Por Alberto Lovera
Nuestras ciudades como el país
han entrado hace largo rato en una espiral de involución. Como si fueran pocos
nuestros problemas, una de sus manifestaciones es la violencia urbana y la
inseguridad, no sólo Caracas escaló a la nada digna condición de la ciudad más
violenta del planeta, sino que varias de nuestras ciudades entran en los
niveles más altos de esa medición, y el fenómeno se extiende a lo largo de la
geografía nacional.
A entender situación, que no
era así hasta mediados de los años 90 del siglo XX, se dedica un importante
estudio, coordinado por el sociólogo Roberto Briceño-León (Ciudades de vida y
muerte. La ciudad y el pacto social para la contención de la violencia, Ed.
Alfa, Caracas, 2016), que armó un equipo de destacados investigadores de varias
universidades venezolanas, no sólo para dilucidar las distintas aristas del
problema y buscar explicaciones, sino para documentar las iniciativas que desde
la sociedad civil se han ensayado para responder a esa realidad que arrebata
vidas y deteriora la convivencia ciudadana. También para iluminarnos una ruta
para tener ciudades seguras e incluyentes. Los sectores académicos cumpliendo su
rol de investigador y orientador para la toma de decisiones en beneficio de
nuestro país.
A contrapelo de explicaciones
simplistas que atribuyen el fenómeno de la espiral de violencia urbana
exclusivamente al crecimiento la pobreza y la desigualdad, nos presentan las
evidencias empíricas que nos muestran que esta escalada de la violencia urbana
en Venezuela coincidió con el período donde se logró abatir los niveles de
pobreza y se redujo la desigualdad, lamentablemente sólo de manera pasajera.
Una variable latente para la explicación del fenómeno no había sido
considerada: la institucionalidad. Las reglas del juego mediante las cuales la
sociedad se dota de normas de convivencia (formales e informales) que
establecen premios y castigos, que evitan el recurso a la violencia. En fin, un
conglomerado social que es capaz de establecer un equilibrio sano entre
derechos y deberes, y donde la trasgresión de las normas se sabe creíblemente
que será sancionada, que no habrá impunidad. De modo que el auge de la violencia
y el delito tiene alta correlación más con el deterioro y corrupción de las
instituciones del Estado que con el grado o extensión de la pobreza.
La buena noticia que nos trae
esta investigación es que hay muchas iniciativas de la sociedad civil que han
logrado morigerar algunas de las manifestaciones de la violencia urbana,
mientras sigue pendiente una política estatal que ayude en este sentido, que
“sólo pueden ser eficientes en el contexto de un refuerzo del sentido de la
norma y de su efectivo cumplimiento”.
Nuestras ciudades son
escenarios de la violencia y la inseguridad, pero también, afortunadamente,
también de la esperanza. Ciudades seguras e incluyentes son posibles, pero como
en otros ámbitos se requiere un cambio político que le abra camino. Esta
investigación nos evidencia que hay conocimientos y orientaciones bien
fundamentadas para un nuevo rumbo que pueda combinar prosperidad e equidad para
nuestro país.
06-04-18
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