Francisco Fernández-Carvajal 29 de mayo de 2019
—
Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.
— La
Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta
esperanza.
— La
Ascensión y la misión apostólica del cristiano.
I. Una
bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San
Lucas1. Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les
había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al
ver de nuevo al Resucitado, le adoraron2,
se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más
profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el
corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías3.
Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado
siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán
ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en
las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa.
El
Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo
poder en el Cielo y en la tierra4.
Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a
recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de
renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo
que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por
siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y
las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los
sacramentos...
Les
dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros
y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los
confines de la tierra.
Y
después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a
sus ojos5.
Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la
Misa.
Poco a
poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que
asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta
que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios6:
«era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos»7.
La
vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la
Ascensión a los Cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la
tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la
Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a
Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su
exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras
que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios8.
Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo
y voy a Ti, Padre Santo9.
La
Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio
glorioso del Santo Rosario. «Se fue Jesús con el Padre. —Dos Ángeles de blancas
vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis
mirando al cielo? (Hech 1, 11).
»Pedro
y los demás vuelven a Jerusalén –cum gaudio magno– con gran alegría. (Lc 24,
52). —Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la
aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las
legiones de los bienaventurados de la Gloria»10.
II. «Hoy
no solo hemos sido constituidos poseedores del paraíso –enseña San León Magno
en esta solemnidad–, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero
realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más
inefable que la que habíamos perdido»11.
La
Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos
impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio
de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra
esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada12.
El
Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su
Sacrificio redentor13,
con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la
salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el
Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí.
«Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3,
20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de
injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la
serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...).
»Si, a
pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo
regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces
tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hech 1,
12-14)»14.
La
esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los
Apóstoles, que «se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto
antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento
elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra
del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la
inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había
apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos»15.
III. Cuando
estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a
ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué
hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al
cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir16.
«También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que
nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de
Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha
quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa.
Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar,
de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se
sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4,
6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora
largamente (Cfr. Lc 6,12), cuando se compadece de la
muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32, Mc 8, 2).
»Siempre
me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de
Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza,
peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por
Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto
hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de
nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?»17.
Los
ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les
espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión
terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en
nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor
intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques
del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia
familia..., sino que los preserves del mal18.
Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar
el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones,
las familias, la vida pública... Porque solo así el mundo será un lugar donde
se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la
verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios.
«Nos
recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor,
que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero.
Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes
que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra
conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima»19.
Quienes
conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres,
trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus
deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada
día. Las mismas normas corrientes de la convivencia –que para muchos quedan en
algo externo, necesario para el trato social– han de ser fruto de la caridad,
manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la
cordialidad, el espíritu de servicio...
Jesús
se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo
encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros
de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque solo
podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude
en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes
su doctrina.
Los
Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella
esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos
días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.
1 Lc 24,
51. —
2 Cfr. Mt 28,
17. —
3 Cfr. Mt 16,
18. —
4 Mt 28,
18. —
5 Primera
lectura. Hech 1, 7 ss. —
6 Cfr. Ex 13,
22; Lc 9, 34 ss. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos, 2. —
8 Jn 20,
17. —
9 Jn 17,
11. —
10 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Rialp, 24ª ed., Madrid
1979, Segundo misterio glorioso. —
11 San
León Magno, Homilía I sobre la Ascensión. —
12 Cfr. Jn 14,
2. —
13 Cfr. Apoc.
5, 6. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 126. —
15 San
León Magno, Sermón 74, 3. —
16 Hech 1,
11.—
17 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 117. —
18 Jn 17,
15. —
19 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122.
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