ALFREDO MEZA Caracas 18 ENE 2015
Escasez, largas esperas, restricciones y mercado negro convierten la
vida diaria de los venezolanos en una odisea
Los
conductores venezolanos están caminando más que de costumbre en este comienzo
de año. El desabastecimiento y la escasez que marcan este país también han
tocado la puerta de las empresas que fabrican acumuladores. Desde principios de
año los dueños de coches particulares suman otra preocupación al drama de la
supervivencia cotidiana de Venezuela: no sufrir accidentes por fallos en el
suministro eléctrico por culpa de la batería. Las colas
no solo se están formando frente a los supermercados.
Hay listas de espera para casi cualquier bien que se comercie en este país.
En
la zona industrial de La Trinidad, en el sureste de Caracas, está una de las
sedes de Duncan, la empresa de acumuladores más conocida del país, que durante
el primer lustro de este siglo, de acuerdo con un caso de estudio publicado por
el Instituto de Estudios Superiores de Administración (IESA), colocaba su
producto en el 90% de los coches ensamblados en Venezuela.
El
pasado viernes, la sede de la firma estaba abierta y había algunos coches a la
espera de revisión, pero no había acumuladores. Un empleado de la compañía
explicaba a los clientes que llegaban en busca de acumuladores que solo se
entrega mercancía tres días por semana: martes, viernes y sábado. “Yo llego
aquí a mi trabajo a las seis de la madrugada y ya hay gente haciendo cola para
comprar su batería”, aseguró.
El
origen del desabastecimiento parece
estar en la decisión del Gobierno venezolano de intervenir temporalmente la
empresa para fijar el precio de venta y evitar la especulación. En noviembre de
2013, el entonces ministro de Industrias, Ricardo Meléndez, dijo que “estaba
garantizada la producción y operatividad de la fábrica”.
Pero
cuatro meses después, el desabastecimiento comenzaba a sentirse con fuerza.
Tanto es así que, en una reunión con transportistas, el presidente Nicolás
Maduro prometió firmar “un acuerdo de producción para atacar la escasez de
baterías”.
De
esta dificultad para hacerse con un acumulador se derivan muchas otras: la
reventa en el mercado negro, las restricciones impuestas por Duncan para vender
la batería solo a quienes entreguen la que está en mal estado, los robos en las
colas que se forman en las madrugadas frente a sus sedes, y toda la tragedia
que representa para los conductores verse convertidos de pronto en peatones en
las ciudades venezolanas, que no fueron diseñadas para recorrerse a pie y
ofrecen un pésimo servicio de transporte.
Viajar
fuera de Venezuela también se ha convertido en una odisea desde 2014, cuando la
mayoría de las aerolíneas extranjeras decidieron recortar el número de vuelos y
asientos en respuesta a la cuantiosa deuda del Gobierno, calculada en unos 3.500
millones de dólares (unos 3.000 millones de euros).
Las
empresas han decidido vender los
escasos billetes en dólares para
evitar acumular moneda local que luego no pueden repatriar a sus casas
matrices, debido al control de cambios vigente en el país desde 2003. Las
aerolíneas nacionales intentan cubrir la demanda, pero no es suficiente. Los
viajeros han optado por trasladarse hasta las vecinas islas de Aruba y Curaçao,
territorios holandeses de ultramar, para poder proseguir hacia su destino.
La crisis del
abastecimiento de alimentos ha
empeorado en esta primera quincena del año. La poca producción de insumos
básicos de 2014, debido a las restricciones impuestas por el Gobierno a la
empresa privada, y la caída de las importaciones han provocado cambios en la
rutina de compra. Para evitar las aglomeraciones y los golpes cuando aparecen
los productos, los supermercados cierran sus puertas u ordenan filas especiales
para repartir los bienes escasos. El jueves llegaron el jabón en polvo y el
suavizante a un supermercado de Colinas de Bello Monte, un sector de clase
media de la capital venezolana. Los clientes formaron una hilera mientras los
trabajadores acarreaban en carretillas los paquetes del producto. Al entrar al
local dos empleados entregaban cuatro bolsas de un kilo de detergente y un
envase de un litro de suavizante.
Farmatodo,
la cadena de ventas al detalle más importante de Venezuela, ha intentado otro
método y vende los productos regulados una vez por semana. En Abastos
Bicentenario, la cadena estatal de hipermercados, los consumidores solo
pueden ir a comprar el día que les toca, en función
de cuál sea el último número de su cédula de identidad. Tres gobernadores
chavistas —Stella Lugo, del Estado Falcón, Francisco Rangel Gómez (Bolívar) y
Julio León Heredia (Yaracuy)— han prohibido que los ciudadanos pernocten junto
a las tiendas de alimentación. Incluso el nuevo Defensor del Pueblo, Tarek
William Saab, ha sugerido a los supermercados que abran a las siete de la
mañana.
Ha
sido la respuesta del Gobierno, que considera que se enfrenta a una “guerra
económica” de la burguesía local, a las multitudes que colman los locales y que
a menudo alteran el orden público cuando se acaba lo que tanto están buscando.
En esas largas filas también comienza a haber expresiones de racismo de los
vecinos hacia las personas que vienen de otros barrios en busca de los
alimentos. La
desesperación cunde en todo el país.
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