Américo Martin Enero
16, 2015
Los
quince primeros años del nuevo milenio han sido marcados por la huella
siniestra del terrorismo, expresión cruda de las ideologías
totalitario-fundamentalistas. Y disculpen mis lectores la acumulación de
conceptos tan íntimamente relacionados, al punto que pudiera sentirse
repetitiva. Al fin y al cabo terrorismo, totalitarismo y fundamentalismo pueden
ser ángulos de una trinidad que en tosco e imposible remedo de la cristiana,
estaría reinada por una sola –una, digo- reluciente bayoneta.
Esas
tres piezas bien podrían existir en forma separada. Un terrorista actuaría
quizá movido por el desagravio o la envidia o la venganza, justificada o no, y
no obstante como signo de una época suelen manifestarse cual tres rostros de
una misma perversidad, siendo su víctima favorita el pluralismo democrático. La
libertad de expresión, los medios libres, son los agredidos más notorios y sus
trabajadores, los caballeros modernos de la lucha democrática.
El
grotesco atentado contra el semanario humorista francés Charlie Hebdo pinta de
cuerpo entero la índole del fundamentalismo, fuerza ciega de un vasto complot
contra la convivencia pacífica de los seres humanos, más allá de la diversidad
de sus ideas y creencias. En todos los casos el terrorismo se hundirá en la
ignominia. Leonardo Padura en su obra clásica “El hombre que amaba los perros”
lo deja en claro: uno de los sistemas totalitario-fundamentalistas de
apariencia más sólida fue el estalinismo, cuyos detalles siniestros describe
Padura con obsesiva brillantez. Y sin embargo después de 70 años de horror
terminó hundido en un pantano fétido, pese a convencer a muchos de que había
llegado para quedarse y moldear el mundo a su imagen. Pasó lo contrario, en su
caída arrastró a la tercera parte del planeta que a los escépticos les pareció
el sombrío futuro de todo el mundo.
El
naufragio del socialismo -con escasas sobrevivencias que tratan de esquivar
infructuosamente el museo de cera del crimen- pareció resurgir con el siglo,
pero su fundamento ideológico volvió a la Edad Media, la era de las guerras
religiosas de exterminio.
Tuvieron
que sucederse el humanismo de Erasmo, Dante, Petrarca; el Renacimiento de Da
Vinci, Miguel Angel y el divino Rafael; la Ilustración, el Racionalismo y las
revoluciones de los siglos XVIII y XIX (en las cuales se diseñó el Estado
Social de Derecho) para que el fundamentalismo religioso se refugiara en
aislados nichos, con el signo de los difuntos marcado en la frente. Pero la
multipolaridad que siguió al desastre soviético le ha abierto rendijas por
todas partes, alimentadas por sectores que sin creer explícitamente en ellos
los utilizan desvergonzadamente para medrar en la competencia
político-comercial.
En
su forma más consistente y visible pretende asumir hoy la fisonomía islámica.
Los viejos tiranos del totalitarismo encubren ahora la competencia contra la
democracia revestidos con togas y turbantes. De ahí han brotado los demenciales
grupos que invocando caprichosamente al Profeta, incendian y asesinan. O se
lanzan a dominar al mundo, con ISIS a la cabeza.
La
humanidad les haría un inmenso favor si arremetiera contra el Islam, la
confesión religiosa que con naturales altibajos supo practicar durante siglos
la tolerancia y aún hoy, en su clara mayoría, no se siente representada por el
ISIS ni por los dinamiteros que asesinaron a los nobles periodistas franceses
de Charlie Hebdo, ni por los guerreros fanáticos que quieren llevarnos de nuevo
al califato de Abderramán III, quien sobre las patas de su caballo se adueñó de
gran parte del orbe conocido.
No
es verdad que Huntington lo hubiera previsto en su célebre pronóstico sobre la
guerra de civilizaciones que a su juicio llevaría una médula religiosa. Los
únicos que desean esta inaceptable deriva son los implacables pero minoritarios
extremistas, porque la convivencia de iglesias es un hecho irreversible,
alentada por cierto con mucho éxito por el papa Francisco, los patriarcas
ortodoxos y los rabinos, así como los fieles a la iglesia reformada y miríadas
de grupos evangélicos. La
mayoría musulmana va en la misma dirección.
El
fundamentalismo tiene otras manifestaciones. Cuando el presidente Maduro
balbucea epítetos contra la MUD y llama “monstruo” y “criminal” a Leopoldo
López exuda su primitivo extremismo, sin percatarse de lo mal que queda ante el
mundo. López no ha sido sentenciado. Sus dóciles juzgadores ni siquiera se
atreven a iniciar el juicio porque no hallan como sustentar las acusaciones
frente a una audiencia mundial que por esa mezcla de abuso y mentira públicas,
está pendiente de las incidencias. Observa que el presidente se embolsilla los
principios de la presunción de inocencia y del debido proceso. Es más, debe
mirar con estupefacción la forma como el primer magistrado quebranta la
división de poderes como si él fuera un juez competente, por añadidura
unipersonal, dado que proclama a su aire la culpabilidad de su rehén político.
El odio lo atenaza. Dándoselas de hábil, ofrece un canje absurdo. Cree disponer
de su preso como si fuera una mercancía. Le
irrita que el otro no se inmute.
El
fenómeno carece de la fuerza que derrochaba en el pasado. Sus baratijas
ideológicas no se sostienen. Sus pomposas promesas redentoras se caen una tras
otra. Sus magnicidios, golpes y guerras económicas no convencen ni a los más
incondicionales. La desconfianza interna y las zancadillas se multiplican.
¿Habrá un chapulín colorado capaz de salvarlos?
Asombra
que conserven la astucia animal de confundir a la oposición pluralista
introduciendo debates diversionistas y fomentando rivalidades extemporáneas.
¡Alegría
de tísico! También semejantes argucias envejecen. El hondo fracaso del modelo
las condena a una irremediable obsolescencia.
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