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Es sumamente difícil lograr ver más allá de las circunstancias, no dejarnos afectar por todo lo que sucede a nuestro alrededor. Es parte de nuestra humanidad, las emociones y los sentimientos se alimentan de las palabras que escuchamos, de los hechos que vemos, de los acontecimientos de los que oímos, de la calidad de las relaciones que hemos establecido en nuestras vidas. Todo, absolutamente todo lo que nos rodea tiene una influencia en nosotros, marca una respuesta de nuestra parte. No podemos ignorar la realidad porque ella nos insta a buscar soluciones y a tomar nuevos rumbos.
Sin embargo, muchos permitimos que el análisis de la realidad nos hunda en un hueco oscuro desde el cual es prácticamente imposible ver la luz. Nos desanimamos de tal manera que le damos cabida a la depresión, nos dejamos embargar por emociones que causan estragos en nosotros y en los nuestros. Perdemos el norte, dejamos los proyectos a mitad de camino o sencillamente se quedan dentro de nosotros como un anhelo imposible de alcanzar. Nos conformamos con vivir la cotidianidad, somos como náufragos llevados por las olas de cada día de un lugar a otro.
En ocasiones, la realidad se convierte en una carga aplastante que nos impide avanzar. Tenemos que reconocer que constantemente alimentamos nuestros pensamientos con lo peor. Nos concentramos tanto en lo negativo que nos volvemos ciegos para ver las bendiciones de la vida. Nos quejamos tanto que el corazón se amarga haciéndose incapaz de agradecer. Por esta razón, es necesario que nos pongamos los lentes de Dios; es necesario que entendamos que más allá de todo lo que vivimos, Dios tiene una visión para nosotros, individualmente, como familias y, como nación.
En primer lugar, para entender la visión de Dios, es necesario que le creamos con el corazón, que nos acerquemos confiadamente a El para escuchar sus palabras, que las hagamos parte de nuestras vidas. En segundo lugar, es necesario que confesemos estas palabras, que llenemos nuestros pensamientos de ellas, que las hablemos en voz alta. Primero se cree, luego se confía, después se asegura el corazón en la razón de Dios. Cuando ya hemos creído, hablamos la buena palabra que se hace semilla que vamos sembrando a nuestro paso. Lo que pasa es que nos hemos dedicado a analizar tan profundamente nuestros problemas que hemos dejado de un lado la perspectiva de Dios, desconociendo Su Palabra y por lo tanto, lo que El quiere para nosotros, su verdadera visión para nuestras vidas.
Las Sagradas Escrituras nos hablan claramente de la visión de Dios para el hombre. Esta visión de fe no significa ignorar las circunstancias sino vencerlas. Jesús les dijo a sus discípulos: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. Juan 16.33. La confianza en Dios nos capacita para enfrentar al mundo desde una perspectiva totalmente diferente a la que pueden contemplar nuestros ojos naturales. Cuando ponemos nuestros ojos en Dios podemos ver a través de Su perspectiva, entonces entendemos que nuestra realidad en El debe ser primero concebida en el espíritu para que se pueda manifestar en el plano natural.
Para llegar a ver claramente en nuestras mentes la realidad que Dios ha diseñado para nosotros es necesario que cambiemos la dieta con la que alimentamos nuestro ser interior. El primer paso consiste en creer que Dios nos ama, que Su amor por nosotros llegó a su máxima expresión en la cruz, donde murió por cada uno de nosotros, donde venció al que tenía el imperio de la muerte y la destrucción. Al creer en su amor, nos acogemos a El convirtiéndonos en hijos. Y como lo dijera en el Sermón del Monte: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?”. Mateo 7:1.
A través de Su amor Dios ve en nosotros nuestras posibilidades; y así cuando nos hacemos sus hijos podemos ver a través de sus ojos las posibilidades en nosotros y en los demás. Nuestras vidas experimentan un cambio profundo y constante. Su visión en nuestros corazones nos permite ver más allá de las circunstancias, más allá de nuestra imposibilidad, la oportunidad para ver el amor de Dios actuando en nosotros, en nuestros hijos, en nuestro cónyuge, en todos aquellos que nos rodean. Entonces el problema se convierte en una y en mil oraciones. En vez de la desesperanza, nos llenamos de fe; en vez de la tristeza podemos experimentar esa sensación interior de seguridad que nos revela que Dios está en control; en vez de la angustia experimentamos la paz que sobrepasa todo entendimiento; en vez de la soledad experimentamos Su amor que nos vivifica.
¡Danos tus ojos, Oh Cristo!
Rosalía Moros de Borregales
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