ESTEBAN PITTARO 20 de febrero de 2016
“El
gran problema que afrontan los seres humanos es encontrar un camino para
aceptar el hecho de que cada uno de nosotros va a morir”, llegó a escribir
Umberto Eco hace poco más de diez años, en una de sus reflexiones en las que se
aproximaba a la posibilidad de lo sobrenatural. La muerte del literato
italiano, semiólogo de talla, sacude el mundo de la cultura. Reconocido
ateo, en varios puntos de su vida se interrogó, y fue interrogado sobre su
relación con la fe.
Acaso
porque un acercamiento a Dios parecía inminente entrado en edad, tras la
elección del Papa Francisco se le preguntó hasta el hartazgo que pensaba de él.
Cuando la periodista Elisabetta Piqué le interrogó en 2013, respondió: “Me
molesta extremadamente que todo el mundo me pregunte qué pienso del papa
Francisco. Sería interesante saber qué es lo que el papa Francisco piensa de
mí, pero no lo sé… Estoy convencido de que el papa Francisco está representando
un hecho absolutamente nuevo en la historia de la Iglesia y, quizás, en la
historia del mundo. Cuando algunos ingenuamente me preguntan si representa una
revolución, yo contesto que las revoluciones se evalúan solamente 100 años
después”.
Emblema
intelectual, se mostró abierto al diálogo con la fe en un intercambio epistolar
con el cardenal Carlo María Martini, luego publicado como libro
en En qué creen los que no creen. Se trata de una propuesta llevada adelante
por la revista Liberal en 1995, en la que Eco advierte que el mundo está
nutrido por el cristianismo, pero el mundo laico lo niega.
En la
primera carta, Eco escribe sobre el fin de los tiempos: “El concepto del fin de
los tiempos es hoy más propio del mundo laico que del cristiano. O dicho de
otro modo, el mundo cristiano hace de él objeto de meditación, pero se comporta
como si lo adecuado fuera proyectarlo en una dimensión que no se mide por el
calendario; el mundo laico finge ignorarlo, pero sustancialmente está
obsesionado por él”.
Para
Eco, el diálogo entre el mundo laico y el mundo católico, para encontrar puntos
comunes, debe darse sobre todo en torno a asuntos éticos. La
ética propuesta por Eco se sostiene en lo que llama “ética del reconocimiento
de la importancia de los demás”. Martini le responde en la última carta que
reconoce que en la ética hay una confluencia, pero que la ética no alcanza para
dar sentido a la existencia humana, y debe abrirse a la existencia de la
verdad.
Umberto
Eco deja detrás de sí una indeleble huella en el mundo de la cultura. Por sus
novelas, por sus ideas, por sus categorías de comprensión cultural. También por
su búsqueda de sentido. “Fui criado como católico, y aunque he abandonado la
Iglesia, este diciembre, como de costumbre, pondré un belén para mi nieto. Lo
haremos juntos, como mi padre hacía conmigo cuando yo era niño. Tengo un
profundo respeto por las tradiciones cristianas, que como rituales para hacer
frente a la muerte, todavía tienen más sentido que sus alternativas puramente
comerciales”, escribió en aquel artículo de 2007 para el Daily Telegraph.
Aunque
en otros casos sus reflexiones puedan resultar escandalosas, como aquella
definición de la religión como la cocaína de los pueblos, la apertura al
diálogo con la Fe de Eco supone un importante precedente para los, como él se
definía, hijos de la ilustración. Y esa valentía engrandece el legado de Eco.
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