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lunes, 26 de enero de 2015

El nuevo desorden mundial,por Michael Ignatieff

Michael Ignatieff enero 2015

Cuando los cuerpos y las pertenencias de 298 personas cayeron del cielo el 17 de julio de 2014 y permanecieron dispersos y sin consagrar en los campos del este de Ucrania, la claridad pareció seguir en el silencio. Recordé los versos de “De inmediato enmendado”, el poema de John Ashbery:

no dejó de sorprendernos que, casi veinticinco años
[más tarde,
la claridad de estas reglas comenzara a revelarse
[por vez primera.
Ellos eran los jugadores, y nosotros, que tanto luchamos
[durante el juego,
éramos simples espectadores
(Versión de Marcelo Uribe y David Huerta.)

Poco importa ya si la acusación contra el presidente Putin es por incitar directamente a quienes derribaron el avión o por la imprudencia temeraria de haberlos abastecido de armamento. Al reafirmar su apoyo a la secesión, Putin ha tomado una decisión, y depende de los líderes de Occidente tomar las suyas. Poco importa ya si Occidente atrajo a esta nueva Rusia al expandir agresivamente a las fuerzas de la otan hasta su frontera. Ahora lo que importa es ser muy claro a fin de que las responsabilidades políticas recaigan adonde deben hacerlo, las acciones tengan consecuencias, los aliados vulnerables que están en la frontera con Rusia reciban garantías de seguridad y estas garantías resulten creíbles.

También importa comprender, sin hacerse ilusiones pero también sin alarmarse, el nuevo mundo al que nos han arrojado la anexión de Crimea y el derribo del vuelo mh17.

El horror en Ucrania no es la única sorpresa que trae claridad a su paso. Con la proclamación de un califato terrorista en las regiones fronterizas de Siria e Iraq, la disolución de la configuración de Estados que establecieron Mark Sykes y François Georges-Picot en su tratado de 1916 se dirige a un feroz desenlace. El autoproclamado Estado Islámico es algo nuevo bajo el sol: terroristas-extremistas con tanques, pozos petroleros, territorios propios y una habilidad escalofriante para dar publicidad a las atrocidades. El poder aéreo es capaz de detener su avance pero no de derrotarlos, y las fuerzas terrestres con que cuenta Estados Unidos –los peshmergas kurdos– van a tener más que suficiente con defender su patria. En Siria, Assad ha entregado las provincias del desierto al Estado Islámico. En cuanto a los iraquíes, los chiíes defenderán sus lugares sagrados en el sur, pero no pueden retomar Mosul, al norte.

Si, como parece probable, el califato resiste, en la región no habrá ningún Estado seguro. Israel puede, una vez más, “cortar el pasto” en Gaza, pero bombardear civiles no le asegura un futuro pacífico. Hasta que palestinos e israelíes reconozcan que hay un enemigo al que deben temer más de lo que se temen entre sí –la absoluta desintegración del orden mismo– no habrá paz en su región.

En el este asiático, las fuerzas navales de China y Japón se vigilan mutuamente, plataformas petroleras chinas perforan en aguas que están en disputa y, entre las capitales asiáticas, vuelan acusaciones beligerantes. China no habla ya el idioma del “ascenso silencioso”. La musculosa política exterior de Xi Jinping causa alarma en Vietnam, Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas y Estados Unidos.

Intuimos que todos estos elementos de discordia se relacionan, pero resultaría simplista afirmar que el elemento común es la incapacidad de Barack Obama para dominar la conmoción de la época que vivimos. Eso sería asumir que una administración estadounidense más sabia habría sido capaz de mantener la unidad de las placas tectónicas de un orden mundial que la ascendente presión volcánica del odio y la violencia está separando.

El derribo del vuelo mh17 y el surgimiento del califato nos hacen repensar qué era lo que mantenía unidos esos dos patrones. Hasta que se desvaneció la esperanza de la Primavera Árabe, las clases medias moderadas y globalizadas de la región creían tener el poder para marginar a las fuerzas de la furia sectaria. Debemos haber imaginado que con internet, los viajes aéreos globales, Gucci en Shanghái y bmw en Moscú, el mundo se volvía uno. Caímos víctimas de la ilusión que acarició la generación de 1914: que la economía tendría más fuerza que la política y que el comercio global limaría las rivalidades imperialistas.

Esa impresión se tenía al inicio. En la fase de globalización, que comenzó después de 1989, Rusia abasteció de gas a Alemania; Alemania abasteció a Rusia de bienes manufacturados e industriales medulares; China adquirió la deuda del Tesoro de Estados Unidos y Apple manufacturó sus gadgets en China. Pensamos que, al menos por un tiempo, con la llegada de internet, una herramienta global de información compartida consignaría la arraigada hostilidad ideológica de la Guerra Fría a la historia.

En realidad, la tercera fase de globalización no creó más convergencia política de la que destruyó la primera fase en 1914 o la segunda que llegó a su fin en 1989. Resultó que el capitalismo es promiscuo en lo político. En vez de contraer matrimonio con la libertad, el capitalismo estaba igualmente feliz metiéndose a la cama con el autoritarismo. De hecho la integración económica agudizó el conflicto entre las sociedades abiertas y las cerradas. Desde la frontera de Polonia hasta el Pacífico, desde el Círculo Ártico hasta la frontera con Afganistán, comenzó a formarse un nuevo competidor político de la democracia liberal: autoritario en su forma política, capitalista en su economía y nacionalista en su ideología. Lawrence Summers ha llamado a este nuevo régimen “mercantilismo autoritario”. La expresión sugiere el papel central del Estado y de las empresas estatales en las economías rusa y china, pero resta énfasis al crudo elemento del amiguismo, fundamental para los gobiernos de Pekín y Moscú.

Gracias a la globalización misma, el capitalismo autoritario –permítanme llamarlo así– se ha convertido en la principal competencia de la democracia liberal. Sin acceso a los mercados globales, ni Rusia ni China habrían sido capaces de deshacerse de una economía estilo comunista mientras se aferran a una política que sí lo es.

Las economías rusa y china están abiertas a las presiones competitivas de los sistemas de precios globales, pero la distribución de la recompensa económica –quién se enriquece y quién queda sumido en la pobreza– todavía la determina, en gran medida, el aparato estatal centralizado que está en manos del presidente y sus camaradas. Rusia y China son oligarquías “extractivas”: a excepción de unos cuantos miembros de un grupo, los ciudadanos no tienen acceso a los frutos del poder económico y político. En ambas sociedades, el Estado de derecho y el sistema judicial independiente solo existen en el papel. Tanto los oligarcas como los disidentes saben que si montan cualquier ofensiva política contra el régimen se usará la ley para aplastarlos.

Los expertos occidentales no dejan de insistir en que los chinos y los rusos son aliados, no rivales. Es cierto que, cuando ambos países eran comunistas, llegaron a los golpes en una fecha tan reciente como 1969. Aun hoy, más que una convicción, el suyo es un “eje de conveniencia”. Stephen Kotkin ha señalado que el intercambio comercial entre ellos es mucho menor que el que tienen con Occidente. Pero los dos países han descubierto una verdad que los mantendrá unidos aún con más fuerza en el futuro: han aprendido que la libertad de mercado capitalista es lo que permite a sus oligarquías conservar el control político. Entre más libertades privadas les permitan a sus ciudadanos, menos demandarán libertades públicas. La libertad privada –vender y comprar, heredar, viajar, la posibilidad de quejarse en la intimidad– mantiene el descontento a raya. Más aún, la libertad privada permite crecimiento, algo imposible bajo control del Estado.

Tomado de: http://www.letraslibres.com/revista/dossier/el-nuevo-desorden-mundial

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