FERNANDO FERNÁNDEZ
MÉNDEZ DE ANDES 11 ENE 2015
El economista identifica una causa única de todos los males y ofrece
una solución: que los ricos paguen más impuestos y volveremos a la Arcadia
Feliz. No es tan sencillo
Pocas
veces un economista académico se ha convertido en un gurú mediático. Piketty lo ha
conseguido y por ello tiene toda mi admiración y un poco de envidia. Su libro
se ha convertido en superventas después de haber sido adoptado como catecismo
por la nueva izquierda americana. Porque el libro confirma los clásicos
prejuicios ideológicos y “porque la clase media-alta americana que compra
libros está muy angustiada”, en palabra de Bradford DeLong, un conocido
economista americano neokeynesiano. El libro es también un éxito comercial y
político en Europa porque consuela a la clase media de las economías
desarrolladas, que ve con creciente ansiedad cómo la globalización y la crisis
financiera han echado por tierra sus expectativas de prosperidad continua y
ocio creciente. Un economista serio por fin les tranquiliza. No es culpa suya,
no es que trabajen, estudien, ahorren, inviertan e innoven poco, como les
fustigan los neoliberales, sino que una ley inexorable del capitalismo conspira
en su contra: la creciente concentración de la riqueza. Al identificar una
causa única de todos nuestros males, Piketty nos ofrece también una fácil
solución; si solo los ricos pagasen más impuestos, si solo evitáramos esa
concentración insultante de renta y riqueza en unas pocas manos, volveríamos a
la Arcadia Feliz. ¿Quién puede negarse a la belleza de tal argumento? Lástima
que las cosas no sean tan sencillas. Permítanme que les amargue la película que
tan cuidadosamente se habían construido.
La
tesis central del libro es conocida. La ratio riqueza-renta aumenta
constantemente con el capitalismo y conduce a un capitalismo patrimonialista,
plutocrático, en el que la concentración de la riqueza en unas pocas manos es
una consecuencia necesaria, una ley natural porque “la tasa de rentabilidad del
capital excede la tasa de crecimiento económico”. En esto Piketty no es un
economista muy moderno y comparte la obsesiva ilusión que ha acompañado a la
profesión desde la revolución marginalista de buscar leyes económicas de la
naturaleza. Como Boyle-Mariotte o Newton, Piketty también quiere su ley. Para
ello maneja una cantidad ingente de datos de la que pretende extraer una
regularidad en todo tiempo, lugar o sociedad.
Los
datos utilizados han sido desmenuzados por Gillian Tett en elFinancial Times y
ha encontrado tres tipos de problemas: meros errores de transcripción y entrada
de datos, errores metodológicos al rellenar los huecos en las series
históricas, y más serios problemas de fabricación de datos al mezclar
diferentes series de riqueza de un mismo país y elegir la que sobrestima la
desigualdad. Problemas que sinceramente no me preocupan en demasía, porque no
hay datos ni series perfectas y en economía hay que trabajar con lo que se
puede. Toda construcción de una serie nueva conlleva problemas y decisiones
arbitrarias, recordemos lo que les pasó a Reinhardt y Rogoff con
su serie de deuda pública y su límite del 90% del PIB como umbral de recesión.
Ninguna polémica científica entre economistas se ha resuelto nunca apelando
inequívocamente a la evidencia empírica. No ha pasado con el debate entre
keynesianos y monetaristas, por citar el más clásico de los clásicos.
Piketty
formula tres proposiciones básicas: el tamaño y la importancia del capital
aumentan con el tiempo y el crecimiento económico, la propiedad del capital se
va concentrando, y la desigualdad creciente es el resultado inevitable, salvo
que se corrija la economía de mercado con un fuerte intervencionismo fiscal
sobre la propiedad. Las tres proposiciones contienen, en mi opinión, serios
problemas metodológicos y empíricos.
El
debate sobre el tamaño e importancia del capital es crucial en la tesis de
Piketty. El problema es que no queda claro qué entiende por capital. Hay
problemas de medición: ¿cómo afecta la inflación al rendimiento del capital?
Porque nadie puede negar que con tipos de interés negativos como los actuales
el capital se pierde, por eso los economistas hablamos de represión financiera
para definir la política actual. Además, si algo hemos aprendido en la teoría
del crecimiento es que el capital no es un bien homogéneo salvo que lo
reduzcamos a capital financiero, a dinero contante y constante. Pero entonces
ignoraremos, como hace el autor francés, fuentes importantes de ingresos y de
desigualdad, como el capital humano, institucional o relacional, que cada vez
tienen mayor poder explicativo.
La
concentración del capital en unas pocas manos está lejos de ser evidente. Más
bien todo lo contrario. Si nos referimos al capital financiero, el capitalismo
popular es una característica de la última mitad del siglo XX. No hace falta
ser un thatcherista irredento para pensar que las privatizaciones han hecho
capitalista a la inmensa clase media. ¿Quién no tiene matildes en
su patrimonio? ¿Quiénes son los grandes propietarios de las empresas cotizadas
sino los fondos de pensiones de las viudas escocesas, los maestros de
California o los sindicatos suecos? Y si pensamos en términos internacionales,
¿es lógico suponer que la desigualdad en el mundo ha aumentado con la
globalización?, ¿no es evidente que la globalización ha sacado de la pobreza a
millones de seres humanos? Que la desigualdad haya crecido en China, Brasil o
Sudáfrica no es incompatible, sino precisamente la causa de que haya disminuido
en el mundo. O vamos a redescubrir ahora, gracias a Piketty, lo que ya sabíamos
desde las novelas de Dickens, que la desigualdad en un país aumenta con el despegue
económico, por utilizar la clásica terminología de Rostov. Pero de eso a
afirmar que a China o a Inglaterra en su caso le hubiera ido mejor sin crecer
hay un abismo al que volveremos más adelante. Piense el lector en la siguiente
paradoja sobre la igualdad: si en un país determinado se introduce un sistema
público de pensiones de jubilación, lo más probable es que la concentración del
capital y la desigualdad aumenten porque la población dejaría de ahorrar para
la vejez: ¿quiere eso decir que defender un sistema público de pensiones es
reaccionario?
El imparable crecimiento de la desigualdad es
para Piketty una conclusión necesaria porque el capital tiene rendimientos
crecientes, lo que es contrario a toda lógica económica. Pero además porque
supone que las rentas del capital son el principal determinante de la
distribución de la renta e ingresos de la población. Lo que es sencillamente
falso. Si algo distingue a un país desarrollado es precisamente el peso de los
salarios en la distribución de la renta. Si trabajo y capital son
complementarios y no sustitutivos, como de hecho lo son por muchos ludditas que
haya entre políticos y economistas, entonces a mayor capital mayor rendimiento
del trabajo, mayor productividad y mayores salarios. ¿Qué hay de malo en ello?
Otra cosa distinta es que el trabajo cualificado sea más complementario del
capital que el no cualificado. Porque esa es la causa fundamental de la
ansiedad creciente en los países desarrollados con la globalización y la
revolución industrial de las nuevas tecnologías de la información. Se ha
abierto una brecha inmensa entre los trabajadores por su nivel de
cualificación, una brecha que afecta a sus expectativas laborales, salariales y
vitales. El enemigo del trabajo no es el capital, sino la falta de
conocimientos. Pero paradójicamente nadie puede argumentar seriamente que el
acceso a la educación es hoy menos igualitario. La escolarización obligatoria,
la universalidad de la enseñanza secundaria y las tasas de penetración de la
enseñanza universitaria no permiten afirmar que el acceso al capital humano se
haya hecho más desigual. Pero la igualdad de oportunidades no garantiza, ni
debe garantizar, la igualdad de resultados.
El
énfasis actual en la desigualdad es excesivo, una interpretación sesgada y
torticera del bien público. El periodo más igualitario de la historia de la
humanidad ha sido probablemente la Edad Media europea, un periodo en el que no
pasaba nada. Los países más igualitarios del mundo deben ser Corea del Norte,
Camboya o Birmania. Nunca he entendido la reivindicación de la envidia como
guía para las políticas públicas. Para mí, lo importante son los niveles
absolutos de consumo, no los niveles relativos. En China se vive hoy mejor que
hace 20 años, medido por el porcentaje de la población que tiene acceso a
bienes y servicios básicos, aunque haya aumentado el índice de Gini. El nivel
de consumo de Felipe II, infinitamente superior al de sus coetáneos e
insoportablemente desigual, estaba sin duda alguna por debajo del umbral de
pobreza de la España de hoy. El desarrollo económico y social consiste en
aumentar los niveles de consumo y acceso a servicios públicos de los segmentos
más desprotegidos de la población, no en estrechar la distribución de la renta.
Una sociedad obsesionada con la igualdad es una sociedad estacionaria, sin
crecimiento ni progreso económico y social. Una sociedad de suma cero en la que
los conflictos redistributivos, incluidos los territoriales, se agravan
necesariamente; una sociedad en la que gravar a los ricos con impuestos se
convierte en el principal argumento político y en la que se olvidan, o ignoran
deliberadamente, las consecuencias en el crecimiento, el equilibrio
intergeneracional o la movilidad social; una sociedad de rentistas en
definitiva. Déjeme concluir con una cita de Larry Summers, responsable del
Tesoro con Clinton y Obama y rector de Harvard: “El momento del libro de
Piketty es perfecto, impecable. El libro merece nuestra atención. Lo que no
significa que sus conclusiones aguanten el test de la historia o la crítica
académica”.
Fernando
Fernández Méndez de Andés es profesor en IE Business School
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