martes, 12 de septiembre de 2017

Los motivos del crimen contra la libertad: una lectura desde la categoría «banalidad del mal» de Hannah Arendt (I), por @RamirezHoffman ‏



Sócrates Ramírez 11 de septiembre de 2017

En torno a la categoría «banalidad del mal»

En 1963 Hannah Arendt publica su célebre y polémico Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal, tras asistir al juicio que el Estado israelí hiciera al hombre responsable de los transportes de prisioneros a los campos de exterminio en la Europa del Este, invadida por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La apelación a la obediencia debida, la organización a gran escala de emprendimientos criminales y la colaboración sostenida de un sector de la población que dice ampararse en la orden o en la ley, han traído en varias ocasiones del régimen chavista el recuerdo de los postulados de este libro.

A través de una serie de tres entregas abundaré sobre el tema. En la primera explicaré el concepto «banalidad del mal» propuesto por Arendt; en la segunda me referiré al perfil psicológico de los sujetos banales; y a la luz de estas explicaciones, en la tercera presentaré algunos comentarios sobre la relación entre obediencia, motivos y crímenes de Estado cometidos en Venezuela en el desarrollo de las protestas contra el régimen de Nicolás Maduro durante los meses que corren de 2017.

Literalmente, la expresión «banalidad del mal» es una de las menos recurrentes en el reporte levantado por Arendt sobre el proceso de Adolf Eichmann; sin embargo, más allá de la descripción del juicio, el libro está dedicado a explicar los entresijos de esta categoría que permite a la autora comprender cómo fue posible la producción del «mal radical» al que ya se había aproximado en Los orígenes del totalitarismo.

Mal banal es el daño producido por sujetos corrientes, por seres sin intención personal de proporcionarlo, pero que se encuentran inmersos en una atmósfera donde precisamente el crimen se ha convertido en una rutina y ocupa el plano del bien debido a la inversión moral generada por su legalización. Así, aparentemente de forma inadvertida, estos individuos «cualquiera», sólo actúan bajo la idea de cumplir la función de la pequeña pieza en un engranaje, de cuyo producto final resultan visual y afectivamente alienados.

Dentro de la banalidad del mal la mala acción sólo aparece a la vista cuando se le aprecia a gran escala, mientras que en su particularidad, los sujetos que la hicieron posible carecen de rasgos maliciosos, patologías, o convicciones ideológicas que los hayan compelido a la acción criminal. El mal banal es realizado por seres que carecen de intenciones y motivos para obrar criminalmente.

La falta de intenciones delictivas en el sujeto banal no significa ausencia de cualquier otro tipo de motivos privados que sí lo inducen a cumplir alguna función dentro de la maquinaria criminal aun desconociendo el resultado de las acciones conjuntas. La actuación de este individuo nada tiene que ver con la forma cómo percibe a los demás sujetos, a los otros, sino a la mirada que hace sobre sí mismo en relación a sus necesidades, deseos y complejos, sumado a los compromisos y lazos que lo unen a sus grupos de filiación. De acuerdo a la atmósfera, a la presión de sus propias pulsiones y las del contexto actúa, porque independientemente de los resultados, los cuales no importan porque se desconocen, al sujeto le interesa el beneficio que para él produce, y que se manifiesta en forma de salario, gratificación por el deber cumplido o gloria. Los sujetos banales actúan por una variedad de razones sin que ellas tengan relación aparente con la naturaleza criminal del gran acto.

La ejecución del mal banal adquiere la forma de las rutinas propias del mundo, asemejándose a la dimensión colaborativa del trabajo. La Shoá fue vivida por sus accionantes como una faena, donde todas las labores rutinarias conexas que terminan encontrándose en el asesinato masivo como producto final están sometidas al sistema de recompensas, promociones y gratificaciones que se corresponden con las cosas buscadas por el hombre, es decir, con sus intenciones en la esfera del trabajo.

En tal sentido, la idea de la banalidad del mal de algún modo guarda relación con la concepción griega que Arendt tiene sobre la acción, al menos en lo concerniente a una porción de ésta que pudiésemos llamar «voluntad de emprender», perfectamente característica de la acción humana desplegada en la labor y el trabajo. El problema es que la voluntad ejecutada por seres banales está desprovista de juicio. Cuando el logos es suspendido, pero el hombre conserva su capacidad de actuar, de desarrollar lo inesperado, de protagonizar un acontecimiento donde es simplemente dirigido por el imperativo externo, por el manual, por la obediencia que le merece el superior, sus pequeñas acciones, independientemente de las intenciones, pueden desencadenar un desastre.

La estrecha relación entre el mal banal y los modos del trabajo moderno hacen que el objetivo criminal que persigue sólo sea posible gracias al diseño y funcionamiento de complejas organizaciones burocráticas e impersonales, donde los sujetos participan del daño humano sin saberlo, y donde es innecesario activar el juicio íntimo sobre las acciones pues en términos de lo que estrictamente corresponde a una persona éstas lucen inofensivas y sujetas siempre a la razón que habita en la orden emitida o en la ley.

Otro argumento arendtiano sobre el carácter velado de la banalidad del mal es su avance a través de pequeños cursos de acción, que lo hacen inadvertido a los ojos de los ejecutores y de las víctimas, pero que en conjunto posibilitan el funcionamiento de una maquinaria criminal. La maldad provocada por los seres banales opera gracias a su imposibilidad de distinguir fronteras en razón de las consecuencias de acciones y conductas. Ni ellos ni sus víctimas son capaces de percibir que se ha cruzado un umbral que no debió ser traspasado. Precisamente, la pequeñez y lo difuso desde el que aparentemente es ejecutado el mal hace indistinguible su sentido. La dosificación con la que el mal es implementado se convierte en garantía para el logro de su gran objetivo, pues, contrariamente, la revelación ante víctimas y victimarios de un gran peligro como verdadero propósito conduciría a la resistencia. El acto de resistir se anula cuando el mal es aplicado en pequeñas cuotas administradas desde el engaño, que en lugar de temor generan seguridad y promueven la esperanza.

El mal banal es aquel que puede ser ejecutado por seres normales, que inmersos en la repetición permanente de su tarea son proclives a la irreflexión, a la cancelación de la conciencia, o incapaces de la empatía, pues permaneciendo alejados de la realidad, absortos en la invariable rutina de la burocracia, su única verdad es el proceso que ejecutan. El carácter de sumo peligro que representa este nuevo tipo de criminal es que comete delitos en condiciones donde no puede saber o intuir la real naturaleza de lo que hace.

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