Por Miguel Ángel Martínez
Meucci
Parece existir un amplio
consenso entre destacados políticos y eminentes académicos en torno al carácter
fundamental que la institución del voto popular reviste como verdadero eje de
la democracia venezolana y de su evolución a lo largo del tiempo. Podría
apuntarse con ánimo crítico que el voto popular es fundamental para toda
democracia moderna, lo cual es esencialmente cierto, pero se alude aquí a algo
que va más allá de esa verdad de Perogrullo. En las luchas que se dieron en
Venezuela por alcanzar la democracia, la demanda del voto universal, directo y
secreto se convirtió en el reclamo central, en la conquista simbólicamente más
relevante, en el epítome de la democracia misma. Se fue consolidando así una
narrativa política por la cual la conquista del voto y la elección directa del
presidente representarían la conquista definitiva de la democracia.
La figura del propio Rómulo
Betancourt, mucho más que la de otros políticos, está asociada a esa conquista,
y la centralidad del voto en la construcción no sólo institucional, sino
también discursiva y narrativa del régimen democrático en Venezuela, resulta
entonces innegable. Este imaginario se ha hecho tan poderoso que desde una
perspectiva que contempla el cambio político y social (especialmente el mejor)
como un proceso necesariamente lento y gradual, la preservación del voto
pudiera ser considerada hoy en Venezuela como mucho más profundo que un
imperativo procedimental de la democracia: podría tratarse de la preservación
del vínculo más fuerte y palpable que los venezolanos conciben y mantienen con
su idea de la democracia.
Como prueba de lo anterior
se esgrimen múltiples argumentos y se evocan conocidas imágenes. Por un lado,
vemos la persistencia y tenacidad con la que el venezolano mayoritariamente
vota cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo, incluso, en condiciones que
considera como injustas e ilegales, al tiempo que se constata en encuestas de
todo tipo la preferencia ciudadana por la vía electoral como método para la
resolución de las crisis políticas. Por otro lado, se observa cómo el día de
votación constituye verdaderamente el ritual por excelencia de la democracia
venezolana (mucho más que en otros países); se trata de ese día, siempre
domingo, en el que el país se paraliza y los venezolanos (especialmente los más
veteranos) “se levantan tempranito para ir a votar”, haciendo “las colas que
haya que hacer” para sufragar “allí donde tengan que hacerlo”.
De acuerdo con lo anterior,
cabría señalar entonces que la pérdida del (o renuncia al) voto entrañaría
severos riesgos y constituiría un fatal atentado contra la idea, el sentido y
el sentimiento democrático del venezolano. En función de lo anterior se llega a
considerar, independientemente de todo lo demás, que mientras votamos
mantenemos viva la democracia y que sin votar la matamos. Que si la queremos
revivir, la forma de hacerlo es votando, y que cuando volvamos a votar de forma
relativamente justa la habremos reconquistado. Y esta convicción es tan fuerte
que a la mayoría de nuestros líderes y partidos políticos les cuesta concebir
otras formas de acción política, por no decir que a veces las combaten
abiertamente. El hecho no es de por sí un disparate, y en realidad se ajusta en
cierta medida a la célebre definición schumpeteriana de la
democracia, según la cual ésta no debería ser entendida como algo más que un
método de competencia electoral para formar gobierno.
No obstante, la realidad se
obstina en aparecérsenos de modos más sutiles y complejos. En tal sentido,
parece necesario señalar que la reducción generalizada de nuestra idea de
democracia a la de una competencia electoral más o menos justa que permite
elegir a nuestros gobernantes (y de modo principalísimo al presidente de la
República) mediante el voto popular, resta nuestra atención a otros elementos
que resultan indispensables para el correcto funcionamiento de ese sistema.
Entre tales elementos podrían mencionarse, por ejemplo, la responsabilidad
individual del ciudadano de participar políticamente en otros espacios, de
integrar los debates públicos, de conocer la legislación y exigir su
cumplimiento, de organizarse para vigilar y controlar a sus funcionarios y
representantes electos por medio del voto, y de demandar el correcto
funcionamiento de los órganos de justicia. La relativa desatención de estos
elementos va de la mano con la creencia de que los políticos son omnipotentes,
y estimula además la idea de que la responsabilidad de la gente se reduce a
aportar su voto cada cierto tiempo, conformándose luego con esperar los
resultados. Se trata, pues, de un ciudadano más bien pasivo, autopercibido como
limitado en sus posibilidades para la acción pública.
Lamentablemente, la
narrativa de la conquista del voto popular en Venezuela ha ido también atada
(tal como ha señalado recurrentemente Axel Capriles) a otras como las del “Juan
Bimba” y el país naturalmente rico, generando una combinación por la cual el
ciudadano se concibe a sí mismo como un mero votante, que sucesivamente, va
depositando su confianza en políticos que le convencen de su generosidad y amor
al pueblo, en virtud de lo cual aquellos estarán en disposición de repartir equitativamente
la riqueza que ya existe en un país bendito por Dios como es Venezuela.
Contamos, por así decirlo, con una narrativa política cuyo énfasis está puesto
en el voto como mecanismo legitimador de la acción de unos políticos benéficos
y benefactores, de cuya generosidad dependerá un buen reparto de la renta, de
esa riqueza que supuestamente ya existe y nos pertenece a todos. En otras
palabras, el lado no tan positivo de nuestra valiosa tradición de voto popular
ha sido, tal como ésta se ha desplegado en el tiempo, la involuntaria
consolidación de un imaginario político según el cual el ciudadano se encuentra
políticamente desvalido sin el auxilio de su clase política, y en donde el
Estado no se erige como árbitro de la vida social sino como gran protagonista y
juez de la misma.
De este modo, la fortaleza
social del voto en Venezuela no parecería explicarse por completo sin la
proliferación de mecanismos clientelares que, al abrigo de un petroestado
rentista y dadivoso, han tendido a perpetuar prácticas que terminan lesionando
o castrando severamente nuestra democracia. La realidad misma se encargó de
confirmar (durante los últimos veinte años) que una concepción semejante de la
democracia, a pesar de las virtudes que pueda tener, no genera demasiados anticuerpos
contra amenazas como las que encarna el chavismo, proyecto político que durante
mucho tiempo no entró en conflicto con nuestra idea generalizada de democracia
(sustentada como ha estado ésta en los valores del voto popular y la
preeminencia absoluta de la voluntad mayoritaria), sino que incluso la exacerbó
realizando elecciones y referendos todos los años.
Desde nuestro punto de
vista, la narrativa política que ha predominado durante décadas en Venezuela,
estimulada por la mayoría de nuestras organizaciones políticas y por numerosos
intelectuales, ha identificado a tal punto la democracia con el voto popular
que llegó al extremo de convertirlas en equivalentes dentro de nuestro
imaginario político nacional, descuidando, al mismo tiempo, factores tan
importantes como el protagonismo y la protección del individuo y de las
minorías, el papel fundamental de la Constitución y del constitucionalismo
moderno, el decisivo rol de la división de poderes públicos, y la imperiosa
necesidad del estado de derecho para el correcto funcionamiento de la sociedad
y su democracia. Dicho de otro modo: en nuestra idea popular de la democracia
han quedado relegados a un segundo plano todos los componentes que el
liberalismo político añadió desde hace un par de siglos a la vieja idea griega
de democracia para hacerla así realmente viable en la Modernidad.
A propósito de lo anterior
conviene recordar algo que Norberto Bobbio explicó ya en detalle: la democracia
y el liberalismo no son lo mismo, no provienen de un mismo tronco, sino que
terminan cooperando y balanceándose mutuamente para dar origen a la democracia
liberal, ese régimen político que muchos consideramos como el menos malo de
todos los surgidos hasta la fecha. Si, por un lado, la democracia garantiza que
las decisiones no se desvíen demasiado de lo que prefieren las mayorías, por su
parte, el liberalismo atempera las veleidades de dichas mayorías, así como los
poderes extraordinarios que algunos de sus líderes tienden a aglutinar,
llevando la defensa de cada individuo al punto de favorecer su máximo
protagonismo y permitirle ser así el verdadero motor de la sociedad. En una
comunidad política liberal, el valor del ciudadano no radica en su adhesión
incondicional a sujetos colectivos o impersonales, sino que se asienta en la
racionalidad que le pertenece y distingue como individuo, en su dignidad como
criatura única e irrepetible, en su capacidad para calcular y elegir lo que
considera más conveniente y en la responsabilidad que se ve obligado a asumir
por sus actos. El liberalismo reúne, si se quiere, un conjunto de convicciones
que sólo emergen después de haberse alcanzado un mínimo grado de madurez
(política).
Foto: Reuters
Pero, ha sido precisamente
este componente liberal el que, sin dejar de estar presente en la arquitectura
de nuestra democracia establecida en Puntofijo, no brilló, sin embargo, con
fuerza suficiente en la progresiva conformación de su narrativa política. Puede
sostenerse que, en efecto, la mayor parte de la sociedad venezolana no se encontraba
particularmente familiarizada con esa tradición, así como tampoco lo estuvo la
sociedad de las postrimerías del período colonial. Podría también señalarse que
la impronta socialista resultó mucho más decisiva en la conformación de nuestro
imaginario democrático, proviniendo como lo hicieron tantos de nuestros más
destacados políticos de las filas del marxismo militante. Sea cual sea la
explicación que queramos darle al hecho, lo cierto es que el componente liberal
ha tenido escaso peso en la conformación de la narrativa política de nuestra
tradición democrática. Y de aquellos polvos vinieron estos lodos.
Vemos, pues, que el chavismo
no aparece de la nada, y que no surge en total contraposición a los elementos
fundamentales de nuestra cultura política. Muy por el contrario, el chavismo
es, en cierto modo, el paroxismo y la exacerbación de una idea principalmente
“electoralista” de la democracia, y de la creencia según la cual la imposición
de la voluntad mayoritaria es la suma expresión del ejercicio democrático. Ésta
ha sido sistemáticamente la coartada esgrimida por el chavismo para disfrazar
su ejercicio cada vez más totalitario del poder con una aureola de legitimidad.
Y la fachada le ha resultado tan eficaz que, incluso ahora, cuando Nicolás
Maduro no es capaz de ganar una elección digna de tal nombre, y cuando el voto
ha quedado reducido a un mero simulacro, aun así se persiste en mantener la
farsa. Surge entonces uno de los dilemas básicos en los que las autocracias de
nuestro tiempo sumen a los demócratas: ¿se debe participar en los comicios
organizados por esos regímenes de fuerza, sin importar la ausencia de
condiciones mínimas para que sea respetada la voluntad popular, o es preciso
salvaguardar y recuperar el significado, sentido y propósito de una institución
que no sólo es esencial para la democracia, sino además su pilar básico en la
tradición política de Venezuela?
En mi opinión, si queremos
evitar que el voto popular continúe siendo un instrumento espurio de la
autocracia, un mecanismo devaluado y vaciado de sentido, un mero disfraz de la
tiranía, es preciso rescatar previamente su sentido más profundo. En la
coyuntura que atravesamos actualmente no estamos sólo en presencia de una
tiranía, ni se reducen nuestros problemas políticos a rescatar la democracia;
estamos sumidos, además, en una profunda y terrible crisis humanitaria que pone
en riesgo la salud, vida, propiedades y trabajo de todos los venezolanos,
crisis inducida que ha ido disolviendo el tejido social como sólo los regímenes
totalitarios logran hacerlo. En este contexto, llamar a una farsa electoral y
participar en ella podría (y eso es lo que probablemente sucederá en la
práctica) no tener otro resultado que la aniquilación, por un buen tiempo, del
sentido, significado y propósito de una institución tan vital para los
venezolanos como es el voto popular. Tal como se comprueba al echar un vistazo
al mundo de hoy, no se trataría de un caso único; acabamos de contemplar
durante el último año el desarrollo de “elecciones” en regímenes como el turco,
el cubano o el ruso, con el invariable resultado favorable a quien ya ejerce el
poder sin limitaciones.
Para volver a votar hay que
dotar nuevamente de sentido a dicho acto, y esto pasa por recuperar su
capacidad para cambiar las cosas. Votar a sabiendas de que la voluntad popular
no será reconocida no tiene mayor sentido en circunstancias tan desesperadas
como las que atraviesan hoy los venezolanos. En tal sentido, el liberalismo nos
recuerda que vida, familia y propiedad son bienes mucho más caros y estimados
por el común de los mortales que cualquier otra cosa, siendo la seguridad el
bien público primordial. Tal como apuntara ya don Andrés Bello: “raro es el
hombre tan desnudo de egoísmo que prefiera el ejercicio de cualquiera de los
derechos políticos que le concede el código fundamental del Estado al cuidado y
a la conservación de sus intereses y de su existencia, y que se sienta más
herido cuando arbitrariamente se le priva, por ejemplo, del derecho del
sufragio, que cuando se le despoja violentamente de sus bienes”. Por tales
razones, muy escaso habrá de resultar el poder de convocatoria de aquel
político que luzca más preocupado por unas elecciones espurias que por la
privación cada vez mayor que los ciudadanos sufren con respecto a sus bienes
más sagrados.
No se trata, entonces, de
apelar nuevamente al clientelismo, ofreciendo otra vez paliativos y prebendas,
se trata de desarrollar una estrategia política que ponga el ejercicio
electoral al servicio de la gente, y no a la gente en función de un proceso
electoral. La realidad es que la mayor parte de las transiciones o cambios de
régimen político que se saldaron mediante elecciones no tuvieron lugar a causa
de éstas, sino que los comicios sólo tuvieron lugar cuando ya el sector
autocrático más recalcitrante había sido previamente reducido, aislado y
forzado a transigir.
Se trata, por lo demás, de
una verdadera oportunidad histórica para la generación de un modelo político
que no sólo permita superar la barbarie del régimen actual, sino también
corregir las insuficiencias del pasado democrático. Es la oportunidad de ir más
allá, de constituir un nuevo orden político e institucional capaz de superar
las taras del rentismo, el clientelismo político y la corrupción crónica, y de
echar las bases de una sociedad libre, autónoma, independiente y segura de sí
misma, capaz de vivir de los frutos de su propio trabajo y no de los subsidios
de turno. Ya no se trata de un mero deseo, el absoluto colapso de nuestra
industria petrolera y de nuestro gigantesco e inoperante Estado hace de tal
opción una absoluta necesidad. No basta con refundar la democracia, la
emergencia actual debería enseñarnos que una sociedad que pretenda ser
democrática sin ser al mismo tiempo genuinamente liberal corre el riesgo de reeditar
inadvertidamente pesadillas tumultuarias como las que se encarnaron en el
régimen militar-socialista que engendró el chavismo. Es hora de pensar en un
cambio tan profundo como el que demandan las circunstancias.
***
El autor es profesor de
Estudios Políticos en la Universidad Austral de Chile. Doctor en Conflicto
Político y Procesos de Pacificación. Autor del libro “Apaciguamiento. El
Referéndum Revocatorio y la consolidación de la Revolución Bolivariana”. 2012.
03-04-18
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico