. Israel puede, una vez más, “cortar el pasto” en Gaza, pero bombardear
civiles no le asegura un futuro pacífico. Hasta que palestinos e israelíes
reconozcan que hay un enemigo al que deben temer más de lo que se temen entre
sí –la absoluta desintegración del orden mismo– no habrá paz en su región.
En
el este asiático, las fuerzas navales de China y Japón se vigilan mutuamente,
plataformas petroleras chinas perforan en aguas que están en disputa y, entre
las capitales asiáticas, vuelan acusaciones beligerantes. China no habla ya el
idioma del “ascenso silencioso”. La musculosa política exterior de Xi Jinping
causa alarma en Vietnam, Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas y Estados
Unidos.
Intuimos
que todos estos elementos de discordia se relacionan, pero resultaría simplista
afirmar que el elemento común es la incapacidad de Barack Obama para dominar la
conmoción de la época que vivimos. Eso sería asumir que una administración
estadounidense más sabia habría sido capaz de mantener la unidad de las placas
tectónicas de un orden mundial que la ascendente presión volcánica del odio y
la violencia está separando.
El
derribo del vuelo mh17 y el surgimiento del califato nos hacen repensar qué era
lo que mantenía unidos esos dos patrones. Hasta que se desvaneció la esperanza
de la Primavera Árabe, las clases medias moderadas y globalizadas de la región
creían tener el poder para marginar a las fuerzas de la furia sectaria. Debemos
haber imaginado que con internet, los viajes aéreos globales, Gucci en Shanghái
y bmw en Moscú, el mundo se volvía uno. Caímos víctimas de la ilusión que
acarició la generación de 1914: que la economía tendría más fuerza que la
política y que el comercio global limaría las rivalidades imperialistas.
Esa
impresión se tenía al inicio. En la fase de globalización, que comenzó después
de 1989, Rusia abasteció de gas a Alemania; Alemania abasteció a Rusia de
bienes manufacturados e industriales medulares; China adquirió la deuda del
Tesoro de Estados Unidos y Apple manufacturó sus gadgets en China. Pensamos
que, al menos por un tiempo, con la llegada de internet, una herramienta global
de información compartida consignaría la arraigada hostilidad ideológica de la
Guerra Fría a la historia.
En
realidad, la tercera fase de globalización no creó más convergencia política de
la que destruyó la primera fase en 1914 o la segunda que llegó a su fin en
1989. Resultó que el capitalismo es promiscuo en lo político. En vez de
contraer matrimonio con la libertad, el capitalismo estaba igualmente feliz
metiéndose a la cama con el autoritarismo. De hecho la integración económica
agudizó el conflicto entre las sociedades abiertas y las cerradas. Desde la
frontera de Polonia hasta el Pacífico, desde el Círculo Ártico hasta la
frontera con Afganistán, comenzó a formarse un nuevo competidor político de la
democracia liberal: autoritario en su forma política, capitalista en su
economía y nacionalista en su ideología. Lawrence Summers ha llamado a este
nuevo régimen “mercantilismo autoritario”. La expresión sugiere el papel central
del Estado y de las empresas estatales en las economías rusa y china, pero
resta énfasis al crudo elemento del amiguismo, fundamental para los gobiernos
de Pekín y Moscú.
Gracias
a la globalización misma, el capitalismo autoritario –permítanme llamarlo así–
se ha convertido en la principal competencia de la democracia liberal. Sin
acceso a los mercados globales, ni Rusia ni China habrían sido capaces de
deshacerse de una economía estilo comunista mientras se aferran a una política
que sí lo es.
Las
economías rusa y china están abiertas a las presiones competitivas de los
sistemas de precios globales, pero la distribución de la recompensa económica
–quién se enriquece y quién queda sumido en la pobreza– todavía la determina,
en gran medida, el aparato estatal centralizado que está en manos del
presidente y sus camaradas. Rusia y China son oligarquías “extractivas”: a
excepción de unos cuantos miembros de un grupo, los ciudadanos no tienen acceso
a los frutos del poder económico y político. En ambas sociedades, el Estado de
derecho y el sistema judicial independiente solo existen en el papel. Tanto los
oligarcas como los disidentes saben que si montan cualquier ofensiva política
contra el régimen se usará la ley para aplastarlos.
Los
expertos occidentales no dejan de insistir en que los chinos y los rusos son
aliados, no rivales. Es cierto que, cuando ambos países eran comunistas,
llegaron a los golpes en una fecha tan reciente como 1969. Aun hoy, más que una
convicción, el suyo es un “eje de conveniencia”. Stephen Kotkin ha señalado que
el intercambio comercial entre ellos es mucho menor que el que tienen con
Occidente. Pero los dos países han descubierto una verdad que los mantendrá
unidos aún con más fuerza en el futuro: han aprendido que la libertad de
mercado capitalista es lo que permite a sus oligarquías conservar el control
político. Entre más libertades privadas les permitan a sus ciudadanos, menos
demandarán libertades públicas. La libertad privada –vender y comprar, heredar,
viajar, la posibilidad de quejarse en la intimidad– mantiene el descontento a
raya. Más aún, la libertad privada permite crecimiento, algo imposible bajo
control del Estado.
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