Por Andrés Cañizález
Salí a conocer a José
Agustín Catalá (1915-2011) por una de esas frases imperativas de
Milagros Socorro: ¡Tienes que conocer a Catalá! Aquello debió ser por 2004-2005
cuando en medio del fragor de la conflictividad de entonces, buscaba yo
explicaciones históricas sobre el país en el que había nacido.
Sin mayor protocolo me
presenté en su oficina, en la subida de Maripérez, en Caracas. Decir que iba de
parte de Milagros fue mi carta de presentación. Pensaba el viejo Catalá que mi
interés eran los libros, únicamente. De inmediato dio una orden para que me
recopilaran varios volúmenes que tenía a la mano.
En realidad vine a conocerlo
a usted. Le dije llanamente, sin ambages. Aquello permitió un giro para que me
instalara con él, un par de horas, sencillamente a conversar. Y no era Catalá
quien asumía el rol de entrevistado, esperando que yo disparaba preguntas, él
me hacía preguntas cada tanto sobre mis pareceres sobre esto o aquello, o indagaba
si conocía a una determinada persona.
Salí de allí encandilado, no
sólo porque era mediodía y me enfrentaba a un sol inclemente, sino por aquella
conversación. La cual, por cierto, no grabé. Iba a conversar con Catalá, a
conocerle, ya luego iba a pensar en una entrevista. Nunca sucedió. Sólo le ví
aquellas dos horas en las que me abrió su historia.
Catalá estuvo signado por el
fuego de la memoria. Sin duda fue un editor prolífico e importante,
un lector agudo, autor él mismo de diversos textos, uno de esos venezolanos
ejemplares delsiglo XX venezolano. Pero su obsesión, lo fue durante décadas,
era dejar registro de las atrocidades y constancia por escrito de lo sufrido
por los venezolanos por la represión dictatorial en la era de Marcos Pérez
Jiménez.
Qué le motivaba a ello.
Recuerdo que se lo pregunté. Que las nuevas generaciones, que los venezolanos
de ahora puedan regresar sobre las páginas y al conocer aquello la historia no
vuelva a repetirse. Esa fue su respuesta.
El papel de la memoria en
cualquier sociedad, entonces pasa no sólo por conocer lo vivido como colectivo,
sino también que aquello sirva de enseñanza colectiva. Se trataba, para Catalá,
de un nunca más para Venezuela.
Nunca más, así se tituló por
cierto el informe final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas, en Argentina, que coordinó el escritor Ernesto Sabato en
1984.
Así Catalá editó textos
imprescindibles para entender la naturaleza del terror que se vivió en
Venezuela entre 1948-1958, y en particular a partir de 1952. Se trataba de
hacer el “libro
negro” de la dictadura. De recopilar, editar, dar a
conocer, denunciar los horrores de aquellos años.
El fuego de Catalá busca
herederos
“Se llamaba SN”, fue el
título con acrónimo de la Seguridad Nacional, que terminó saliendo a la luz con
la autoría de José Vicente Abreu en 1964.
Detrás de aquella novela, el
Catalá editor y también víctima de la represión difundió innumerables
documentos y testimonios. Hasta el último momento de su existencia estuvo
escudriñando para develar nuevas historias o facetas sobre la represión
perezjimenista.
En aquella época no existían
organizaciones nacionales o internacionales enfocadas en la defensa y
documentación de violaciones a los derechos humanos. La Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) se creó en 1959 cuando ya en Venezuela se había
recuperado la democracia y Rómulo Gallegos fue su primer presidente.
De tal forma que todo
aquello que editó Catalá terminó siendo la referencia, es nuestra memoria de la
represión en los años 50 del siglo pasado.
Aquel fuego que impulsó a
Catalá necesita herederos en esta hora del país. ¿Quién será el editor que
documente las atrocidades de estos años del chavismo?
21-05-19
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