San Josemaria Escrivá 31 de marzo de 2018
Aquí,
en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario —¡cómo fortalece
esta proximidad real de Jesús!—, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de
Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes,
gozosos, porque —si somos fieles— nos aguarda el Amor infinito.
No
olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo hay
dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a
Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se
prescinde de El. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean
de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis
hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede
mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de
que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza
teologal.
Un
cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con
visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido
en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San
Pablo: quæ sursum sunt quærite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está
sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la
tierra. Porque muertos estáis ya —a lo que es mundano, por el Bautismo—, y
vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.
Con la mirada en el cielo
Crezcamos
en esperanza, que de este modo nos afianzaremos en la fe, verdadero fundamento
de las cosas que se esperan, y convencimiento de las que no se poseen.
Crezcamos en esta virtud, que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en
nosotros, porque sólo se confía de veras en lo que se ama con todas las
fuerzas. Y vale la pena amar al Señor. Vosotros habéis experimentado, como yo,
que la persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la
que los corazones laten en un mismo querer. ¿Y qué será el Amor de Dios? ¿No
conocéis que por cada uno de nosotros ha muerto Cristo? Sí, por este corazón
nuestro, pobre, pequeño, se ha consumado el sacrificio redentor de Jesús.
Frecuentemente
nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y su
Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando habré ido, y
os haya preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde
yo estoy estéis también vosotros. El Cielo es la meta de nuestra senda terrena.
Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José —a
quien tanto venero—, de los Angeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada.
No han
faltado nunca los herejes —también en la época apostólica— que han intentado
arrancar a los cristianos la esperanza. Si se predica a Cristo como resucitado
de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de vosotros andan diciendo que no
hay resurrección de los muertos? Pues si no hay resurrección de muertos,
tampoco Cristo ha resucitado. Pero si no resucitó Cristo, vana es nuestra
predicación, y vana es también vuestra fe.... La divinidad de nuestro camino
—Jesús, camino, verdad y vida- es prenda segura de que acaba en la felicidad
eterna, si de El no nos apartamos.
¡Qué
maravilloso será cuando Nuestro Padre nos diga: siervo bueno y fiel, porque has
sido fiel en las cosas pequeñas, yo te confiaré las grandes: entra en el gozo
de tu Señor! ¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos
de Fe, y de Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos.
¿Recordáis a San Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la
palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno. Dios nos urge,
para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis
transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo
lo que tocaba!
No lo
olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios
encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra.
El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia
trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien. Entretanto, hemos de estar
alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en
su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre, ven hacia tu Padre,
que te espera ansioso.
Pidamos
a Santa María, Spes nostra, que nos encienda en el afán santo de habitar todos
juntos en la casa del Padre. Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el
corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su
gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas.
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