Mibelis Acevedo Donís 12 de abril de 2018
Para
un país que lidia con la tarasca de la censura, las redes sociales representan,
sin duda, un útil aliviadero. El ágora virtual presta no sólo terreno para los
vitales trámites de la discusión pública y la “organización de la rebeldía”;
para trascender la simple información, al permitirnos pasar de agentes pasivos
a productores del conocimiento; para arrimar a la idea de la comunidad que
camina más allá de la proximidad geográfica, la que se funda en esa noción de
afinidad espiritual e intelectual que es tan reconfortante; sino también para
ejercitar un músculo esencial de la praxis democrática: el debate como
mecanismo de gestión del conflicto, el intercambio dialógico entre ciudadanos.
En
efecto, no pueden negarse las potencialidades de una dinámica cuyos rasgos
remiten a las premisas de origen de la democracia: el poder acudir como hombres
libres e iguales a un espacio dispuesto para el tráfico de ideas que afectan al
colectivo, y asumir el vivificante desafío de influir en el semejante, de
conquistarlo con razones. Aún así, hay que admitir que el virtuoso paquete a
menudo viene maleado por las taras de un orgiástico convite: la banalización de
la política, la alteración de datos, la ilusión del falso activismo, el
“Narcisismo de la opinión” o la obsesión del “ser para los otros”; las cámaras
de eco ideológicas, la proliferación de vicios de la antipolítica o la
articulación de matrices dañosas (forjadas para promover el “efecto rebaño” o
descuartizar reputaciones individuales) son algunos de los trastos con los que
se forcejea cuando se acude a estos predios.
Así
que paradójicamente, en medio del tremedal de odios en que hoy nos mete la
política venezolana -otro triste legado de Chávez- y justo cuando más falta
hace juntarnos para dilucidar arreglos posibles, la práctica democrática va
desdibujándose en una suerte de Alzheimer auto-inducido, va perdiendo la pista
de sí misma. Es el homo-videns urdiendo su propia destrucción, tecleando al
filo de su propia guerra: no es raro que la polis que edifican quienes apuestan
al intercambio plural y civilizado acabe demolida al final del día por
detractores que embisten como hienas encrespadas. Entonces, la ofensa se hinca
como colmillo, llueven descalificaciones y argumentos ad-hominem que
viralizados en segundos sepultan las mejores intenciones de alentar el
convencimiento razonado. Mala cosa: pues si bien es cierto que no siempre hay
blanduras en el debate democrático, no conviene confundir la argumentación con
la imposición de opiniones. Hay criterios muy rigurosos al respecto. La
flexibilidad, la provisionalidad de esa “modernidad líquida” de la que hablaba
Bauman no debería atentar contra tales compromisos… ¿será que ese homo videns
que compite por la atención, que vive para sí-mismo incurso en el espejismo de
las redes, ha perdido su capacidad de registrar la otredad y por tanto de
interactuar políticamente?
Giovanni
Sartori lanza al respecto una inquietante reflexión: “todo el pensamiento
liberal-democrático no es visible con los ojos, se trata de una construcción
abstracta. Con el nacimiento del homo videns se tambalea todo el sistema”. Esa
reducción del mundo a lo que sólo se puede ver, lo que no demanda inmersión en
las honduras adicionales del lenguaje, parece redundar en un deterioro de los
conceptos, deshaciendo el logos que sustenta a lo político, eso que apunta a la
construcción de un destino común. Nuestras complejidades y contrasentidos
bailando caóticamente en un medio sin normas y que a duras penas admite el
reconocimiento de un otro (a quien no vemos, aunque hable) puede acabar
deshumanizando, robando carne y alma a nuestro intercambio.
Lo
cierto es que la coyuntura no tolera tanto cisma, tanta ofuscación ante esa
palabra común que nos habita. Sin argumentación, sin conciencia de que no
existen verdades absolutas que puedan disolver las contradicciones ni verdades
privadas que puedan imponerse por sobre las colectivas; sin prever las
consecuencias que derivan de nuestras posturas, sin el aporte de evidencias,
garantías o respaldos, sin datos o referentes para documentarlas; sin la
voluntad para sortear la tentación de las falacias, el prejuicio o la
petrificación de las ideas; sin las armas que brinda, en fin, el pensamiento
crítico, la posibilidad de entendernos y buscar salidas boquea sin remedio.
Acogotados
por el dilema que no se zanja, la tragedia que nos muele y el pathos que nos
domina, no expira el chance, sin embargo, de estrujar las bondades que todavía
brindan estos espacios. A sabiendas de que la realidad sigue mordiendo en la
calle, y frente a la sospecha de que algunos acabarán arrollados por sus
avances -la intransigencia se mide también en bytes– habrá que seguir abogando
por esa amplitud que anhelamos. Que el pensamiento crítico nos dé escudos: nada
es tan penoso como la democracia que acaba desperdiciada en los demócratas;
nada tan propicio como mirar de verdad al otro para invocarla.
Mibelis
Acevedo Donís
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